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Vientos antes del amanecer

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Arturo Pérez Reverte MadridESPAÑA TOMADO DE XL SEMANALEl

La meta son las islas Pri­vilov. El premio, una de las dos goletas: la que pierda la carrera mien­tras navegan ciñen­do a rabiar con todo el trapo arri­ba. La Peregrina y la Santa Isabel, una dando caza a la otra, adelan­tándola por barlovento para des­ventar sus velas.

Las proas dan­do machetazos en la marejada, la música y la piel que se eriza cuan­do ves de nuevo esa secuencia, igual que se te erizó cuando sen­tado en un cine la viste por prime­ra vez hace sesenta años y también cada una de las muchas veces que desde entonces has vuelto a ver­la: Gregory Peck mirando arriba mientras considera si debe izar la vela escandalosa, Anthony Quinn inquieto, atento a lo que hace su perseguidor. Y el grito desafian­te de los cazadores: «¡Allá vamos, Portugués!». Raoul Walsh, o sea, El mundo en sus manos. Lágrimas en la cara y felicidad absoluta del es­pectador.

El cine ha rodado muchas esce­nas hermosas en el mar, pero nin­guna, nunca, como ésa.

Y no es porque no haya pelícu­las magníficas sobre barcos y ma­rinos. A veces, algún lector o ami­go pide que recomiende alguna. Y hoy, con esas goletas todavía en la mirada y el nordeste silbando en las velas –«Si antes del amanecer refresca el viento, el mundo será nuestro»–, parece buen día para eso. Naturalmente, todo es rela­tivo. Películas sobre el mar hay muchas; y una lista de las que considero mejores entre las me­jores no incluiría menos de cua­renta títulos. Pero sólo tengo una página, así que me limitaré a las que más me gustan. Las que in­fluyeron en mi vida, y a veces lle­garon a cambiarla.

Al mismo tiempo que El mundo en sus manos descubrí El capitán Blood. La de Rafael Sabatini era una de las novelas favoritas de mi padre, que me llevó a ver la pelí­cula; y a su lado, atento a la pan­talla, asistí al inolvidable duelo entre Errol Flynn y Basil Rathbo­ne encarnando al capitán Levas­seur. Por esa época, además de La isla del tesoro –la versión que más me gusta es la de Victor Fleming– y Rebelión a bordo, con Charles Laughton y Clark Gable –sin des­deñar la protagonizada por Mar­lon Brando y Trevor Howard–, me extasié con Jasón y los argonau­tas, con Los vikingos y también con una película que todavía hizo sentir su influjo cuando, cuatro décadas después, escribí La carta esférica: la enigmática El misterio del barco perdido, con Gary Cooper y Charl­ton Heston.

Casi todas las mejores películas del mar incluyen la guerra. De ese género hay una poco lograda pero recomendable, porque John Way­ne –que hace de John Wayne junto a una Lana Turner que hace de La­na Turner– interpreta nada menos que a un marino mercante alemán: El zorro de los océanos. Y yéndo­nos a lo serio y de calidad, mencio­naré dos obras maestras: Das Boot, de Wolfgang Petersen, y Master and Commander, de Peter Weir –esta última, posiblemente la mejor película del mar de todos los tiem­pos–. También hay una veintena de grandes películas de guerra en­tre las que sería injusto no destacar Hundid el Bismark, La batalla del Río de la Plata, Bajo diez banderas –el corsario Atlantis, otro favorito de mi padre–, Torpedo, El último torpedo, Mar cruel, Sangre, sudor y lágrimas y la extraordinaria Due­lo en el Atlántico, con Robert Mit­chum, comandante de un destruc­tor, enfrentado a Curd Jürgens, comandante de un submarino. Sin olvidar tres grandes títulos de Jo­hn Ford: Mar de fondo, Hombres intrépidos y No eran imprescindi­bles. Y uno de Hitchcock: la intensa Náufragos.

Se acaba la página y lo siento, porque se queda mucho cine en las teclas del ordenador. Por ejem­plo, Estación Polar Zebra, El final de la cuenta atrás y también una película que suele pasar inadverti­da en las antologías, pero que me impresionó mucho: a los ocho o nueve años, La sirena y el delfín me desveló temprana y simultá­neamente los misterios de la ar­queología naval y los encantos húmedos de Sophia Loren. Por su parte, El motín del Caine per­mite asomarse a la condición humana –esos oficiales agobia­dos, indecisos– y La última no­che del Titanic, la mejor de cuantas películas se han hecho sobre aquel naufragio, al heroís­mo, la cobardía, la dignidad, el egoísmo y la solidaridad huma­na en pleno desastre. Tampoco Moby Dick podía faltar en esta apretada lista, quizá para rema­tarla; sobre todo porque supuso un verdadero choque cultural, o generacional, verla de nuevo con mi hija; cuando, ante el enorme cetáceo blanco que en la novela y la película, como en mi propia imaginación, siempre fue encar­nación del Mal, mi hija, que en­tonces tenía ocho años, comentó con mucha naturalidad: «Pobre ballena. ¿Verdad, papi?»..

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