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Enfoque: Piedra de Toque

La plaga del arcoiris

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Mario Varga LlosaSanto Domingo

Tengo a Anne Applebaum por una de las mejores pe­riodistas contemporáneas. Es norteamericana, ca­sada con un polaco de­mocrático y liberal y vive en Polonia. Sus libros y artículos sobre la desapa­recida URSS y los países del Este eu­ropeo, que aparecen en The Atlantic, suelen ser magníficos, bien investiga­dos, escritos con orden y elegancia, generalmente imparciales. He visto su firma entre los ciento cincuenta in­telectuales, una mayoría de izquier­da, que reprochan a sus colegas más radicales que derrumben estatuas y practiquen el odio y la censura, co­mo si buen número de ellos no les hu­bieran enseñado a ser así. Pero, por lo menos en el caso de ella, creo compa­tible esa rareza: el izquierdismo y la vocación democrática.

El último artículo de Anne Apple­baum sobre la segunda vuelta de las elecciones polacas del domingo pa­sado no tiene desperdicio. Revela la campaña contra los homosexuales que le permitió ganar, por muy po­cos votos, un nuevo mandato al pre­sidente de Polonia, Andrezj Duda, del partido Ley y Justicia, derrotando a Rafal Trzaskowski, alcalde de Varso­via, quien había prometido apoyo a la comunidad gay y extender las clases contra la discriminación y la matone­ría en los colegios.

No tengo nada contra Polonia, uno de los países más sufridos y ocupados por sus vecinos poderosos a lo largo de su trágica historia, y sí una enor­me simpatía por su alta cultura, por sus magníficas librerías y editoriales, y por su cine y su teatro, donde, hace ya muchos años, vi una obra mía lle­vada a escena con más talento y ori­ginalidad que en ningún otro país. Pero, naturalmente, me preocupa la deriva cada vez más reaccionaria, an­tiliberal y antidemocrática de un go­bierno que, apoyado sobre todo por la jerarquía de la Iglesia católica y por el campesinado y la ciudadanía más tradicional, creyente y practicante, va disociando cada día más a Polonia de la Europa libre y moderna, retroce­diéndola a un pasado autoritario.

Se vio en esta campaña electoral muy a las claras, donde, según el tes­timonio de Anne Applebaum, el acró­nimo LGTB desempeñó una función central. El presidente Duda, que bus­caba la reelección, declaró que “los LGTB no son el pueblo; son una ideo­logía más destructiva que el comunis­mo” y atacó a su adversario a lo largo de la campaña acusándolo de querer “la sexualización de los niños” y “la destrucción de la familia”. La jerar­quía de la Iglesia católica polaca, al parecer también muy conservadora, cree, como lo hacía Juan Pablo II, que los homosexuales constituyen “la pla­ga del arcoíris”, y que la pretensión de que los gays revolucionen la socie­dad no es “polaca” sino alemana y ju­día, y una de las televisiones estata­les martilló a los televidentes con esta pregunta racista y estúpida, pero que, a juzgar por los resultados de la elec­ción, fue bastante efectiva: “¿Cumpli­rá Trzaskowski con las exigencias ju­días?” Y otro de los líderes del partido Ley y Justicia, Jaroslav Kaczynski, de­claró que el alcalde actual de Varsovia no tiene “un corazón polaco” sino fo­ráneo. Así que no sólo el odio al gay desempeñó un papel importante en las elecciones, sino también dos viejas taras sanguinarias: el nacionalismo y el antisemitismo.

El catolicismo del pueblo polaco no es incompatible con la democra­cia, siempre y cuando, como ha ocu­rrido en todas las democracias civi­lizadas –las hay, también, fanáticas e iliberales-, la religión esté exenta de prejuicios, como en Francia, In­glaterra y España, para dar sólo tres ejemplos que conozco de cerca, de una militancia religiosa que no esté manchada de taras nacionalistas ni de prejuicios racistas. Desde luego que, después de haber sido humilla­da, discriminada y aturdida de pro­paganda marxista-leninista durante su condición de satélite de la Unión Soviética por tantos años, no es ex­traño que buena parte de los polacos hayan apostado por el partido del or­den y de la tradición, como es Ley y Justicia. Pero los resultados de la re­ciente elección, donde el alcalde Tr­zaskowski perdió ante el presiden­te Duda por un ínfimo punto y pico de los votos, muestra que los actua­les gobernantes están ya en la cuer­da floja y que, por cualquier exceso que cometan en su manejo del poder, podrían perderlo en una nueva elec­ción, que devuelva a Polonia a la ge­nuina democracia, como ocurre con la gran mayoría de países que perte­necen a la Unión Europea; su caso no es el de Hungría, sociedad a la que, ahora mismo, es muy difícil seguir lla­mando democrática. Aunque no soy creyente, estoy convencido de que la mayoría de los seres humanos, que teme a la muerte, necesita la religión para vivir con cierta confianza y so­siego, porque la idea de la extinción definitiva a las personas las aturde y atormenta e impide vivir y trabajar en paz. Por eso, no hay que acabar con la religión, hecho que ya la historia ha declarado un sueño imposible, sino acomodarla de tal manera que no sea incompatible con la libertad y la lega­lidad del orden democrático, el único que representa, por lo menos como hi­pótesis, una sociedad justa, diversa y solidaria. Muchos países en la actuali­dad parecen haber alcanzado esa ho­mologación compatible de valores re­ligiosos y democráticos.

¿Piensa Anne Applebaum que es­to es posible en Polonia o teme que ambas cosas sean imposibles en ese país del que, por lo demás, es eviden­te que se siente muy cerca? Su artícu­lo, desde luego, no se evapora en con­sideraciones inactuales, y señala que, probablemente, luego de su ajustada victoria, el partido Ley y Justicia ha­rá lo posible por calmar los ánimos. Ve síntomas de ello en la hija del vence­dor, Kinga Duda, que la noche misma del triunfo de su padre pronunció un discurso diciendo “que nadie en nues­tro país debe tener miedo de aban­donar su hogar”, por “aquello en que creemos, qué color de piel tenemos, qué valores defendemos, qué candi­dato apoyamos y queremos”. Ojalá sean éstas creencias arraigadas y no “sueños de opio”, como las llamaba Valle Inclán.

Sin embargo, algunos temores que expresa su artículo son profundamen­te preocupantes. Ya no se trata de per­seguir a los gays, o golpearlos, como ha llegado a suceder, sino de la pren­sa de papel y la de imagen, que, toda­vía, es bastante independiente y libre en Polonia. Pero si las intenciones de ciertos dirigentes de Ley y Justicia se cumplen, esta realidad podría trans­formarse radicalmente. La indepen­dencia de la prensa libre se debe, en buena parte, a que sus dueños son empresarios extranjeros que se han visto, en los últimos tiempos, acosa­dos por inspecciones fiscales o inves­tigaciones sobre supuestas corrupcio­nes. Una campaña nacionalista –la “polonización” de los medios- quisie­ra obligarlos a vender diarios y tele­visiones. Es preciso que la Unión Eu­ropea intervenga de manera decisiva poniendo fin a esa campaña, porque sin la existencia de una prensa libre no hay democracia que sobreviva. Es­to deberían saberlo mejor que nadie los polacos.

El actual gobierno de Polonia, como todos los gobiernos del mundo, trata de controlar a la prensa y librarse de esos voceros que desde ella lo vigilan, denuncian sus desaciertos y reales o inventadas pillerías, y suelen estar en manos de sus opositores y de periodis­tas honestos, desaparecer a aquellos y a estos últimos callarlos o comprarlos. Lo que ocurre es que en los países de poderosas tradiciones democráticas no puede hacerlo, la sociedad misma se lo impide. Este es el ideal que, con el tiempo, cualquier país puede alcan­zar. Toda democracia juvenil o recien­te será siempre imperfecta, y, acaso, la perfección en este campo sea im­posible de alcanzar. Lo importante es mantener viva una prensa libre, hasta que aquello se vuelva una costumbre a la que la sociedad en su conjunto no quiera renunciar. Esa es ya una gran victoria, sólo posible en los países que, sobreponiéndose a todo lo demás, eli­gieron ser de veras libres.

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