Discurso íntegro de Joaquín Balaguer en 1970

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Santo Domingo, RDSanto Domingo

Joaquín Balaguer 1970

No es esta la ocasión adecuada para hacer un recuento de las obras realizadas por el Gobierno que hoy cumple el periodo constitucional para el cual fue electo el 1 de junio de 1966. En los mensajes leídos ante la Asamblea Nacional, el 27 de febrero de cada año, según lo exige la Constitución de la República, hemos expuesto, en forma pormenorizada, las conquistas obtenidas durante el lapso tanto en el orden social como en el económico, los dos aspectos en que ha sido más fecunda la obra de este Gobierno que no ha dejado pasar un solo día sin contribuir al crecimiento del patrimonio público con alguna realización llamada a satisfacer necesidades urgentes en las distintas localidades del país. Esa etapa de nuestra vida nacional queda, pues, reservada al juicio público que se juzgue tomando en cuenta las dificultades que ha sido necesario vencer para llevarla a cabo y el valor que quepa atribuirle como contribución al progreso nacional y como obra de reafirmación de la soberanía dominicana.

El proposito esencial de mi mensaje a las Cámaras Legislativas en esta oportunidad, cuando se inicia una nueva etapa constitucional en la vida del pueblo dominicano, no es, pues, pasar revista a lo que ya se ha realizado, sino anunciar y definir lo que nos proponemos hacer en los cuatro años venideros.

Nuestra primera tarea tendrá que encaminarse, como es lógico, a completar las obras que se hallan en proceso de construcción, muchas de las cuales son de interés básico para el desarrollo de nuestro país, tales como las presas de Tavera y de Valdesia, el canal Temporero de San Juan de la Maguana, la rehabilitación de la hoya del Lago Enriquillo, la reconstrucción y la nacionalización integral de la vasta zona de tierras fértiles adquiridas de la antigua Grenada de la Línea Noroeste, la rehabilitación de la Provincia de Azua con la serie de proyectos ya en ejecución por los terrenos ocupados anteriormente por el Sisal y por la Dominican Fruit, la modernización de las vías troncales y de las autopistas que se construyen en las principales zonas de la República a un costo de más de 50 millones de pesos, el alojamiento de nuestros centros escolares en edificios modernos y convenientemente equipados, la rehabilitación y ampliación de nuestro sistema de riego, y el perfeccionamiento gradual de la Reforma Agraria es un empeño decidido para infundir a esa serie de estructuras su configuración definitiva.

Terminar las obras aquí enumeradas constituye que sí solo un esfuerzo que está llamado a no pasar inadvertido en las páginas de la historia de los gobiernos que han hecho algo perdurable para mejorar la suerte del pueblo dominicano. Pero si a eso se limitara nuestra labor de gobierno en los próximos cuatro años, no tendría plena justificación la responsabilidad histórica que asumimos al aceptar una nueva postulación para seguir rigiendo los destinos de la República por un período igual al que hoy finaliza. Concluir las obras ya empezadas, algunas de las cuales se encuentran en su etapa final, es al fin y al cabo una tarea que pudo haber sido cumplida por un equipo de hombres distinto al que ha dirigido los destinos nacionales desde que se restableció en el país el proceso constitucional interrumpido en 1963.

Tampoco creo necesario referirme por segunda vez a las nuevas obras que el Gobierno proyecta llevar a cabo en el orden material en el próximo cuatrenio. En la campaña electoral recién pasada me referí ampliamente a ese aspecto del programa que tengo el propósito de llevar a cabo e hice inclusive una enumeración minuciosa de las obras básicas que me propongo emprender para satisfacer necesidades del país que no solo considero vitales sino también inaplazables. Estas obras comprenden en síntesis el mejoramiento y la ampliación de nuestros servicios sanitarios en la zona urbana y rural, la modernización y ampliación de nuestras instalaciones de agua potable, la construcción de canales de riego y la rehabilitación de los que se hallan ya en servicio, la apertura de nuevos caminos vecinales, la rehabilitación de nuestras principales zonas portuarias, la extensión de nuestros planes de viviendas a las zonas rurales, el ensanchamiento y la tecnificación de nuestra ganadería, la incentivación de nuevas industrias cuya materia prima proceda principalmente del sector agropecuario, la modernización de nuestras Fuerzas Armadas, no con el fin de aumentar sus efecticos sino de convertir nuestros institutos castrenses en cuerpos cada día más eficientes y mejor tecnificados, y la aplicación, en fin, de todos los recursos adicionales de que el Estado pueda disponer para ensanchar y mejorar las dos fuentes en que fundamentalmente se afinca la prosperidad nacional: la educación y la agricultura.

Ahora, en interés sobre todo de no incurrir en repeticiones ociosas, deseo limitarme a la obra que le Gobierno que hoy se inicia tiene el propósito de realizar en un terreno distinto al de las realizaciones puramente materiales. En la administración que hoy finaliza le hemos dado a éstas las preferencia que merecen por una razón obvia: la de la ley física que nos obliga a empezar, en la construcción de un edificio, por la fijación de los cimientos y la preparación del terreno sobre el cual deben levantarse sus líneas estructurales.

En el orden de las ideas a que ahora quiere referirme, empiezo por decir que creo que ha llegado el momento en que debemos reorganizar, sobre bases científicas, la Administración Pública nacional, incluyendo a los organismos autónomos, que forman parte del Estado y que operan, al igual que éste, con fondos del Erario público. El primer paso en ese sentido debe consistir en la organización y el saneamiento de los organismos que ejercen una función de fiscalización y de control sobre las finanzas estatales. Existe, en la administración actual, como en todas las que hemos tenido desde que en el país se reinstauró en hecho el sistema democrático, una falla capital, que reside principalmente en la forma en que desarrolla su labor y cumple atribuciones la Contraloría General de la República.

La mayoría de las oficinas públicas no rinden mensualmente, de acuerdo con la ley, los informes a que están sujetos tanto los departamentos de la administración central como los organismos autónomos que manejan fondos del Estado. Algunos de esos departamentos tienen varios años de atraso en el cumplimiento de ese deber ineludible. La responsabilidad de esa anomalía recae principalmente sobre la propia Contraloría General, debido a que esa oficina que no ha funcionado con la eficacia y la regularidad requeridas en un organismo de esa jerarquía y de esa importancia. En vez de cuarentidos inspectores, cantidad asignada en la Ley de Gastos Públicos, la Contraloría General de la Republica ha trabajado con solo veinticinco, razón por la cual no ha realizado todas las inspecciones y las auditorias que le han sido previamente solicitadas. Hasta tal punto ha llegado la desorganización imperante en la Contraloría General de la República, que se ha hecho ya general la práctica de que los organismos autónomos utilicen los servicios de auditores privados en vez de recurrir en cada caso al organismo oficial que ha sido instituido por la ley para las labores de esa naturaleza. El Instituto de Auxilio y Viviendas, el Instituto Nacional de la Vivienda, el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos, el Instituto Dominicano de Seguros Sociales, la Corporación Dominicana de Electricidad, la Oficina de Desarrollo de la Comunidad y el Consejo Estatal del Azúcar, han invertido en conjunto la suma de RD$123,397.25 en los últimos dos años en auditorías hechas por instituciones privadas.

Es, en consecuencia, necesario para el mayor adecentamiento de la Administración Pública, y para que no exista la menor sospecha en cuanto a la pulcritud con que los fondos del Erario Público son manejados por el Gobierno y sus organismos autónomos, que la Contraloría General de la República se reorganice con personal técnico adecuado y que se la ponga en aptitud de cumplir cabalmente su misión que es la de fiscalizar la contabilidad general del Estado y la de ejercer un control riguroso sobre el manejo de los fondos que pasan directa o indirectamente por las arcas nacionales.

Debo confesar sin reservas, que hay otros dos sectores de la Administración Pública de los cuales no estoy ni podría estar satisfecho. El Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos ha realizado en los últimos cuatro años una labor demasiado pobre si se tiene en cuenta la importancia de la tarea que está llamado a realizar para la promoción de nuestra economía. El Gobierno ha hecho cuanto ha podido para poner a ese organismo en condiciones de trabajo verdaderamente favorables. EN el periodo 1966-1967 fueron puestos a disposición del INDHRI fondos equivalentes a RD$3,644,214.00 del préstamo de 15 millones suscrito por el Gobierno Provisional y del préstamo de 25 millones firmado por el Gobierno pone a disposición del INDHRI la suma de 280 mil pesos, pero lo cierto es que esos fondos se han invertido principalmente en burocracia y en proyectos que han quedado unas veces inconclusos y otras veces no han dado los resultados que originalmente se previeron por falta de capacidad técnica unas veces y por falta en otras ocasiones de espíritu de laboriosidad y de empuje constructivo. Podría citar, entre las fallas más voluminosas del INDHRI, el caso de Villa Vásquez, donde le Gobierno invirtió, de sus propios fondos., la suma de RD$1,069,200.00, sin que esa obra de rehabilitación haya dado hasta ahora resultados realmente positivos. A veces los proyectos preparados por ese organismo técnico han adolecido de errores capitales que se han traducido en pérdidas de consideración para la economía dominicana. El caso más reciente en ese sentido fue el del desvío del río Yuna mediante una confluencia artificial con el río Barracote, en las inmediaciones de Agua Santa. El fracaso de esa obra expone a la salinización una vasta área de tierra fértil y amenaza en convertir en una ciénega una porción que hasta hace poco fue utilizada por los agricultores de esa zona de la Provincia Duarte como uno de nuestros prósperos centros de producción arrocera.

El INDHRI tiene que cambiar de política y convertirse en los próximos cuatro años en uno de los puntuales de nuestra economía, gracias a la rehabilitación de nuestros canales de regadío y a la adopción de un plan metódico para que los trabajos de mantenimiento que se emprendan no sean luego abandonados por desidia o por falta de una inversión cuidadosa de los recursos que el Estado ponga a disposición de ese organismo.

La misma crítica merece el Instituto de Crédito Cooperativo, IDECOOP, cuya política errática y mal planificado ha dado lugar al fracaso de la mayor parte de las cooperativas que se han organizado desde que esa institución se creó hasta el momento presente. Los índices de recuperación de los fondos puestos a disposición de la mayoría de esas cooperativas son casi imperceptibles. Del empréstito hecho por el Gobierno Provisional y del que suscribió con la Agencia Internacional para el Desarrollo el actual Gobierno, el IDECOOP manejó la suma de $3,321,025.80, la cual prácticamente fue dilapidada.

Ha habido una mala dirección en el IDECOOP y la administración de los fondos puestos a disposición de ese organismo ha dejado mucho que desear, no precisamente porque se pueda acusar a sus consejos directivos de corrupción sino más bien de incurria o de falta de capacidad técnica verdadera. Ha llegado también para el IDECOOP el momento en que ese organismo cambie de rumbo e inicie la política más práctica y más atenta a los intereses legítimos del productor dominicano.

Otros Departamentos oficiales, en cambio, han cumplido en la etapa que hoy finaliza una labor no óptima pero sí en muchos aspectos satisfactoria. Cumplo con un deber de conciencia al incluir, entre esos sectores de la Administración Pública, a la Secretaría de Estado de Agricultura, a la Secretaría de Estado de Obras Públicas y Comunicaciones y al Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados.

El Departamento de Salud Pública y Asistencia Social ha sido eficientemente dirigido, pese a los factores adversos con que ha sido tropezado su labor en el orden económico y al crecimiento violento que ha experimentado la población dominicana, sobre todo la de los sectores más menesterosos que son precisamente los que más requieren de la asistencia y de la atención de las autoridades sanitarias. Las clínicas rurales abiertas en la mayor parte de las localidades del país están cumpliendo una misión de enorme alcance para la salvaguarda de la salud de nuestras clases campesinas. En algunos aspectos se han alcanzado plenamente las metas ambicionadas, como en el caso de la erradicación de la malaria y de la lucha contra las principales enfermedades endémicas del campo dominicano.

La Secretaría de Estado de Agricultura, a su vez, no obstante la tremenda sequía que le país sufrió durante casi dos años consecutivos, ha logrado éxitos espectaculares en algunos sectores de producción y ha llevado a cabo en muchos otros una labor esencialmente revolucionaria que se ha traducido en aumentos apreciables de nuestra capacidad de producción y ha llevado a cabo en muchos otros una labor esencialmente revolucionaria que se ha traducido en aumentos apreciables de nuestra capacidad productiva. Las campañas para la renovación de las plantaciones de café y de cacao se encaminan hacia logros que garantizan al país un porvenir halagüeño en la extensión y el mejoramiento encomiástico merece lo que ese Departamento ha hecho en beneficio del trabajo y en la introducción de nuevas variedades en el campo de la producción arrocera.

La Secretaría de Estado de Obras Públicas y Comunicaciones, aunque invalida de personal no siempre idóneo y aunque el equipo de que dispone no es todo lo eficiente que sería de desear, ha trabajado, sobre todo en los dos últimos años, con celo y eficiencia. Basta uno solo de esos trabajos, el de la autopista Santiago-Navarrete, para hacer a la Secretaría de Obras Públicas acreedora a este reconocimiento que el tributo sin reservas como un acto elemental de justicia. Se ha podido advertir en los últimos meses, en las labores de ese departamento crucial de la Administración Pública, el empeño de introducir nuevas técnicas llamadas a mejorar sensiblemente la calidad de las obras que se ejecutan en el país tanto bajo el sistema de administración como bajo el régimen de contratos intervenidos entre el Estado y los particulares. En la autopista Santiago-Navarrete se ha hecho uso de un material de base muy superior al que usó la Elmhurst en el tramo comprendido entre Santo Domingo y Santiago de la autopista Duarte. Un procedimiento similar, consistente no solo en el empleo de materiales de mejor calidad y en estudios más detenidos de la mecánica de suelos, se está utilizando en la construcción de las avendrías que actualmente se construyen en la capital de la República, tales como la prolongación de la Avenida Sarasota, de la Bolívar y de la 27 de Febrero.

Otros Departamentos, como el de Relaciones Exteriores y el de Finanzas, han cumplido una labor que es justo incluir entre las más sobresalientes del cuatrenio que hoy termina. Aunque su labor se desenvuelve en un campo menos perceptible para las grandes mayorías, han llenado su cometido con brillantez y altura excepcionales.

Entre las autonomías creadas en 1962, la que se acordó a INAPA es tal vez la que ha funcionado en hecho de manera más satisfactoria. Técnicamente es sin lugar a duda el mejor dirigido de nuestros organismos autónomos y el que ha hecho hasta hoy a escala nacional una labor más positiva.

Otro paso de avance que no puede postergarse es el de la abolición de las rutinas dentro de las cuales hemos vivido y actuado desde que se fundó como entidad jurídica el Estado dominicano, mediante la creación de la Carrera Administrativa. No creo que en este campo estemos en aptitud de lanzarnos a la implantación de reformas radicales en forma apresurada. Pero sí se impone ya la necesidad de que la Administración Pública se desvincule gradualmente de la política y de que los servidores del Estado y de sus organismos autónomos ofrezcan, en compensación al beneficio de la inamovilidad en sus cargos, todas las garantías de idoneidad, de eficiencia y de pulcritud profesional que los distingue en los países en que la organización que tenemos en vista ha sido ya realizada.

La Oficina Nacional de Administración y Personal del Gobierno ha elaborado un plan que contempla, de acuerdo con el criterio ya expuesto, el cual he tenido ocasión de sustentar en cuantas oportunidades se me han ofrecido de referirme a este tema, la implantación gradual en el país de la Carrera Administrativa. Es propósito del Gobierno que hoy se inicia tomar las medidas necesarias para empezar la implantación de ese proyecto, una vez convertido en Ley de la Nación, en aquellas ramas de la Administración Pública que exigen necesariamente, por la naturaleza misma de sus funciones, cierto grado de experiencia y de preparación técnica en los servidores públicos, aún los de más baja categoría. Me refiero al personal de todas las oficinas recaudadoras, tales como el del Servicio Aduanero, el de Rentas Internas y el del Impuesto sobre la Renta. Al lado de estas dependencias administrativas, sobre los hombres de cuyos integrantes descansa en gran parte la responsabilidad del mantenimiento y el progreso de todos los servicios públicos, hay otras, sin duda más modestas, pero también de gran importancia no solo por la utilidad de la labor que realizan sino también por la abnegación y por los bajos sueldos con que siempre se han remunerado las funciones que les son privativas. Aludo ahora a los servidores del Departamento de Telecomunicaciones y a los de la Oficina Nacional del Catastro.

La Ley de Austeridad, vigente desde que se instaló el Gobierno que hoy cumple el mandato que se le confirió el 1 de julio de 1966, vence en esta misma fecha. Nuestra intención no es prolongar ese instrumento que ha sido tan útil para la recuperación de la economía dominicana. Los aspectos fundamentales de esa legislación cesarán, pues, desde hoy, en lo que respecta a la congelación de los salarios de los trabajadores, medida impopular que ha servido de base, sin embargo, para la recuperación que hoy se advierte en el campo industrial con el nacimiento de muchas empresas que han podido iniciar sus actividades gracias al clima de armonía entre obreros y patronos que se creó al eliminar una de las fuentes que con más frecuencia perturbaban las relaciones obrero-patronales.

Los sueldos de los servidores público, en cambio, no podrán ser aumentados sino gradualmente de acuerdo con un plan que el Gobierno se propone cumplir en los próximos cuatro años y que estará fundado en un orden de prioridades impuesto tanto por el alza del costo de la vida como por la necesidad de que ciertos servicios públicos sean eficientemente desempeñados por un personal del costo de la vida como por la necesidad de que ciertos servicios públicos sean eficientemente desempeñados por un personal moral e intelectualmente más idóneo. Los sueldos de los jueces se mejorarán a partir de la Ley de Gastos Públicos de 1971 porque es urgente que la justicia nacional cuente con servidores de mayor jerarquía ética que no se vean constreñidos a prostituir su misión a causa de los bajos sueldos que perciben y a la imposibilidad en que muchas veces se hallan de satisfacer algunas de sus necesidades más elementales. La clase médica ha empezado ya a ser atendida y es propósito del Gobierno continuar el plan con que se empezó a favorecer a esos servidores el Departamento de Obras Públicas que laboran en lagunas secciones técnicas esenciales para la ejecución y la fiscalización de las obras que realiza el Gobierno. Pero los que a nuestro juicio deben merecer un tratamiento prioritario de mayor urgencia son los servidores del Gobierno que laboran en las oficinas recaudadoras, principalmente en las Aduanas, en Rentas Internas y en el Impuesto sobre la Renta. Es necesario no solo premiar la labor de este personal abnegado de cuya honradez y eficiencia depende en gran parte el sostenimiento de los servicios públicos y, en consecuencia, la parte del plan de desarrollo que compete al Gobierno, sino también ponerlo a cubierto de las tentaciones a que a menudo se ve expuesto por parte de los especuladores debido a la exigüidad del sueldo con que el Estado remunera sus servicios.

Hay otro lastre del cual debe ser desembarazada la Administración Pública en los próximos años: el centralismo. Muchas veces se tilda al que habla de haber favorecido esa tendencia de tipo autoritario y de haber acumulado en sus manos atribuciones que en realidad corresponden a funcionarios de menor jerarquía. El hecho es cierto si se le circunscribe a la elaboración y a la ejecución del presupuesto nacional. La única centralización que yo he promovido en mis cuatro años de ejercicio del Poder Público, es la del control y el manejo de los fondos presupuestarios. Lo he hecho así y lo seguiré haciendo así mientras ocupe el Palacio Nacional, porque estoy convencido de la necesidad de esa práctica para impedir que en la Administración Pública se mantengan vicios tan odiosos como el de la dilapidación y el mal uso con que a menudo se manejan los fondos del Estado, como el de la concesión de contratos para la ejecución de obras públicas mediante prebendas y comisiones que conspiran no solo contra el crédito del Gobierno sino también contra la propia calidad de las obras ejecutadas, y como el del estancamiento, en fin, a que el progreso del país se vería expuesto, en épocas de estrechez económica como la actual, en vista de que los recursos de que el Gobierno dispone no alcanzan, al término de cada ejercicio fiscal, para cubrir todas las llamadas cargas fijas y realizar al mismo tiempo las obras impuestas por la imperiosa necesidad en que estamos de que nuestro desarrollo se lleve a cabo en todos los órdenes a un ritmo cada días más acelerado.

Pero fuera del control directo y personal del presupuesto de la Nación, lo cierto es que el Gobierno que he presidido se ha empeñado en que los jefes de departamentos ejerzan a plenitud sus atribuciones y actúen con responsabilidad en el ejercicio de las mismas. Si no se ha obtenido en muchos casos esa descentralización no es por culpa del titular del Poder Ejecutivo, sino más bien por la tendencia de nuestros funcionarios a eludir la cuota de responsabilidad que a todos los integrantes de un gobierno les corresponde en cuanto al ejercicio de las atribuciones que les son específicamente asignadas. La práctica aquí, sin duda heredada de un pasado del cual no hemos podido independizarnos totalmente todavía, es la de descargar en el Presidente de la República la responsabilidad de todo lo malo que se hace en el Gobierno, aun cuando cada funcionario tenga el cuidado de atribuirse con frecuencia todo lo bueno que se haga en el país a través de cualquiera de nuestras dependencias administrativas. Esa práctica consuetudinaria se ha generalizado tanto que siempre, cuando se cancela a un empleado, la cancelación se atribuye al Presidente de la República, pero cuando se le nombra, el nombramiento se atribuye a la recomendación encaminada al Poder Ejecutivo por el jefe departamental correspondiente.

No existe, en conclusión, verdadero centralismo en la administración presente. Lo que hay, eso sí, es irresponsabilidad en muchos funcionarios públicos que por apatía o por falta de rectitud profesional, desempeñan sus cargos con sujeción a una norma política esencialmente descolorida y rutinaria.

Paso ahora a analizar las críticas que se han hecho, algunas con intención dañina, y otras, aunque las menos, con ánimo constructivo, a la gestión del Gobierno cuya primera etapa de cuatro años finaliza en esta fecha histórica.

El reparo que con más frecuencia se ha hecho a ese período de Gobierno es el de que nos hemos preocupado más por la rehabilitación económica del país que por la adopción de una política agresiva de verdadera promoción humana.

Es obvio que no se alude, al formular esa crítica contra el Gobierno, a aquellos aspectos de la justicia social que obedecen en cierto modo a fines asistenciales. La política de viviendas para personas de escasos recursos que se ha practicado en los últimos cuatro años, no tiene precedente en la historia dominicana. Tampoco se habían concedido nunca en el país, en proporciones tan extensas, las ayudas destinadas a familias menesterosas. En ningún otro momento de nuestro acontecer convulsivo se han repartido tantas parcelas entre agricultores de escasos recursos ni se han obsequiado tantas máquinas de coser, tantos instrumentos de trabajo para artesanos sin posibilidades económicas, y tantas sillas y piernas artificiales para inválidos en las zonas urbanas y en las áreas rurales. Pero ese aspecto de la justicia social, condenado en términos tan peyorativos por los economistas y los planificadores modernos, carece en realidad de valor cuando la obra de un gobierno se sitúa, para evaluarla, en un nivel científico, aunque es justo reconocer que no carece de importancia no posee vida económica propia o sufre los rigores de la desocupación forzada.

La primera obra de promoción humana que necesita el país es la de la eliminación del desempleo. Es esa la falla de economía nacional que más afecta a nuestra clases necesitadas. Pero para la extinción de esa falla de nuestra organización económica, se requiere que el país alcance el grado de desarrollo correspondiente a su densidad demográfica, tarea que no solo compete al Estado sino que atañe también, en mayor grado todavía, al conjunto de actividades que en cada país son puestas en movimiento por la iniciativa privada.

Para favorecer la expansión económica y atenuar el desempleo, el Gobierno ha acordado al comercio y a la industria incentivos suficientes y es gracias a ellos que hemos podido asistir, en los últimos cuatro años, al nacimiento de nuevas industrias y a la revitalización de otras que hoy operan con resultados cada día más prometedores. Con ese mismo fin se ha propiciado el establecimiento en nuestro territorio de empresas de gran importancia, como la Falconbridge y las que operan en la zona franca de La Romana, las cuales utilizan actualmente miles de obreros que antes permanecían desocupados. El propio Gobierno ha emprendido en gran escala numerosas obras públicas que ofrecen también al obrero nacional oportunidades de empleo en forma constante y suficientemente remunerativa. Tal es el caso de los planes de viviendas que realiza en diferentes localidades del país el sector público, de los canales de riego, de los puentes, de las carreteras y hasta de las propias avenidas y otros trabajos de la misma índole que se ejecutan en las principales ciudades del país y que tienen la virtud, aunque muchos las califican de mala fe de obras suntuarias, de absorber gran parte de nuestra mano desocupada. Otras empresas de gran magnitud, como la refinería de petróleo, contratada con la firma inglesa Shell Internacional Petroleum Company, ofrecerán nuevas oportunidades de empleo en los próximos meses al obrero dominicano. En ese camino, presionado por la necesidad de proporcionar ocupación a los dominicanos que carecen de medos de subsistencia, hemos inclusive actuado con demasiada tolerancia permitiendo que la burocracia nacional aumente desconsideradamente en perjuicio de los planes de desarrollo económico que ocupan el primer rango en las urgencias del país que se pueden calificar de inaplazables.

Pero mientras no dispongamos de una industria suficientemente desarrollada para proporcionar ocupación remunerativa a los dominicanos que cada año afluyen a nuestro escuálido mercado del trabajo, tenemos que admitir que el fenómeno de la hipertrofia burocrática, propio de todos los estados modernos, se mantenga aunque sea a costo de nuestro desarrollo inmediato.

Un proyecto de promoción social que el Gobierno iniciará a partir de 1 de enero de 1971, cuando entre en vigencia la nueva Ley de Gastos Público, es el aumento de los sueldos de todos los servidores del Estado que reciben una remuneración por debajo de los RD$100.00 mensuales y que son los que sufren en su gran mayoría el rigor de las consecuencias de la espiral inflacionaria en que se halla hoy envuelta la mayor parte de los países del mundo.

Pero este aumento lo recibirán los servidores públicos en bonos que les servirán para la adquisición de sendas viviendas en la Capital de la República y en las distintas localidades del país. Hay actualmente 40 mil empleados públicos, entre civiles y militares, que perciben sueldos menores de RD$ 100.00 mensuales. El plan que el Gobierno se propone llevar a cabo consiste en la construcción de 5 a 10 mil viviendas anuales, dotadas del confort necesario, pero de un valor mínimo de que oscilará entre RD$1,500.00 y RD$1,800.00 por unidad.

Un plan social, por ambicioso que sea en cuanto al mejoramiento de los salarios de los servidores del Estado, no cumpliría realmente su objetivo si no se destina a dar satisfacción a la primera necesidad de una familia que es la de la vivienda. La mayor parte de nuestros empelados invierten una porción considerable de sus sueldos en el pago de alquileres que solo les permite vivir sórdidamente en casas subdivididas en piezas que se distribuyen entre las familias de escasos recursos que se ven obligadas a vivir en esas condiciones precarias. Un aumento en los sueldos de los pequeños servidores públicos, daría solo lugar a que en el país se consumiera más ron, se vendieran más quinielas o se aumentaran las apuestas en las carreras de caballos. En cambio una casa, medio del alquiler de un empelado modesto paga mensualmente, permitirá al servidor público vivir más cómodamente, en un ambiente más propicio para la educación y para la salud de sus hijos, y dotar a su familia de un bien permanente que no está llamado a disiparse en vicios o en diversiones pasajeras.

Entiendo, pues, que a lo que se quiere aludir, cuando se censura al Gobierno por no haber hecho la obra de promoción humana que la situación del país requiere, es lógicamente a la supuesta timidez con que hemos afrontado hasta ahora el grave problema del cambio que se impone en nuestras estructuras tradicionales. La impaciencia revolucionaria, exacerbada, justo es reconocerlo, por la situación deplorable en que se debate la mayoría de nuestra población, desprovista no solo de alimento material sino también del derecho que tiene a recibir del Estado el pan de la enseñanza primeria, clama por una política social más dinámica y abiertamente más agresiva. En respuesta a esas críticas he insistido siempre en el señalamiento del hecho incontrovertible de que no puede haber verdadera justicia social donde no hay prosperidad económica donde no hay desarrollo.

El único cambio de fondo que es posible introducir en nuestras estructuras es el relativo al status de la tenencia de la tierra mediante una reforma agraria intensiva. Hay dos formas para llevar a cabo ese proceso de transformación del agro nacional: la distribución inmediata de todas las tierras hábiles para el cultivo entre agricultores de escasos recursos, lo que daría lugar a una devastación de proporciones insospechadas de nuestra riqueza agrícola, y la ejecución gradual de ese proceso para impedir que las tierras que hoy tenemos en producción se conviertan súbitamente en áreas improductivas. El arrasamiento de las tierras ha sido un fenómeno inevitable de todos los países en que se ha seguido el sistema de la modificación drástica del status legal de la tierra bajo el impacto de la violencia revolucionaria impremeditada.

Nuestra Reforma Agraria adolece todavía de muchas fallas porque el Gobierno no dispone de recursos bastantes para dar la atención debida a todos los proyectos que se han iniciado en la mayoría de las Secciones del país. Pero hemos avanzado y seguimos avanzado en ese campo, pese a la exigüidad de ese factor esencial, tanto mediante la aceleración del proceso de los simples repartos de tierra, sobre todo en las regiones de la República que se hallan más densamente pobladas, como en la conducción científica de algunos proyectos que podrían exhibirse como modelos en ese campo de las actividades sociales. Bastaría citar como ejemplos lo que la Reforma Agraria ha hecho en el Limón del Yuna, en la Provincia Duarte; en la Estrella, en el Distrito Nacional; en Nisibón, en el Municipio de Higüey; en el antiguo Sisal y ene los viejos terrenos de la Dominican Fruit, en la Provincia de Azua; y el que ya ha empezado a hacerse en las zonas que pertenecieron a la Grenada en la Línea Noroeste.

Nada hay para el Gobierno actual más atrayente que la Reforma Agraria, el más importante a mi juicio de todos nuestros procesos sociales. Pero yo me sentiría satisfecho si al final del periodo que hoy se inicia podemos entregar a quienes nos sucedan en la responsabilidad de dirigir los destinos de la República, siete u ocho proyectos que funcionen a cabalidad y que representen un verdadero progreso social para nuestras clases campesinas en zonas hasta ayer improductivas o solamente explotadas para beneficio del latifundismo criollo o de la inversión extranjera.

Debo anunciar, sin embargo, que esa no es la única meta del Gobierno que hoy comienza en lo que respecta a los cambios que se imponen en el actual status de la tenencia de la tierra en la República Dominicana. Una de las medidas cuya adopción propondré al nuevo Congreso Nacional, será en este sentido la de la adquisición por el Gobierno, para su incorporación a la Reforma Agraria, mediante una emisión de bonos del Estado, de todas las tierras baldías que hay en el país y cuya existencia no se traduce en ningún beneficio, por mínimo que sea, para la economía dominicana.

En algunos países latinoamericanos las leyes agrarias consagran impuestos considerables para ese tipo de propiedades rurales. En este un medio de compeler a los propietarios de esos predios a explotarlos o a facilitar su adquisición por el Estado en condiciones más o menos favorables. Pero en nuestro país, dado el carácter explosivo que tiene nuestro crecimiento demográfico y la urgencia que reviste la solución del problema del éxodo más expedito y más práctico es el de la adquisición inmediata de esas tierras para que los campesinos sin recursos obtengan siquiera de ellas sus medios elementales de subsistencia.

La experiencia de los últimos cuatro años demuestra que el Estado Dominicano, gracias a una buena administración de sus fondos y a una eficaz organización de su sistema impositivo, ha readquirido la confianza pública hasta el punto de que su crédito puede considerarse ya como definitivamente restaurado tanto en el ánimo del contribuyente que paga voluntariamente sus impuestos en el de la inmensa mayoría de las fuerzas vivas de la Nación. Los bonos que el Gobierno emitió en 1967 para la cancelación de la Deuda Pública Interna, han tenido resultados tan satisfactorios que ya no es una empresa imposible la colocación de esos títulos de crudito entre inversionistas nativos o extranjeros. Ya es factible la emisión de 50 o 100 millones de pesos en bonos para destinarlos a la Reforma Agraria. Con el pago efectivo y regular de los intereses y con el establecimiento de un servicio adecuado de amortizaciones, asegurados por una sólida solvencia administrativa y una buena recaudación de los tributos fiscales, puede obtenerse fácilmente el concurso del capital privado para la realización de una obra que no solo nos permitiría hacer efectiva una política social avanzada, sino también preservar nuestro porvenir y nuestro desarrollo económico dentro del orden, acelerando la eliminación de las causas que producen en la mayoría de la población los desequilibrios y las insatisfacciones sociales. Las personas que viven más bien de ese capital explotado a través de un contrato de arrendamiento generalmente lesivo, quedarán entonces libres de dedicar a oras empresas de mayor provecho sus energías productivas. Lo ideal sería que nuestros terratenientes actuales, con la sola excepción de los que se dedican a la ganadería y otras actividades del mismo género que requieren el empleo de recursos de consideración en grandes extensiones de tierra, canalizarán su espíritu de iniciativa hacia el desarrollo industrial, para que gracias a su intervención en ese campo, nazcan en el país las fábricas de todo género que necesitamos para incorporarnos al progreso y ser cada día un pueblo que dependa más de sí mismo que de la manufactura extranjera. Para los propios dueños de las grandes extensiones de tierras dedicadas al cultivo de arroz, del plátano, etc., la transferencia de su capital del campo de la agricultura al de la industria, podría constituir a la larga un medio de preservación de su fortuna ya que el mundo avanza necesariamente hacia la justicia social y ya constituye un fenómeno inevitable la aplicación en todas partes del principio de que la tierra es para quien la trabaja.

Otra providencia que me propongo incluir, como parte de una reforma agraria más activa y más dinámica, es la de la reforma del artículo 70 de la Ley 5882 de fecha 29 de marzo de 1962, para aumentar la porción que el propietario del fundo que se beneficie con un canal de riego construido por el Estado deba suministrar al Gobierno, a título de plusvalía, para su incorporación a la reforma agraria. Esta reforma es particularmente importante si se tiene en cuenta que las presas de Tavera y Valdesia se hallan ya en avanzado proceso de construcción y que pronto serán una realidad para los agricultores de dos de nuestras regiones agrícolas más productivas.

La mayoría de los canales de riego del país han sido hechos por el Estado y su sostenimiento se hace principalmente con fondos del Erario Público. El producto de las tarifas de agua, establecidas por diversas leyes aún vigentes, algunas sancionadas por Acuerdos internacionales, producen sumas tan insignificantes que no pueden tomarse en cuenta ni deben en ningún caso servir de justificación para el manteamiento del viejo status que prevalece en ese aspecto en el régimen de la tenencia de las propiedades rurales.

Toda la superficie irrigable, principalmente las que se destine al cultivo del arroz y de otros artículos de primera necesidad, deben pasar gradualmente a manos de nuestros agricultores sin recursos para que en ese campo se elimine totalmente el latifundismo y se instaure un sistema de justicia social que responda a la realidad de un país en que la tierra constituye la base principal del desarrollo.

Otra reforma que se impone ya es la de la definición y limitación del latifundio. Es obvio que en un país donde la tierra irrigable o simplemente apta para una agricultura remunerativa, es extraordinariamente limitada, no es justifica que un hombre o una misma familia posea propiedades rurales que abarquen la mayor parte de una Provincia y, en algunos casos, de varias Provincias a la vez. Los dueños de esas tierras tienen que mostrarse comprensivos. El mundo avanza hacia una revolución social que pone en peligro nuestra propia civilización. Todo lo que se oponga sistemáticamente a esa especie de diluvio universal, será necesariamente arrasado. Lo inteligente y lo sensato, en consecuencia, sería adelantarse a esa catástrofe e impedirla hasta donde sea posible con los recursos de que disponen las sociedades organizadas en el mundo de nuestros días. Es evidente que la mentalidad del dominicano está cambiando y que ya ha hecho en ese terreno progresos dignos de atención. Justo es reconocer el mérito que corresponde en esa transformación a la Iglesia Católica. La actitud responsable asumida por algunos sacerdotes, ha contribuido a abrir los ojos de muchos que se obstinaban en mantenerlos cerrados. Es lástima que algunos hombres de sotana se hayan dejado seducir por la propia belleza de la causa que han abrazado u que hayan incurrido y sigan incurriendo en excesos que no favorecen sino que más bien afectan sensiblemente el programa emprendido para la eliminación gradual de la más hiriente y más protuberante de nuestras injusticias sociales. Pero el ejemplo de Juan XXIII y su actual sucesor en la Silla de San Pedro, patrocinadores de una justicia social que se lleve a cabo en el mundo por medios pacíficos y con proscripción absoluta del fuego y de la violencia, nos ayudará a salvarnos como en una especie de arca de Noe, si nos decidimos a embarcarnos con resolución en un proceso avanzado de justicia social, único medio a nuestro alcance si es que queremos sobrevivir al desbordamiento de las aguas que amenazan con arrasar en todos los Continentes lo que aún queda en nuestras sociedades de orden jurídico, de paz estable, de equilibrio social y, en una palabra, de civilización cristiana.

Otra falla que a menudo se atribuye al gobierno que hoy termina su primer mandato constitucional, es la de la supuesta corrupción que existe en la Administración Pública. Rechazo enérgicamente esa crítica aunque admito que no todo en ese aspecto es satisfactorio en los organismos que dependen del Estado ni menos aún de los que funcionan con alguna independencia o con plena autonomía. No exista en el país, como muchos lo insinúan maliciosamente con fines de partidarismo político, la corrupción administrativa propiamente dicha. No es cierto que exista o haya existido en algún momento durante el presente régimen, lo que podría propiamente denominarse robo o malversación de los fondos del Erario público. El presupuesto de la Nación es controlado por mí personalmente y de las arcas del Estado no puede salir un céntimo sin que el que habla lo autorice. Todas las puertas por las cuales pueda salir ilícitamente una erogación de ese género se hallan celosamente vigiladas.

Por sí existe y sería infantil negarlo para encubrirlo con un manto de silencio, el fenómeno casi universal del pequeño soborno que aquí se denomina popularmente “macuteo”. Para que un expediente camine en una oficina pública o para que un aspirante a un empleo o a un empleo o a un contrato se le facilite el acceso al funcionario que debe finalmente otorgarlo, o para que a una persona se le haga justicia en el avalúo de sus reclamaciones cuando tiene asuntos sujetos a controversias pendientes con algún departamento del Estado, siempre hay que tener en cuenta la intervención del intermediario, de alta o baja jerarquía, que trata de obtener beneficios ilícitos a costa tanto del solicitante como del propio Estado. Igualmente frecuente es el hecho de que empleados, generalmente de ínfima categoría, que están llamados, en cumplimiento de las atribuciones que les son privativas, a cobrar un impuesto, a tasar una propiedad inmobiliaria o a facilitar la exoneración de una carga impositiva, perciban alguna dádiva con la promesa de favorecer, a expensas del Erario Público, a la persona o a la entidad interesada. Pero estas son menudencias que no prueban la corrupción de un Gobierno sino que son más bien indicios de la desintegración moral de una época. La prueba es que esos hechos existen hoy en todas las administraciones del mundo y que a ese tipo de corrupción no son extraños ni siquiera los países que han establecido y que practican la carrera administrativa en forma más rigurosa.

Tampoco puede negarse que existe, en proporciones todavía más escandalosas, cierta corrupción en la administración de justicia. Cosas que antes eran inconcebibles, con lo es la venalidad de un juez, se han visto en nuestros tiempos, pero por eso no puede juzgarse a un Gobierno ni se puede calibrar a toda una administración. Una cosa es la corrupción administrativa y otra la corrupción social, existente hoy en día hasta en la institución de la familia, resquebrajada por la insubordinación de los hijos contra la patria potestad y por costumbres en extremo licenciosas. De esa ola de paganismo, de aberración patológica y de sensualidad, no exento nada en el mundo contemporáneo, y es lógico que sus salpiques lleguen hasta a esferas que habían permanecido inmunes a esos males, propios de una cultura en decadencia que aparece por todas partes manchada por los verdores de la descomposición.

Otra de las críticas que se han hecho a la administración recién pasada es la de que no se ha tenido en cuenta, al formular su política de promoción económica, un orden de prioridades y una planificación científica en la realización de las obras de infraestructura que se han realizado en el país desde el 1 de julio de 1966 hasta esta fecha. Siento discrepar de ese punto de vista. Es éste, por el contrario, el único de nuestros gobiernos que ha dirigido la Administración Pública de acuerdo con un plan que tal vez no sea rigurosamente científico, porque ha tenido que llevarse a cabo en circunstancias particularmente anormales, pero sí ha obedecido a una planificación rigurosa.

Debo en primer término aclarar, en defensa de la política seguida en este orden de ideas por el Gobierno, que todos Acuerdos de carácter internacional suscritos hasta hoy y toda la ayuda extranjera que hemos solicitado, han obedecido al propósito de aplicar esos fondos a inversiones de desarrollo y no a atenciones presupuestarias. Cada uno de los dólares recibidos a través de la Agencia Internacional para el Desarrollo, a través del Banco Interamericano de Desarrollo y a través de otras instituciones internacionales de crédito, se ha aplicado a obras llamadas a impulsar el progreso del país según un orden de prioridades, minuciosamente discutido con técnicos extranjeros y nativos altamente calificados. De las sumas puestas a disposición del Gobierno en virtud de esos Convenios de carácter internacional, se ha invertido en programas de promoción agrícola la cantidad de 11,700,000; en créditos supervisados a través del Banco Agrícola se ha distribuido la cantidad de $2,400,000; en la rehabilitación de canales de riego se ha aplicado, a través del Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos, valores ascendentes a $4,840,000; en estudios de factibilidad, evaluación de proyectos y asistencia técnica, la inversión alcanza aproximadamente a la suma de $5,000,000; el Instituto Agrario Dominicano ha recibido, en virtud de los préstamos obtenidos dentro de la política de ayuda de la Alianza para el Progreso, la suma de $2,627,000; el Instituto Crédito Cooperativo, IDECOOP, ha obtenido de esos mismos préstamos, valores equivalentes a $3,321.025.80; la Secretaría de Salud Pública y Asistencia Social, la Secretaría Educación, Bellas Artes y Cultos, el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados, la Universidad Católica Madre y Maestra, el Instituto Superior de Agricultura, etc., han recibido un conjunto préstamos ascendentes a varios millones de dólares para sus programas de desarrollo en sus campos respectivos.

La suma de $30,975.258.00 recibida en virtud de la Ley destinada por los Estados Unidos a la concesión de préstamos de financiamiento para la importación de productos agrícolas, se ha invertido casi totalmente en el campo educativo y en el sector agropecuario.

El Gobierno que hoy cumple su primer período constitucional no ha comprometido, pues, la economía del país con un solo dólar obtenido a título de préstamo para aplicarlo a balancear el presupuesto o a otras obras que no sean rigurosamente prioritarias. Del presupuesto nacional se ha aplicado la suma RD$17,138,786.00 como contrapartido para hacer posible la negociación de esos acuerdos destinados a promover nuestro desarrollo social y económico.

Bastan estas cifras para demostrar que la crítica que se hace al Gobierno cuando se le acusa de gastar los fondos del Erario Público en obras que no son rigurosamente productivas, no es una crítica patriótica ni bien intencionada. Pero podemos ir más lejos todavía para rechazar esa censura que ha adquirido en los labrios de algunos de los opositores del Gobierno el tono de una verdadera diatriba. Este Gobierno el tono de una verdadera diatriba. Este Gobierno no ha hecho malecones, ha inaugurado estatuas, ha construido fuentes y jardines, etc.,pero también está haciendo a Valdesia y está levantando en Tavera el primer monumento que se ha erigido hasta ahora en el país para plasmar en acero y en cemento el ideal de la prosperidad dominicana. Hemos construido autopistas de cemento y de hormigón asfáltico y estamos tendiendo sobre los principales ríos del país puentes monumentales, pero lo hacemos con fondos del presupuesto nacional que nos permiten no solo construir obras vitales para nuestro desarrollo sino también que dejan residuos o pequeños superávits, aprovechables para esas obras a las que despectivamente se clasifica de improductivas o suntuarias.

Otra crítica dirigida acerbamente contra la etapa de gobierno que hoy expira, es la de la supuesta represión oficial contra los opositores y el poco respeto que merecen a las autoridades los derechos inherentes a la personalidad humana. Esa diatriba se ha convertido en el caballo de batalla contra el Gobierno y fue, durante la pasada campaña electoral, el punto sobre el cual concentraron la mayor parte de sus sarcasmos los enemigos de la candidatura que salió al postre triunfante en esa consulta libérrima. Lo que prueba, como ya he tenido oportunidad de afirmarlo, que esa actitud es en el que he tenido oportunidad de afirmarlo, que esa actitud es en el que fondo injusta, es que la extrema derecha censura al Gobierno por supuesta tolerancia con el comunismo, mientras que la extrema izquierda lo ataca por su espíritu alegadamente antiliberal y reaccionario. Nadie tiene en este país mayor respeto que el que habla por los derechos humanos. Mi deseo sería que a nadie se le coarte el ejercicio de esas prerrogativas sagradas. Pero las medidas drásticas que a veces adoptan las autoridades encargadas del mantenimiento del orden público son la consecuencia dolorosa de los excesos que comenten los opositores del Gobierno y del grado de violencia que el comunismo, ayudado en esa labor disolutiva por las fuerzas derechistas ultraconservadoras ha dado a la campaña que realiza para demoler las instituciones nacionales. En los últimos años han muerto centeneras de agentes del orden público y se han cometido crímenes que nos deshonran como pueblo de sentimientos cristianos. Si se tiene en cuenta el grado de preparación de la mayoría de los hombres que forman nuestros institutos castrenses, sobre de la Policía Nacional, el cuerpo que más directamente interviene en los conflictos que afectan la seguridad pública y las garantías ciudadanas, es poco en realidad lo que ha ocurrido en esta carrera desenfrenada que amenazada con hundirnos en el descrédito y en el canibalismo político.

La prueba de que nos hallamos no ante un gobernó retrógrado, como se afirma, sino ante un estado de demencia colectiva, es el carácter salvaje de los actos que realizan los grupos y los individuaos que en el país se están dedicando a este nuevo tipo de delincuencia. Hasta tal punto se han corrompido nuestros sentimientos, que los que roban no se limitan a apoderarse de la propiedad ajena, sino que también matan a sus víctimas en un alarde de criminalidad que no tiene antecedentes en la historia delictiva de la sociedad dominicana. Eliminar físicamente a un policía se ha convertido en un deporte para los grupos de choque de los partidos opositores que se han declarado en rebeldía contra toda norma de convivencia civilizada.

Esa situación data en nuestro país desde la guerra civil de 1965, aventura sangrienta que enterró sus muertos pero que dejó sus odios insepultos. En los primeros meses del año 1966, cuando todavía nuestro país se hallaba ocupado por las fuerzas interventoras extranjeras, se cometieron hechos espeluznantes como el del linchamiento del líder derechista Angel Severo Cabral y la muerte a tiros, ante las verjas del Palacio del Gobierno, de un grupo de estudiantes universitarios. De ahí en adelante hemos seguido rodando por el precipicio y hemos llegado, de caída en caída, hasta extremos abominables que hacen pensar que en el fondo de nuestro pueblo existe todavía un estrato de barbarie que nos viene, de generación en generación, de saber Dios qué ancestros primitivos.

Lo importante sería saber, antes de cargar sobre los hombros de este Gobierno la responsabilidad de esa vesania colectiva, es si alguien en este país podría frenar, con más tacto y con más acierto que las autoridades imperantes, ese brote de animalidad y de canibalismo. Hay quienes proclaman desenfadadamente autoritario. La experiencia de otros países demuestra lo contrario. En algunas naciones de la América Latina, las cuales no es necesario nombrar porque están presentes en la memoria de cuantos leen a diario en la prensa nacional e internacional las informaciones de las distintas agencias noticiosas, el terrorismo, en vez de disminuir, ha recrudecido cuando el poder ha pasado de las manos de un gobierno democrático a las de otro de extradición puramente militar o de fisonomía abiertamente totalitaria.

Para que el terrorismo desaparezca por completo, en un país regido democráticamente o gobernado con la macana o con el sable, se requiere de la cooperación de todos los ciudadanos, unidos en un frente de lucha común contra el desenfreno y contra la barbarie. La Policía no puede hallarse presente en todos y cada uno de los sitios en que se cometa un delito. Forzosamente son todos los ciudadanos lo que deben movilizarse como si fueran miembros del cuerpo policial de la Nación y mantener, con sereno espíritu cívico, una estrecha vigilancia sobre los malhechores que realizan esos actos escudados por la creencia de que ninguno de los que acierten a ser testigos de sus desafueros osará denunciarlos a las autoridades.

Nunca se ha visto en este país, hasta este momento, que un ciudadano cualquiera haya tenido el coraje cívico de declarar contra un terrorista para hacer posible su captura y su sanción correspondiente. El caso de la joven Danielle Lebón Estrella, la empleada de la empresa Nelly Rent Car que tuvo el coraje de enfrentarse ante la Policía al grupo de atracadores que asaltó recientemente ese establecimiento, es un hecho excepcional que contrasta con la actitud general que es de entrega y sumisión ante los grupos de malhechores que a diario escenifican esos hechos bochornosos. La retractación del testimonio originalmente prestado ante las autoridades por las personas que presenciaron el asalto a la Sucursal del Royal Bank en el ensanche Naco, revela el grado de deterioro a que hemos llegado en esta crisis de irresponsabilidad colectiva. Se está frente a una de esas emergencias nacionales en las que es preciso repetir la famosa frase de Roosevelt cuando advirtió a sus conciudadanos, a raíz de la entrada de los Estados en la Segunda Guerra Mundial que lo primero que se necesitaba para salir triunfante de esa conflagración era tenerle miedo al miedo. Nosotros los dominicanos tenemos que formar un bloque único para combatir el terrorismo y librar a nuestro país de la infamia que un grupo de malhechores está arrojando sobre su nombre con hechos que constituyen una vergüenza nacional y que tienen que ser necesariamente contemplados con horror por los pueblos que desde fuera observan todos los actos que aquí se cometen y que repugnan al sentimiento de toda colectividad civilizada.

Un aspecto sobre el cual me considero en el deber de informar a la opinión pública, ya al término del mandato constitucional que hoy espira, es el relativo a las deudas que gravitan sobre el Estado y que constituyen el lastre más pesado de cuantos entorpecen la obra emprendida desde el 1 de julio de 1966 para buscar a los problemas nacionales.

Nuestra Deuda Pública Externa asciende actualmente a $139,966.214.00. En amortizaciones se ha pagado la suma de $12,498,530.00 y en intereses la cantidad de $5,928,488.00. Estad deudas han sido contraídas en la siguiente forma:

La suma de $24,719,550 fue suscrita por el Consejo de Estado el 16 de febrero de 1962; la de $4,000,000 fue contratada por el Triunvirato el 18 de agosto de 1964; la de $1,000,000 fue suscrita también por el Triunvirato el 16 de febrero de 1965; la de $4,000,000 fue asimismo suscrita por el Triunvirato el 18 de agosto de 1964; la de $10,000,000 fue suscrita por el Gobierno Provisional para fines de equilibrio presupuestario; la de $15,000,000, suscrita también por el Gobierno provisional, se aplicó a proyectos de inversiones; la de $25,000,000 fue suscrita por el Gobierno Constitucional el 30 de octubre de 1966; y la de $2,000,000 fue igualmente suscrita por el Gobierno Constitucional el 10 de enero de 1968, para estudios de prefactibilidad, factibilidad, evaluación de proyectos y asistencia técnica.

Juntamente con las sumas recibidas por el Gobierno Central, la Deuda Pública Externa se halla actualmente constituida por las siguientes obligaciones contraídas por los distintos organismos autónomos del Estado:

$8,700,00 para la Oficina de Desarrollo de la Comunidad; $5,000,000 para un programa de emergencia del Ayuntamiento de Santo Domingo a través de la Comisión de Ornato Cívico; $1,4000,000 para el establecimiento de un fondo rotatorio destinado a proporcionar créditos a estudiantes dominicanos, a través de la Fundación de Crédito Educativo; $5,000,000 para la financiación de préstamos del sector privado, a través de la Financiera Dominicana; $93,477,064 al Banco Central para cubrir urgencias de la balanza de pagos, y $25,000,000 al mismo Banco para financiar distintas inversiones a través del fondo FIDE; $27,525,522 al Banco de Reservas; $18,570,000 al Banco Agrícola para créditos agrícolas al sector privado y a pequeños agricultores, así como para el plan ganadero y para asistencia técnica; $51,178,512 a la Corporación Dominicana de Electricidad para varias plantas termoeléctricas y para la presa de Tavera: $13,000,000 al Banco Nacional de la Vivienda; $6,205,5000 al Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillados para financiamiento de diversos acueductos; $3,500.000 al Instituto Nacional de la Vivienda, para construcción de viviendas de interés social; $2,650,000 al Instituto de Crédito Cooperativo; $1,479,948 al Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos, para mantenimiento de sistemas de riego; $8,717,734 a la Corporación de Fomento Industrial; $544,105 al Instituto Agrario Dominicano para estudios e inversiones; $239,500 al Consejo Estatal del Azúcar para asistencia técnica; y $900,000 a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, para mejoramiento de la enseñanza de ingeniería, ciencias agrícolas y estudios generales.

La deuda pública interna, deputada hasta ahora, asciende a RD$31,182,598.03. De la cantidad de treinta millones de pesos emitidos en bonos para desinteresar al comercio y a los suministradores locales ha sido pagada la suma de RD$4,423,300.00 en amortizaciones y RD$1,400,863.90 en intereses. El Gobierno ha cumplido al pie de la letra las obligaciones que contrajo el hacer esa emisión de bonos y es probable que antes de 1972 el Estado se halle apto para hacer una segunda emisión calcada sobre las mismas condiciones en que se hizo la primera.

Me considero en el deber de subrayar, al concluir este informe sobre el estado actual de la Deuda Pública dominicana, la eficaz ayuda que el país ha recibido de los Estados Unidos para la ejecución de todos sus proyectos de rehabilitación económica y de saneamiento financiero. Los avances que hemos logrado en nuestros programas de desarrollo, aún en su etapa inicial, han contado con el apoyo irrestricto del Gobierno de los Estados Unidos a través de la AID, cuyo personal técnico ha ofrecido siempre, tanto al Gobierno como a sus instituciones autónomas, una colaboración sin reservas, particularmente en el sector de la salud y en el ampo agropecuario. Sigo creyendo, sin embargo, que la cooperación más grande que el país ha recibido en estos últimos cuatro años del Gobierno norteamericana es la de la asignación, en el mercado preferencial del azúcar, de una cuota que nos ha ayudado a sanear le mayor de las industrias estatales, considerada con razón como la piedra angular de nuestra balanza de pagos y como el primer soporte de nuestro signo monetario.

Una de las iniciativas más importantes de este Gobierno es la de la creación de la Comisión Nacional de Desarrollo. El objetivo que me inspiró cuando establecí este organismo fue el de formar un foro abierto en el cual, en un ambiente genuinamente democrático, se debatieran todos los grandes problemas nacionales, particularmente los que tienen que ver, con esa forman u otra, con los planes encaminados, a promover nuestro desarrollo en el orden económico. Todos los problemas del país son debatidos en la Comisión Nacional de Desarrollo con plena libertad. Allí se oyen todas las voces y se discuten todas las iniciativas. Lo característicos de este organismo es que en su seno se hallan representados todos los intereses: la banca, el comercio, la industria, la agricultura, la ganadería, etc., esto es, tanto lo que se ha dado en denominar la oligarquía, como el sector obrero y los organismos que se dedican a empresas humanitarias o a actividades puramente sociales.

El Gobierno Nacional tiene así la oportunidad de enterarse de lo que piensa, frente a cada uno de los problemas básicos que se relacionan con nuestro desarrollo, los representantes de todas nuestras fuerzas vivas y de sopesar serenamente los puntos de vista de cada uno de esos grandes sectores. Lo importante es que el Gobierno asiste, como un simple espectador, a ese debate abierto, y se reserva, para ejercerlo en el momento oportuno, su derecho a decidir soberanamente sin ninguna clase de coacción ni de interferencias ajenas. No pueden admitirse sino como fruto de la mala de o de la ignorancia las opiniones que se han vertido y se vierten con frecuencia sobre la finalidad y el carácter de la Comisión Nacional de Desarrollo. No es ésta, como se ha querido insinuar, una trinchera desde cuyo seno conspira contra el interés nacional la oligarquía dominicana. Es, por el contrario, una tribuna en que se exponen todas las ideas y en que los núcleos representativos de la voluntad popular se oponen libremente a aquellas que representan a su vez los intereses de las clases económicamente más poderosas. No creo que en la historia del país haya existido un instrumento de información más eficaz para el Gobierno ni un medio más adecuado para que éste se cerciore del pensamiento y de las reacciones de cada una de las fuerzas que integran nuestra sociedad frente a problemas que no pertenecen a un grupo en particular, sea éste de origen democrático o de extracción capitalista, sino que compete por igual a todos los dominicanos.

No es democracia aquella en que el derecho a opinar y discutir se reserva a los núcleos populares como ocurre a menudo en los regímenes socializados. La democracia auténtica es aquella en que se oyen todos los intereses y en que el derecho del oligarca más copetudo vale tanto como el derecho del trabajador más humilde. En la Comisión Nacional de Desarrollo se cumple a cabalidad ese ideal de todas las sociedades democráticas. No es democracia aquella en que la vara de la justicia solo se usa para medir a los explotados, pero tampoco lo es aquella otra en que solamente se utiliza ese instrumento para romperlo con odio o con animosidad sobre la espalda de los explotadores.

El nuevo periodo de Gobierno se iniciará en condiciones incomparables más favorables que las de la tapa que hoy finaliza. El 1 de julio de 1966 la economía nacional se hallaba prácticamente en bancarrota y las entradas discales habían llegado a sus niveles más bajos. Durante el periodo que abarcó el Gobierno provisional, esto es, desde la revolución de 1965 hasta la toma de posesión del Gobierno Constitucional el 1 de julio de 1966, el presupuesto se cubría en gran parte con los recursos puestos a disposición del Gobierno dominicano por el Gobierno de los Estados Unidos, sea directamente o sea a través de la Organización de Estados Americanos. Estas ayudas, aunque substanciales para asegurar el desenvolvimiento de los servicios públicos, no eran suficientes para cubrir todas las necesidades de Estado. La deuda pública, considerablemente aumentada durante las administraciones anteriores a la del Gobierno Provisional, creció desconsideradamente tanto en lo que respecta a los compromisos del Gobierno con toras naciones con en lo que concierne a los contraídos con el comercio y la industria nacionales. Solo a la compañías gasolineras se les debía, al iniciarse el Gobierno Constitucional el 1 de julio de 1966, la suma de RD$5,878,523.79. Las deudas con el comercio nacional y con los suministradores nativos y extranjeros ascendían a cifras intimidantes.

La situación actual, por el contrario, es políticamente más sólida y económicamente más despejada. El Estado cubre holgadamente todas sus necesidades esenciales con sus propios recursos y las actividades financieras se desenvuelven dentro de una precisión y una normalidad absolutas. El aumento de las entradas fiscales, fruto de la confianza inspirada por el régimen actual al contribuyente, han permitido al Gobierno no solo atender los servicios rutinarios propios de todo Estado, sino también realizar planes de desarrollo que se pueden calificar de ambiciosos si se tiene en cuenta la limitación de nuestros recursos y el crecimiento de las cargas corrientes del presupuesto nacional como consecuencia principalmente de la hipertrofia burocrática a que nos obliga la enorme cantidad de dominicanos de todas las categorías que carecen de ocupación remunerada.

Pero estamos solo en el prólogo de nuestro arduo y costoso programa de rehabilitación nacional. Los problemas de nuestro país siguen siendo apremiantes y voluminosos. El mayor escollo con que tropezamos para llevar adelante esa empresa no es, sin embargo, la limitación de nuestras posibilidades. Tampoco lo es la rémora constituida por el odio que la guerra civil de 1965 sembró entre diversos sectores de nuestra sociedad. El obstáculo más grande en nuestro camino se halla representado por la propaganda aviesa que se hace contra nuestro país en el exterior y que en gran parte se origina en nuestro propio medio y puede considerase como un producto del canibalismo político imperante entre los dominicanos. Las noticias que constantemente se publican en el exterior sobre nuestro país obedecen a una campaña sistemática de descredito que unas veces se dirige contra el Gobierno y otras veces contra el pueblo dominicano mismo, víctima en este caso de los intereses foráneos que no desean una República Dominicana desarrollada y libre sino una República Dominicana pobre e incapaz de afrontar con éxito la competencia que en muchas esferas, como las del turismo y la de las exportaciones de productos agrícolas, le hacen otras naciones del Continente.

Lo triste y decepcionante en esta situación es que al mantenimiento de la misma coadyuvan los mismos dominicanos, incapaces de comprender que ese daño se lo hacen al país y se lo infieren a sí mismos los que desde aquí hacen coro a los enemigos gratuitos de la prosperidad dominicana.

No es este el momento de formular nuevas promesas. Durante la pasada campaña electoral tuve ocasión de hacer público el programa de gobierno que me propongo llevar a cabo en los próximos cuatro años. La única promesa, pues, que puedo hacer en este momento al país es la de que en el próximo cuatrenio todos mis pensamientos, todas mis energías y todas mis horas, las de día y las de la noche, serán consagradas en una forma exclusiva y total, a la causa del engrandecimiento de la Patria. Los cuatro años que hoy se inician serán de intenso trabajo para el que habla y espero que todos los que colaboren conmigo en la dirección de la cosa pública sigan esa misma pauta y que todos unidos nos empeñemos en hacer de este lapso constitucional uno de los más fecundos y de los más constructivos en la historia dominicana.

El periodo que hoy finaliza ha sido un periodo de rehabilitación económica en todos los aspectos. Superadas en gran parte las dificultades que tuvimos que afrontar en los primeros dos años, fruto en gran parte de las vicisitudes y de los desaciertos de administraciones anteriores, podemos concluir nuestro primer mandato presidencial con logros tal vez modestos pero en muchos aspectos fundamentales. El poder económico y financiero del Gobierno ha aumentado en forma considerable y en vez de un presupuesto de RD$140,139,300.00. Como lo fue el de 1966, estamos poniendo en ejecución uno de RD$247,558,599.00 en 1970. En el campo agropecuario la economía nacional ha crecido hasta un nivel de 9.6% con relación al año 1968. En el orden industrial se ha realizado un aumento de 9.4% y en el ramo de la construcción, el mejor exponente de la vitalidad económica dominicana sigue en ascenso y todo indica que el progreso del país es ya incontenible y que solo se requiere un poco de buena voluntad para que alcancemos en el porvenir inmediato todas las metas ambicionadas.

Tenemos, pues, razón para contemplar nuestro futuro con optimismo. Si no fuera por la actitud negativa en que se mantienen algunos grupos políticos, tanto de extrema izquierda como de extrema derecha, el país caminará hacia adelante con pasos agigantados. Pero las sombras que se proyectan sobre el porvenir del país son circunstancias y pasajeras. Estamos dando los pasos iniciales para nuestro desarrollo y nada ni nadie podrá detenernos en ese camino prometedor.

Hostos nos dijo, en la postrimería del siglo xix, que el porvenir del pueblo dominicano se hallaba cifrado en este dilema: civilización o muerte. Hoy podemos decir que esa consigna ha cambiado, modificada también por el signo de los tiempos, y que el dilema no consiste ya en la civilización o morir, sino más bien en trabajar unidos por el bien de la Patria o resignarnos a perecer, barridos por nuestros propios odios, y empujados hacia el desastre por la ola de canibalismo rampante que hoy invade todas las playas del mundo.

Discurso extraído del libro “Joaquín Balaguer: Mensajes presidenciales.