Opinión

Aislacionismo vs globalización en EE.UU.

El ex presidente norteamericano James Monroe.

Carlos Alberto MontanerEstados Unidos

“Si Dios contigo, ¿quién contra ti?”. Así comen­zaba o terminaba sus programas una pre­sentadora de televi­sión cubano-americana, que es hoy congresista federal en Esta­dos Unidos. Una vez que tienes a Dios de tu parte todo es más fácil. Estados Unidos lo tenía por medio de la tesis del “Des­tino Manifiesto”. Esto ocurría a mediados del siglo XIX. “Dios”, evidentemente para ellos, que­ría que la joven e impetuosa na­ción conquistara las dos inmen­sas costas –el Atlántico, que ya tenía asegurado, y el Pacífico ig­noto- y luego se derramara ha­cia el sur y ocupara todo el he­misferio.

En 1823 el presidente Ja­mes Monroe, por medio de su canciller John Quincy Adams, proclamó la doctrina que lleva su nombre: “América para los americanos”. No tenía a Dios de su parte, pero Estados Uni­dos había vencido a Gran Bre­taña y le pareció suficiente para sacar los colmillos y amenazar a Europa y a Rusia, que entonces comparecía en la costa america­na del Pacífico.

En primera instancia, los lati­noamericanos estuvieron satis­fechos. A todas luces, se trataba de impedir que España y Portu­gal regresaran al Nuevo Mundo a reconstruir sus imperios. Los estadounidenses no se sentían tranquilos con la presencia de esas fuerzas armadas deambu­lando por el vecindario.

La fórmula republicana ha­bía triunfado en Estados Uni­dos. El país se iba poblando de extranjeros que, rápidamente, se consideraban (más o menos) estadounidenses. Su economía crecía al 2% anual como pro­medio, pero las instituciones funcionaban adecuadamen­te, aunque sin prisa, sin tregua y sin graves interrupciones. La justicia y la educación públi­ca unificaban a la población.

El tren las juntaba. Cada cua­tro años, invariablemente, ha­bía elecciones presidenciales. Ca­da dos se renovaba el Congreso. ¿Por qué sólo dos años? Porque los “Padres Fundadores” pensa­ban que era un incordio, un sa­crificio que sólo se resistiría bre­vemente. A ninguno de ellos les pasó por la cabeza que surgiría el político profesional.

¿Dónde estaba el secreto del éxito? ¿En la constitución? No. Ésta había sido imitada sin éxi­to en Sudamérica. ¿En las rique­zas naturales? Tampoco. Argen­tina y Venezuela han sido tocadas por todas las riquezas naturales y ha sido inútil. (Peor aún: algunos piensan que ha sido contrapro­ducente. Segregaron sociedades rentistas que vivían del estado). ¿Acaso, en las 13 virtudes que apunta Benjamín Franklin en su biografía? Tal vez, pero eso re­quiere unas características poco frecuentes en el conjunto de la sociedad. Esa criatura laboriosa, ordenada, previsora, frugal, mo­derada, limpia y, encima, casta, no abunda.

Tras crearse la República de Texas le tocó al presidente James K. Polk hacerle la guerra a México. Pri­mero anexó a Texas. El debate en Estados Unidos duró nueve años. Parecía que México era más fuerte, pero se había desangrado en la lu­cha entre liberales y conservadores. Había, a un altísimo nivel, conser­vadores que secretamente espera­ban con fervor la derrota de México y contribuyeron a ella.

En cualquier caso, la guerra du­ró del 1846 al 1848 y se saldó re­bañándole a México algo más de la mitad norte del país. Quedaron tras las fronteras estadouniden­ ses: California, Nevada, Utah, Nue­vo México, Texas, Colorado, Arizo­na y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma. Estados Unidos pagó 15 millones de dólares por los terri­torios que se había anexado y, pa­ra fortuna de los que se quedaron dentro del nuevo país, conservaron la lengua y los derechos de propie­dad. Era otra expresión del multi­culturalismo.

En 1867, a los dos años de ter­minada la Guerra Civil estadouni­dense, fue el momento de adqui­rir Alaska. Rusia les temía a los británicos y pasaba, como era ha­bitual, por un pésimo momento fi­nanciero. Así que sumó dos más dos y le vendió Alaska al presiden­te estadounidense Andrew John­son, sucesor y VP de Lincoln. El precio fue una bicoca: 7,200,000 dólares. Los rusos empacaron y se fueron. Casi todos eran militares.

El espasmo imperial norteame­ricano no se saciaba. Ya tenían el enorme país de costa a costa, aho­ra convenía asegurarlo. En 1890 el Almirante Alfred Thayer Mahan publicó un libro muy significativo: The Influence of Sea Power Upon History: 1660-1783. Viene a plan­tear que el peso y éxito de Ingla­terra en los asuntos del mundo se derivan de la marina mercante y la militar, y éstas son posibles gra­cias a las bases y las colonias que les dan apoyo.

La obra la leen y se conven­cen, Cabot Lodge en el senado y Teddy Roosevelt en el gobier­no, quien fue nombrado vice­ministro de la Marina por el presidente William McKinley. T. R. renuncia para sumarse a los Rough Riders que sirvieron de vistosa punta de lanza al en­frentamiento con España ocu­rrido en 1898. España le pro­porcionaría a Estados Unidos, ready made, las bases que ne­cesitaba en el Caribe y en el Pa­cífico para transformarse en una potencia planetaria.

Estados Unidos, tras engullir las colonias españolas, entra en el si­glo XX como la primera economía del mundo. No tardará en fundar, poco a poco, un aparato militar en consonancia.

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