La agenda de Biden

Joe y Jill Biden.

Joe y Jill Biden.

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Leonel FernándezSanto Domingo, RD

Con el fin de la guerra fría, en 1991, que implicó la caída del Muro de Berlín, el desplome de la Unión Soviética y el colapso de las democracias populares de Europa oriental, los Estados Unidos emergieron como la única potencia en el mundo.

Entonces se hablaba del fin de la historia, del triunfo del capitalismo y de la democracia y del momento unipolar norteamericano en la escena internacional.

¿Qué habría ocurrido desde entonces en los Estados Unidos o en el resto del mundo para que en su discurso de toma de posesión el presidente Joe Biden expresase que la democracia norteamericana, aunque frágil, había prevalecido?

No cabe dudas de que con sus palabras, el recién electo presidente estadounidense estaba reconociendo la existencia de una crisis que afectaba lo que nunca se pensó podría ocurrir: la legitimidad del sistema político democrático norteamericano.

Eso, por supuesto, ocurrió con motivo del asalto al edificio del Congreso el pasado 6 de enero, por una turba de forajidos que incitados por el presidente Donald Trump, procuraba, por medio de la violencia, alterar los resultados de las elecciones presidenciales, los cuales estimaban falsos. Esa acción, considerada inimaginable, no era más, sin embargo, que el último episodio de una cadena de acontecimientos, iniciados en la posguerra fría, que han ido poniendo en evidencia la decadencia económica, social y política de los Estados Unidos.

Corregir o enmendar esa situación es el objetivo estratégico de la agenda de gobierno del presidente Joe Biden, al reconocer en su reciente discurso inaugural la existencia de seis tipos de crisis que en estos momentos convergen en la vida norteamericana. La primera, claro está, es la de la pandemia del Covid-19, mal gerenciada por su predecesor. Esta ha ocasionado más de 20 millones de contagiados y más de 400 mil muertos, una cifra superior, esta última, a todas las víctimas estadounidenses acaecidas durante la segunda guerra mundial.

Luego está el impacto económico generado por la pandemia, de contracción económica, alto desempleo y quiebra de empresas.

Igualmente, las crisis de la desigualdad social, del racismo, del cambio climático, de confianza y credibilidad en el sistema, así como del papel de los Estados Unidos en el mundo.

Todo eso equivale a decir que la colosal tarea que tiene por delante el presidente Biden para colocar a su país, nuevamente, en una posición de liderazgo mundial, requiere abordar factores tanto internos de los Estados Unidos como globales.

DESAJUSTES DE LA GLOBALIZACIÓN

Para poner en ejecución sus planes de gobierno, el recién estrenado presidente ha empezado por desmantelar el legado de Donald Trump, quien ha sido el que ha llevado la crisis estadounidense a su actual estado de ebullición.

Pero revertir las desatinadas políticas aplicadas por su antecesor ya no resulta suficiente para reactivar el sistema económico, social y político estadounidense, como tampoco lo sería simplemente retornar a lo que se hacía en los tiempos de Barack Obama.

La situación es bastante compleja; y es que después del fin de la guerra fría, lo que empezó a dominar en el mundo fue el fenómeno de la globalización económica, comercial y financiera.

En principio, fueron los movimientos de izquierda, a nivel internacional, quienes combatieron la nueva ola globalizadora, exigiendo una globalización solidaria con rostro humano.

Pero, con el tiempo, de manera paradójica, fueron los movimientos y partidos políticos de derecha y de extrema derecha los que terminaron asumiendo el discurso antiglobalizador.

La razón se debió a que las cadenas globales de valor causaron la salida de diversas empresas de los Estados Unidos para irse a instalar a otros lugares. Esto así, por motivos de reducción de costos laborales y, por consiguiente, de aumento de utilidades para las empresas.

Así pues, sin habérselo planteado como meta, la globalización dio origen a un fenómeno de desindustrialización, afectando de esa manera, con un alto nivel de desempleo, y por tanto, de inestabilidad económica y social, a un importante segmento blanco, clase media y trabajadora, de la población norteamericana.

A esto se le añadió el déficit comercial, la crisis financiera global del 2008, la recesión global que por cerca de una década le siguió y la propaganda de que la migración masiva de hispanos les perjudicaba en el sentido de que resultaba una mano de obra más barata que los desplazaba del mercado laboral.

Fueron, entre otros, esos factores sociodemográficos, económicos y culturales, los que engendraron el descontento y sirvieron de fundamento para la creación de una base social de apoyo a la escogencia de Donald Trump en las elecciones del 2016, y a que obtuviese más de 70 millones de votos en los pasados comicios presidenciales.

CAMBIO DE RUMBO

Inmediatamente después de su toma de posesión, el presidente Joe Biden firmó 17 órdenes ejecutivas, memorandos y proclamas para dejar sin efecto las políticas adoptadas por Trump, tanto en el orden interno como en el ámbito internacional.

Obedecía al criterio elaborado en su discurso de que en estos momentos, en los Estados Unidos, “hay mucho que reparar; mucho que restaurar; mucho que sanar, mucho que construir y mucho que ganar.”

Ordenó la suspensión de la construcción del muro en la frontera con México y dejó atrás la política aislacionista y unilateralista de los cuatro años anteriores.

Reintegró a los Estados Unidos en el Acuerdo de París, sobre cambio climático, así como en la Organización Mundial de la Salud, para de esa manera restituirle a ese organismo autoridad y prestigio en su rol de coordinador mundial de la política sanitaria.

Biden ha establecido que durante su gestión de gobierno los Estados Unidos volverán a desempeñar un papel activo en los organismos multilaterales, lo que representa un gran punto de avance en la forma de abordar y resolver los grandes problemas y conflictos globales.

Pero hay graves dificultades en las que, indudablemente se encontrará en la conducción de su política exterior. Es el caso, por ejemplo, de como recuperar la confianza de los tradicionales aliados norteamericanos en Europa.

Durante la pasada administración republicana, el gobierno norteamericano trató en forma humillante a sus tradicionales aliados del mundo transatlántico. Sus consideraciones sobre el papel de la alianza militar de la OTAN llevaron a Francia y Alemania a considerar la necesidad de diseñar una autonomía estratégica en lo concerniente a la seguridad.

Pero igual ocurre con Irán. ¿Cómo podrá ese país musulmán creer en los Estados Unidos, si lo que se negocia y acuerda con un gobierno, es desconocido por el que sigue, de manera unilateral?

¿Cómo abordar la relación con China, con la que independientemente de las diferencias comerciales, geopolíticas o de competencia tecnológica que existan, no se le debe tratar con un tono y una retórica que no estén a la altura de su condición de segunda potencia económica del mundo?

¿Cómo se llevarán hacia adelante las negociaciones con Rusia para la firma de un nuevo tratado de reducción de armas nucleares?

¿Cuál será su política frente a América Latina y el Caribe, más allá de Cuba y Venezuela?

En fin, la agenda del presidente Joe Biden, tanto doméstica como global, para superar la actual crisis multidimensional de los Estados Unidos, será dura, compleja y difícil.

Pero, en todo caso, para bien de su país y el mundo, será superior a la que dejó en herencia su antecesor en el cargo de inquilino de la Casa Blanca.

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