Enfoque: Patente de corso

Una orgía en Roma

Avatar del Listín Diario
Arturo Pérez ReverteMadrid, España

Fue una noche de co­media perfecta, aun­que todo se improvi­sara sobre la marcha. Ocurrió en Roma a principios de los años 80. Yo es­taba allí volviendo de un viaje al Líbano y mi periódico me pidió que cubriese una visita del pre­sidente del gobierno español. Lo acompañaban varios periodistas, y esa noche fuimos seis o siete a cenar a l’Antica Pesa con Fernan­do Puig de la Bellacasa, alto fun­cionario de Presidencia y buen amigo mío.

Uno de los periodis­tas era un joven tímido y muy ca­tólico al que llamaré Pedro, que trabajaba para una agencia de noticias del Opus Dei. Y al final de la cena, ya con cierto nivel de alcohol en el cuerpo, me levanté y, como si lo hubiésemos acorda­do antes, dije: «Dadme las cinco mil pesetas cada uno y vamos a lo otro». Sin saber de qué iba la co­sa, pero siguiéndome la corriente –todos éramos viejos zorros y nos conocíamos de sobra– Pepe One­to, Amalia Sampedro, Fernando Puig y los otros me dieron el di­nero, o fingieron dármelo. Tam­bién Pedro lo hizo sin saber para qué. Conté la pasta, pasé revista al grupo y dije: «Vale, voy a tele­fonear. Una puta para cada uno y un tío guapo para Amalia».

Pedro se levantó como impul­sado por un resorte. «¿De qué va esto?», preguntó alarmado. «Es la costumbre», respondí; y todos in­cluida Amalia, como una coordi­nada banda de cabrones, asintie­ron muy formales. «¿Nunca oíste hablar de las orgías romanas?», añadí. Pegó Pedro un respingo, se levantó de la mesa y se fue del restaurante sin reclamar siquie­ra las cinco mil pesetas, con las que pagamos las copas. Nos reí­mos mucho y allí acabó todo por el momento. Pero al regreso al hotel, ya muy tarde –estábamos en el Plaza de la vía del Corso–, se nos ocurrió prolongar la bro­ma. Así que nos agrupamos en torno a un teléfono del vestíbulo mientras Fernando Puig, que ha­blaba un italiano excelente, tele­foneaba a Pedro a su habitación haciéndose pasar por el recepcionista: «Señor, aquí hay una señorita llamada Paola que quiere subir a su habitación. ¿La autoriza?». Aterra­do, Pedro dijo que no, que no la co­nocía, y colgó el teléfono. Diez mi­nutos después, Fernando volvió a llamar. «Mire, señor, éste es un hotel serio. La señorita Paola insiste. Dice que usted la ha citado, que ha ve­nido desde lejos y que quiere verlo inmediatamente». Colgó Pedro, y a la tercera llamada ya no cogió el te­léfono. Todo iba a acabar ahí, pero entonces –audacem forsque venus­que iuvant– un golpe de suerte vino en nuestro auxilio. Apareció Antxón Sarasqueta, otro periodista español que no había estado en la cena. Y le contamos la historia.

Cinco minutos más tarde, el re­cién llegado llamaba a la puerta de la víctima: «Abre, que soy Antxón». Se entreabrió la puerta y asomó la nariz la angustiada víctima. «Tío, la que has liado abajo. Hay una puta montando un escándalo en recep­ción, y dicen que van a llamar a la policía». Pedro, blanco como el pa­pel, tartamudeaba: «No sé nada de eso, te lo aseguro. Te juro que no conozco a esa Paola». Antxón, per­fecto en su papel, repuso inspiradí­simo: «¿Y cómo sabes que se llama Paola?». Y cuando el otro, al bor­de de la lipotimia, se agarraba a la puerta para no caerse al suelo, re­mató implacable: «Pues dicen en recepción que mañana van a man­dar un fax a tu agencia para protes­tar por tu comportamiento. Que no se puede citar a una profesional de la noche y dejarla tirada en un hotel como este».

Así acabó todo. Al menos, pa­ra nosotros. Una borrachera de risas y una historia por contar, de las muchas que el lado gamberro de aquel oficio nos deparaba. Sin embargo, como luego supimos, la historia no terminó allí. Porque aterrado Pedro, tras pasar la no­che en blanco, por la mañana tele­foneó a su agencia –del Opus Dei, insisto– para asegurarles que con la historia de la mujer en el hotel de Roma él no había tenido nada que ver. Y como ésa fue la prime­ra noticia que del asunto tuvieron en la agencia, telefonearon al mi­nisterio de Exteriores para averi­guar qué había pasado. Y los de Exteriores telefonearon a Fernan­do Puig de la Bellacasa; que, por supuesto, aseguró ignorarlo todo, liquidándolo con un mundano –era un chico guapo, elegante, con mucha clase– «Una noche equívo­ca puede tenerla cualquiera». En cuanto a la víctima, en adelante se negó siempre a hablar del asun­to. No hubo para él ninguna con­secuencia, claro. Pero todavía un par de años después, cada vez que uno de nosotros se encontraba con algún periodista de su agen­cia, éste nos guiñaba un ojo pre­guntando por la famosa aventura de Pedro con una puta en Roma. Que yo recuerde, no la desmenti­mos nunca. Al contrario, fue cre­ciendo en detalles con el tiempo. Y de ese modo, Pedro, Paola y el recepcionista del hotel Plaza pasa­ron a la iconografía de los reporte­ros españoles. Así es como se for­jan las leyendas.

Tags relacionados