La foto de sexymbol
Hay lugares de los que nunca regresas del todo. Se quedan suspendidos en el tiempo y la memoria, y de vez en cuando cierras un momento los ojos –a veces ni siquiera hace falta cerrarlos– y te encuentras de nuevo en ellos. Hasta puedes oírlos y olerlos. Mi amigo Gervasio Sánchez, que durante mucho tiempo fue fotógrafo de guerra, es de los que nunca volvieron del todo y anda por ahí en plan pelmazo, arrastrando mochilas incómodas de las que nunca llega a librarse. A muchos nos ocurre, por otra parte. Lo que pasa es que, no satisfecho con la suya, el cabrón de Gerva se empeña en revolver también la mochila de los demás: de los que en otro tiempos fuimos compañeros en esos paisajes donde, pisando cristales rotos, caminabas hacia lugares de los que la gente se iba.
El otro día, mi amigo fotógrafo volvió a jugarme la del chino. Me mandó por Twitter una imagen en la que José Luis Márquez y yo estábamos haciendo una entradilla para la tele junto a un edificio reventado a bombazos, en Vukovar, los Balcanes, septiembre de 1991. No conocía esa foto, y me removió cosas vernos ganándonos el jornal para el telediario cuando yo todavía no había escrito Territorio comanche para dedicárselo a Márquez. Le di las gracias a Gerva –ése fue mi error–, y entonces éste se vino arriba y colgó más fotos. Una fue del hotel Dunav, también de Vukovar, lleno de agujeros, que fue nuestra efímera residencia mientras la artillería serbia se dedicaba a machacarlo, y en cuyo vestíbulo, una noche de mucha candela, Gerva, que siempre fue un moñas solidario, empeñado en hacerme bajar al apestoso refugio de los urinarios donde se hacinaba la gente para escapar al bombardeo, al negarme yo y decidir él permanecer conmigo para no dejarme solo, pronunció la frase inmortal por la que lo amaré siempre: «Si me matan por tu culpa, no te lo perdonaré nunca».
A nosotros no nos mataron, porque pudimos salir de Vukovar escondidos por los maizales horas antes de que el cerco se cerrara y el Stalingrado croata se fuera al carajo; pero sí mataron a todos los chicos con los que habíamos convivido en la ciudad: unos murieron combatiendo y otros fueron asesinados al caer prisioneros, incluso los heridos que estaban en el hospital, como mi amigo Grüber, al que sacaron de la cama para pegarle un tiro. Que sepamos, no quedó ni uno. En su recuerdo, Gerva siguió desempolvando más fotos de aquellos muchachos. Y entre ellas colgó una de Sexymbol.
Lo habíamos bautizado así, Sexymbol, y nunca supimos su nombre real. Era posiblemente el croata más guapo de toda la guerra; una especie de Brad Pitt moreno con el pelo por los hombros. En la foto de Gerva está arrodillado, con uniforme de camuflaje, casco y el Kalashnikov sobre las rodillas. Por alguna razón me fijé en la suela de sus botas, casi nuevas porque no tuvo tiempo de gastarlas. No había vuelto a verlo desde que metí un plano suyo en mi último reportaje sobre esa guerra, pero lo reconocí al momento. No podría olvidarlo, porque aunque alto, guapo y cachas, como soldado era un desastre. Fíjense cómo sería de patoso, que una mañana en la que Márquez y yo íbamos con él de patrulla por los maizales, de pronto nos quedamos helados, inmóviles, porque el hijoputa acababa de pisar una mina. Lo hizo yendo un metro delante de nosotros, y no olvidaré nunca el artilugio: redondo de dos palmos, pintado de marrón, con tres tornillos detonadores. Por suerte era una mina antitanque, que necesitaba más presión que el peso de un hombre. Agachado cámara al hombro, Márquez, que tiene malas pulgas, se ciscó en todos sus muertos; pero Sexymbol se lo tomó a coña. Reía, muy contento. I am very lucky man, dijo.
Compensó la cosa al día siguiente pisando otra. Suena a coña, pero es verdad. Iba en otra patrulla y la pisó. Era un pisador de minas claramente vocacional: nacido para pisar. Lo malo es que esta vez el artefacto era antipersonal, de ésos saltarines que esparcen metralla, y lo dejó hecho filetes. Por suerte, Márquez y yo no íbamos con él. Lo sentimos mucho cuando nos lo contaron, porque era un buen tipo y, como dije, tenía una pinta estupenda. Sin aquella guerra, quizás habría llenado Croacia de guapos y guapas croatitas.
Se lo comento a Márquez, al que llamo por teléfono, y me dice que sí, que vio la foto y lo ha reconocido. Pues fíjate, le digo. Si Sexymbol hubiera sobrevivido, tendría ahora sesenta años, y canas en ese pelazo. Entonces Márquez se queda un rato callado, y luego, con su voz de carraca vieja, responde: «Pues eso se ahorró el chaval. Estaría tan viejo y tan jodido como nosotros».