Opinión

Efemérides (2 DE 2)

¡30 de mayo día de la libertad!

Richard Nixon y Trujillo.

JUAN DANIEL BALCÁCERSanto Domingo

En el primer auto, que durante la espera de su presa se estacio­nó en las proximida­des del Teatro Agua y Luz, en dirección oeste-es­te, viajaban Antonio Imbert Ba­rrera, conductor, Antonio de la Maza, quien ocupaba el asiento derecho delantero, Salvador Es­trella Sadhalá y el teniente Ama­do García Guerrero, quienes iban sentados detrás.

En un segundo carro, estacio­nado a 4 kilómetros de la Feria Ganadera, también en dirección oeste-este, se encontraban el in­geniero Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño; mientras que el tercer automóvil, que se aparcó en el kilómetro 9 de la autopista en dirección hacia San Cristóbal, lo conducía el ingeniero Rober­to Pastoriza. Como se ha dicho, la misión de estos dos vehícu­los, cuando recibieran la señal de cambio de luces provenientes del carro que guiaba Imbert Ba­rrera, indicándoles que el coche de Trujillo se aproximaba, era entrar en acción para interceptar el objetivo y obligarlo a detener­se, facilitando mediante esa ma­niobra que de la Maza y los de­más compañeros lo embistieran a tiros.

Trujillo viajaba sentado en el asiento trasero de su Chevrolet azul celeste, modelo 57, conti­guo a la puerta posterior dere­cha. En el interior del vehículo había tres ametralladoras, ade­más de la pistola de reglamen­to que portaba su chofer. Tru­jillo también tenía una pistola calibre 38 así como el maletín que acostumbraba llevar con­sigo, repleto de dinero en efec­tivo, pues una de sus divisas preferidas era que “lo que no podía solucionar con las balas, lo resolvía con dinero”.

Tan pronto los cuatro conju­rados avistaron el carro del dés­pota, se prepararon para perse­guirlo cuando pasara frente al lugar donde se encontraban es­tacionados. Con cierta premura encendieron el motor de su au­to, hicieron un giro y de inme­diato enfilaron en dirección este-oeste tras la codiciada presa. En el momento en que el vehículo conducido por Imbert Barrera se colocó paralelo al de Trujillo, An­tonio de la Maza y Amado García Guerrero dispararon sus armas creyendo erradamente que ha­bían fallado en su primer intento y que el objetivo había salido ile­so, pero en realidad no fue así. El disparo de escopeta que hizo De la Maza dio en el blanco y resul­tó ser mortal para El Jefe. Ante el inesperado ataque, el chofer de Trujillo frenó bruscamente, pro­vocando que el automóvil mane­jado por Imbert rebasara veloz­mente al coche del dictador. Fue entonces cuando Imbert, urgido por de la Maza, tuvo que hacer un giro en “U” aceleradamen­te para, acto seguido, detenerse y posicionarse a unos 15 metros de distancia del objetivo. De in­mediato los cuatro ocupantes del vehículo atacante se desmonta­ron, armas en mano, dando así inicio un intenso tiroteo que, se­gún apreciaciones de expertos militares, duró aproximadamen­te diez minutos: una eternidad para la magnitud del hecho que allí se consumaba. Trujillo y su chofer también salieron del vehí­culo, detenido en medio del pa­seo central de la avenida en posi­ción diagonal (pues el chofer De la Cruz quiso intentar un giro a la izquierda para regresar a la ca­pital). Una vez fuera del carro, y parapetados detrás del mismo, el capitán De la Cruz, defendiéndo­se ametralladora en manos, res­pondía al fuego de sus atacantes, al tiempo que trataba de prote­ger a su jefe.

Los dos Antonio, Imbert y De la Maza, tirados sobre el pavi­mento, solicitaron a sus otros dos compañeros, Estrella Sadhalá y García Guerrero, que los cubrie­ran ya que tratarían de acercarse al carro de Trujilllo con el propó­sito de terminar rápidamente el enfrentamiento, que, según con­sideraban, se estaba prolongan­do demasiado. De la Maza lo­gró deslizarse por el pavimento hasta posicionarse detrás del ve­hículo de Trujillo, mientras que Imbert lo hizo por la parte de­lantera. La intensidad del tiroteo aumentaba cada vez más cuan­do, de repente, De la Maza, des­pués de haberle disparado otra vez al tirano, le gritó a Imbert: “¡Tocayo, va uno para allá!”.

El tiro de gracia En medio de aquella lluvia de pro­yectiles, los atacantes del Jefe no se percataron de que su chofer ha­bía cesado de disparar, fuera por­que había perdido el conocimien­to o porque había abandonado su posición a fin de preservar la vi­da, replegándose hacia la male­za y ocultándose en la oscuridad de la noche, mientras que Im­bert sí pudo notar que una per­sona, evidentemente mal herida, se tambaleaba frente al vehícu­lo en donde minutos antes se en­contraba el hombre más podero­so del país. Era nadie menos que Rafael L. Trujillo, cuyo metal de voz Imbert afirma haber reco­nocido, pues el dictador natu­ralmente se quejaba de las heri­das recibidas o profería palabras que en ese momento resultaron ininteligibles. Un certero dispa­ro de Antonio Imbert, que Truji­llo recibió en el pecho, detuvo su marcha, desplomándose estrepi­tosamente a casi tres metros de distancia de su atacante. En ese preciso instante, Antonio de la Maza, a la velocidad de un rayo, emergió de la oscuridad noctur­na aproximándose al cuerpo del dictador -que yacía sobre el pa­vimento “boca arriba, con la ca­beza en dirección a Haina”- y le descerrajó un tiro de pistola en la barbilla. Dicen que Bruto, cuando le asestó la estocada mortal a Ju­lio César, exclamó: “¡Así les ocurra siempre a los tiranos!”. Antonio de la Maza, en cambio, en el mo­mento culminante de aquella ha­zaña digna de Aquiles o de Ulises, lanzó una expresión típica de la sabiduría campesina dominicana, que bien pudo figurar como epi­tafio en la lápida que cubriría los despojos mortales del tirano: “¡Es­te guaraguao no come más pollos!”. En cuestión de minutos Trujillo es­taba muerto. Quien usurpa la es­pada, sentenció Juan de Salisbury, merece morir por la espada.

Se dice que el tiro de gracia es un recurso de suprema humani­dad mediante el cual se exime a alguien herido -cuya muerte es irreversible- de una agonía tor­mentosa. Es obvio que no fue un sentimiento de conmiseración el que animó a Antonio de la Maza a rematar a su víctima, sino que más bien quiso cerciorarse de que no hubiese posibilidad alguna pa­ra que Trujillo continuara con vi­da. La certidumbre de que el obs­tinado mocano fue el autor de ese tiro de gracia se debe a su propio testimonio, pues al cabo de al­go más de media hora de ocurri­do el tiranicidio, ya reunidos los conjurados en casa de Juan To­más Díaz, y con “el hombre” exá­nime en el baúl de su carro, De la Maza se dirigió al doctor Marceli­no Vélez Santana en estos térmi­nos: “Mira a ver si este hijo de la gran puta está muerto”, y ante la respuesta afirmativa del galeno, el héroe agregó: “Yo sabía que ese perro no ladra más, porque ese tiro –señalando debajo del men­tón-, ese tiro de gracia se lo di yo”.

Se atribuye a Plutarco –el de Vi­das Paralelas- haber sostenido que la muerte de un tirano es un acto de suprema virtud cívica; aseveración que concuerda con la tradición política de los griegos y romanos de la época clásica para quienes la muerte de un tirano in­fame era considerada un acto glo­rioso y, por demás, heroico.

Honor y respeto merecen, pues, los héroes del 30 de Mayo, quie­nes acometieron la extraordina­ria hazaña política de eliminar a un tirano con el fin de que el pue­blo dominicano pudiera crista­lizar sus anhelos de libertad y de justicia social, reprimidos durante tres decenios y que muchos con­sideraban perdidos para siempre. Es evidente que el 30 de Mayo re­presenta para los dominicanos el símbolo más sublime que da ini­cio a las luchas populares por es­tablecimiento del sistema demo­crático y es por tal motivo que el pueblo agradecido rememora el 30 de Mayo como el ¡Día de la Li­bertad!

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