Enfoque
La salud de entonces
Los pueblos de aquellos tiempos, claro está, eran menores; el mío tenía un hospital originalmente en lo que había sido un cuartel de tropas norteamericanas de ocupación y luego se construyó el San Vicente De Paul.
Tres médicos, directores fundamentales, se encargaron de ofrecer desde esos centros servicios inmensos a la comunidad; la única condición exigida para ingresar en ellos era estar enfermo, sin importar las demás condiciones del paciente. Hasta los mendigos eran asistidos.
Tejada, Rojas y Ovalle, sucesivamente, a medida que el pueblo crecía, fundaron clínicas privadas. Pero, llamaba la atención el hecho de que su consagración al servicio público permanecía idéntica. Tejada se había especializado en Alemania como cirujano de grandes destrezas; Rojas llegaba desde Moca con menciones muy favorables de su capacidad; pero fue Ovalle el que a mí me pareció siempre más paradigmático. No salió nunca al exterior y se formó desde estudiante siendo residente del Pina de San Cristóbal, pero era el asombro de su clase como cirujano y a la vez se reputaba como un internista de gran nivel.
Voy a evocar de este último un episodio del final de su corta vida; adoleció de diabetes desde adolescente y sabía, según su autodiagnóstico, que no viviría algo más de cuarenta años. En efecto, se nos fue a los ´4.
Mi esposa, que le debía gratitud por sus cuidados magníficos a los pequeños hijos, me dijo cuando viajábamos para entregarlo a la tierra: “Era un sabio, pero malgenioso, como todo diabético; ese será un entierro de poca asistencia”.
¿Cuál fue su sorpresa al llegar a la iglesia? Encontrarse con la inmensa multitud que le lloraba. El pueblo pobre acompañaba a su entrañable Dominguito y en su llanto se oían revelaciones de sus servicios a cada familia. Ese era el generoso y secreto apóstol que nunca hizo alarde, ni dejó que se presintiera su enorme dedicación en favor de los sumergidos.
En fin, cada pueblo tenía sus hospitales públicos y sus médicos formidables, cuando no había necesidad de tarjetas. Bastaba la condición de enfermo, según dije.
Sé bien que resulto obligado por razones de espacio a omitir apellidos de médicos que fueron venerados por las comunidades de la República: Toribio, Lavandier, Espaillat, Morel, Capellán, Pichardo, Moscoso, Goico, Pieter, y otros muchos que sirvieron a la salud del pueblo, algunos con énfasis de santos, pero todos magníficos seres humanos que habría necesidad de escribir una enciclopedia de la bondad para poder describir sus calladas jornadas de apoyo a las familias en las desgracias de sus quebrantos. Kunhardt, para la región noroeste, fue un paradigma equiparable a Ovalle en todos los sentidos. Eso parece que se ha perdido considerablemente como mística.
Luce que hay una deshumanización en parte del exigente y delicado servicio, pero son muchos los que nos quedan porque mucho es el poder de la índole solidaria y compasiva del dominicano.
Al terminar estas cuartillas me llega un doloroso mensaje de la vida: acaba de morir la doctora Carolina De la Cruz y ahí es cuando me entero de su afán mesiánico de formar jóvenes especialistas y de sus generosas manifestaciones de solidaridad con los vencidos en la enfermedad.
Otra versión de Domingo Ovalle parece ser el secreto de su apostolado, según lo que he podido saber a través de testimonios agradecidos.
Esto último es algo que me lleva a meditar en la posibilidad de que el crecimiento de las ciudades y sus luces e innovaciones desquiciantes puede estar generando la apariencia de deshumanización de nuestra clase médica y es bueno que los testimonios no se aplacen para después de las sensibles pérdidas de sus muertes. Lo que hay que hacer es trabajar en la recuperación de aquella mística del tiempo en que los pueblos eran pequeños.
En todo caso, me declaro convencido de que la índole nuestra como pueblo es muy propicia para ejercer la solidaridad y la misericordia. Lo que nos falta es conciencia activa para la cohesión y entretejer los ánimos de servir como una manera de fortalecer el Ser nacional.
No hay, pues, motivos reales para dar por cancelada la caridad. Son muchos los abnegados héroes anónimos que tenemos y lo que hay que hacer es afanarnos en identificarlos y glorificarlos en cuanto merecen. En estas horas difíciles de la patria estamos desesperadamente necesitados de ejemplos y ese es un litoral que se presta para guiar e impulsar la nación hacia el optimismo consciente de que: “No todo está perdido”. Que lo que queda por hacer con la ayuda de Dios se hará, porque siempre hemos contado con su gracia como pueblo.
Creer y cultivar las virtudes y los méritos entre los muchos que ya se han ido es una manera maravillosa de alentar las superaciones, ahora más que nunca, cuando se nos puede volver a someter a una dura prueba de escarnio y ofensa a escala mundial, que talvez la pandemia impida que sea tan venenosa como lo fuera en el tiempo geopolítico de Obama.
El hecho es que debemos levantar el honor nacional en todos los frentes y ese de la salud y la abnegación exigible resulta verdaderamente crucial para el respeto. La salud de entonces, que no sea superada por la actual en base a tecnología, sino por la compasión.