Opinión

Enfoque

RD y Haití, sin prejuicios

No postulo el prohaitianis­mo ni anti­haitianismo, defiendo la dominicanidad en toda su ex­tensión.

Hago la salvedad para des­pejar prejuicios, previo al abor­daje de un tema que se trae y se lleva desde que por accidente del destino, el navegante geno­vés vino a parar a las costas del Caribe, hace 528 años, para ini­ciar uno de los procesos globali­zadores de mayor impacto polí­tico, cultural, económico, social, racial y medioambiental que se conozca.

Desde que los conquistado­res españoles pusieron el pri­mer pie en las tierras america­nas y se produjo el contacto con los aborígenes, surgió el prejui­cio extendiéndose por toda la is­la y por el resto de los territorios conquistados en América, no importa que los adjudicatarios de los terrenos fueran ingleses, holandeses o franceses. La his­toria recoge centenares de testi­monios de la forma violenta que derivaron esos recelos de los re­cién llegados con quienes habi­taban pacíficamente estas islas o las tierras continentales.

En un hecho ocurrido dos si­glos después de la conquista, 20 de septiembre de 1697, se pue­de apreciar el criterio que te­nían los reyes imperiales sobre los territorios en posesión, y de quienes en ellos habitaban. Me refiero al reparto que llevaron a cabo España, Francia, Inglate­rra y Holanda una vez conclui­da la guerra de los Nueve Años, sellado en el Tratado de Ryswick mediante el cual España cedió a Francia la parte occidental de La Hispaniola.

¡Cojan esa vaina!– le parece escuchar a uno la ligereza con que el representante español di­jo a los delegados franceses en las conversaciones de Ryswick, para ceder la porción que es hoy Haití y que España entregó a Francia con cierto desparpajo.

Como podemos apreciar en este siglo XXl, la repartición o de­volución de territorios, tanto en Europa como en Las Américas entre las potencias coloniales ha tenido repercusiones políticas, sociales, económicas y medio­ambientales, si comparamos lo que era La Hispaniola hace 500 años viendo la devastación bos­cosa que existe en el momento ac­tual, especialmente en la parte oc­cidental, por solo ver ese aspecto.

Con preocupación genuina toco el tema porque mientras las cúpulas políticas y económicas se hacen los escandinavos con la mi­gración constante de inmigrantes indocumentados, esencialmente con los vecinos haitianos, se apre­cia una actitud de dejar hacer y dejar pasar, que habita en el alma (no el arma) del guardia ubica­do en el último rincón fronterizo, hasta quienes se han terciado la banda presidencial en las últimas décadas.

Si bien Haití dejó atrás los in­tentos violentos de invasión del territorio criollo para acogerse, en cambio, a la ocupación pacífi­ca pura y simple que se viene pro­duciendo después de 1966 hasta la fecha, el Estado dominicano no ha podido cuantificar con exacti­tud la cantidad de haitianos indo­cumentados que se han radicado en el país, a pesar de haber inver­tido más de 1, 300 millones de pe­sos en el Plan de Regularización Nacional de Extranjeros (PRNE).

Desde 1801 hasta 1855, las éli­tes políticas y económicas haitia­nas azuzaron seis intentos de ena­jenar el territorio dominicano a los fines de saciar sus desenfrena­dos apetitos de poder y riqueza, esfuerzos que se expresaron en in­vasiones militares a la parte este, una de las cuales se prolongó des­de 1822 hasta 1844, que a propó­sito este próximo 6 de noviembre se cumplen 176 años de la culmi­nación de ese bochornoso episo­dio en la historia dominicana.

A pesar de los esfuerzos de nuestros grandes héroes y de la vida cobrada de miles de compa­triotas en cada una de las intento­nas militares haitianas, un puña­do de gente cada día se hace de la vista gorda.

¿A quién ladran los perros? Lo que les voy a narrar ocu­rrió en medio del fragor de una campaña electoral de 2003. Llegamos poco después de las ocho de la noche al municipio de Sabaneta, en Santiago Ro­dríguez, a la casa del difunto dirigente peledeísta Dióscori­des Espinal.

Tenía una invitación para ce­nar y quedarme en la casa de una familia campesina que residían en Villa Elisa a orillas de la carre­tera que conecta a Navarrete con Montecristi. Para no dar una vuel­ta tan grande a esas horas de la noche, decidí cruzar directo por un camino vecina desde Saba­neta hasta Villa Elisa con el fin de evitar ir al cruce de Esperanza y tomar la vía principal que condu­ce a Villa Elisa. Después de toma­da esa decisión, no oculto que fue una temeridad porque es y sigue siendo un trecho despoblado y os­curo, muy peligroso.

A la casa de los amigos, me llevaron dos cosas: atender una cordial invitación de la familia de quedarme allá y degustar un chi­vo asado. Cumplido ese propósi­to, muy tarde de la noche nos fui­mos a descansar. A las dos o tres de la madrugada, escucho la jau­ría de una cantidad de perros que perseguía a personas.

Volví a tomar el sueño con la interrogante de a quién ladra­ban los perros. Por la mañana, mientras degustábamos un ca­fé hecho a la vieja usanza en co­lador de tela, pregunto a los an­fitriones sobre el ladrido de los perros.

–Eso ocurre todos los días de la semana. Resulta que una canti­dad de haitianos vienen caminan­do desde la frontera de Dajabón y Montecristi, llegan hasta el Cruce de Guayacanes donde jóvenes los esperan para llevarlos como rami­lletes de plátano para soltarlos en Santiago, por lo cual cobran por cabeza–respondió la señora.

Admito que ese testimonio lo escucho desde entonces, y mucho antes de eso la situación es el pan nuestro de cada día.

República Dominicana ha per­dido la batalla de opinión pública internacional y a nivel de organis­mos multilaterales y de las ONG que tienen mucho poder mediá­tico respecto al tema migratorio irregular de los haitianos por la frontera. Como nación, no hemos sabido liderar ese tema, de forma que en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), por solo citar ese espacio, haya una comprensión de nuestras rea­lidades en base a una estrategia de defensa de nuestros intereses y la visión que como país tenemos de las dos realidades.

Las organizaciones de la socie­dad civil que asumen un discur­so a su conveniencia no quieren reconocer al Estado dominica­no todos los esfuerzos que se han hecho a favor de Haití. Desde la acogida de cerca de un millón de haitianos en el territorio hasta los gastos incurridos en el Plan de Regularización Nacional de Ex­tranjeros (PNRE) con todas sus debilidades, un esfuerzo de los dominicanos que dejamos de in­vertir en educación y salud 1 mi­llón 300 mil pesos. Sin embargo, algunas entidades critican los cos­tos que debieron asumir las perso­nas para regularizarse. Calculan que unos 20 mil pesos por cabeza. La pregunta es: ¿qué país paga a indocumentados los costos de su estatus de regularización? Ningu­no. A dominicana quieren hacer­le pagar todo, cuando es el Esta­do haitiano el que ha sido incapaz de proporcionar documentos de identidad a sus ciudadanos.

Desde el año 2004, 12 mil mi­litares y policías investidos bajo la sombrilla de las Naciones Unidas tuvieron la misión de estabilizar Haití. Tras una prolongada esta­día de 13 años, hay más sombras que luces. Ese territorio permane­ce atrapado es una profunda crisis política, social y económica.

La propia Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha de reconocer el fracaso en su pro­pósito. Después de la salida de la Minustah no hay estabilidad, ins­titucionalidad, seguridad, ni el tiempo en que permaneció allí fue suficiente para entrenar una insti­tución que genere respeto.

Todo conocedor de la reali­dad haitiana concluye destacan­do que uno de los grandes erro­res cometidos por la comunidad internacional fue abolir de gol­pe y porrazo la única institución que funcionaba en Haití: las Fuerzas Armadas. Para no po­cos estudiosos, este cambio en las filas militares debió hacerse gradual.

Mientras esa realidad está ahí, más cercana de lo que muchos nos creemos, nuestras élites no terminan de asumir una política de Estado para defender la domi­nicanidad sin zaherir a un pueblo que históricamente ha sido una víctima.

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