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Enfoque

Conformidad constitucional de la posposición de las elecciones

La particular es­tructura de las disposiciones constitucionales y su trascendente proyección normativa exige que su interpretación no se limite a los métodos clásicos que usualmente se emplean para determinar el significa­do de los preceptos legales y reglamentarios. La labor her­menéutica del texto funda­mental debe realizarse tam­bién al amparo de una serie de principios informadores, cuyo dominio resulta en oca­siones indispensable para desentrañar el sentido de sus normas en los términos en que han sido escritas.

De ahí que políticos, perio­distas, comunicadores y abo­gados inmersos en el tráfago de las pasiones e intereses, desconociendo que la Carta Magna es un cuerpo integra­do y coherente cuyas dispo­siciones no son átomos dis­persos sin interrelación, se aventuren a ratos a fijar ideas desde la subsunción de un supuesto de hecho en la lec­tura lineal y aislada de una de sus normas. Esa visión naif ha sido ya desmontada por el eminente profesor Jean Grondin: “Solamente pode­mos entender partes de un texto según una idea general de su totalidad”, compren­sión circular que proclama el sistema jurídico como un to­do cuyas partes deben armo­nizar entre sí para que tengan sentido individualmente con­sideradas.

Así las cosas, para llegar a conclusiones válidas de ti­po hermenéutico debemos abandonar la muy socorri­da tendencia de incomuni­car las normas y de atribuir­les sentido desde su lectura textualista y distanciada de su conjunto. Es cierto que el art. 209 de nuestra Ley Fun­damental establece que las elecciones presidenciales y de los representantes legislativos y parlamentarios de organis­mos internacionales deben ce­lebrarse el tercer domingo del mes de mayo de cada cuatrie­nio, pero los que se circuns­criben al tenor literal de dicha cláusula para tachar de nula la Resolución núm. 42-2020 del pasado 13 de abril, en vir­tud de la cual la Junta Central Electoral pospuso las eleccio­nes del 17 de mayo, incurren en craso error.

No niego que si entendié­semos el art. 209 de mane­ra apartada, las elecciones deberían tener lugar el mes próximo. Sin embargo, y val­ga aclararlo una vez más, to­da institución normativa desaconseja concebir sus dis­posiciones como comparti­mientos estancos o unidades de sentido autárquicas, por lo que dicho precepto tiene que ser interpretado a la luz de otras normas constitucionales. Siendo así y como es sabido, ha sobrevenido de forma ines­perada una crisis sanitaria ex­trema, circunstancia que nues­tro texto supremo en vigor no previó como causal eximente del cumplimiento del manda­to contenido en dicho precep­to, lo que en absoluto implica que la JCE estaba inevitable­mente compelida a celebrar el torneo comicial el 17 del mes entrante.

En efecto, celebrar eleccio­nes en las circunstancias actua­les comportaría eventualmen­te un atentado no solo a la vida y la salud, sino también a los factores de cohesión social re­flejados en el preámbulo cons­titucional y en sus arts. 7 y 8. Pudiera incluso perturbar la normalidad del proceso elec­cionario, inherente a su obje­tivo constitucional, lo que a su vez pendería al Estado Cons­titucional de Derecho de un hilo. Como es lógico, esa ten­sión tenía que ser armonizada, pues la Carta Fundamental es un ordenamiento integral en el que cada una de sus normas está llamada a hermanarse de las otras.

Es entonces donde co­bran protagonismo los princi­pios de concordancia práctica y unidad de la Constitución, que junto a los de corrección funcional y eficacia integra­dora orientan la hermenéuti­ca constitucional. Reitero que si se parte de la interpreta­ción cerrada, exegética y ais­lada del art. 209, las eleccio­nes tendrían que ser el tercer domingo de mayo, pero an­tes de arribar a esa conclusión, la configuración unitaria de nuestro ordenamiento cons­titucional intima a considerar varias otras de sus disposicio­nes, en particular las que pre­vén las funciones esenciales del Estado, los derechos fun­damentales y los fundamentos de la mismísima Constitución.

Ante los serios riesgos que aparejaría asistir a colegios electorales en los actuales mo­mentos, la ponderación de las diferentes normas es inevita­ble, lo que implica interpretar­las en atención al “pasaje de la necesidad” del que nos ha­bla Néstor Pedro Sagués como válvula de escape a situaciones absolutamente extremas, con miras a optimizarlas en fun­ción del peso específico de los bienes jurídicos en ellas tute­lados. De un lado, tendríamos las asambleas electorales pre­vistas en el art. 209, cuyo con­tenido esencial no se violaría en caso de modificarse la fecha de su celebración, y del otro la­do, el bienestar general, la dig­nidad como valor supremo y derechos fundamentales cuya protección efectiva debe ga­rantizar el Estado. La pugna no ofrece dificultad, porque estos últimos predominarían sin el más mínimo cuestionamiento.

Efectivamente, pues la afec­tación apenas en la fecha de las elecciones, admitida por la jurisprudencia constitucional cuando pondera proporcional­mente valores o bienes consti­tucionales en colisión, no me­noscaba el núcleo duro de las mismas, y lejos de dificultar el logro del interés protegido por el art. 209, su posposición lo facilita en razón de la protec­ción de intereses igualmente tutelados por la Carta Sustan­tiva. Pero todavía no fuese así, la posición contraria resultaría errada porque no haría más que encumbrar en el altar de los absurdos lo que el jurista argentino Roberto Gargarella denomina “formalismo irra­cional”, postura que en medio de la muerte y desolación que ha diseminado el COVID-19 supondría “inclinarse por el sometimiento del derecho a las formas aun cuando, por si­tuaciones excepcionales, tales formas amenacen con soca­var o quebrantar los principios sustantivos a los que dichas formas venían a servir”. Y no huelga recordar que la que vi­vimos es una crisis de histórica excepcionalidad que exige en­cararla con decisiones que ase­guren el mejor funcionamien­to posible de las instituciones.

Excusada la desaplicación del art. 209 como medio de evitar un mal mayor, el enfoque de­be entonces dirigirse hacia su exigüidad para valorar, en fun­ción de una lectura rígida y so­litaria, la conformidad consti­tucional o no de la indicada resolución de la JCE. Konrad Hesse, quien entre 1975 y 1987 fue juez del Tribunal Constitucional Federal de Ale­mania, sostenía por igual que la interpretación constitucio­nal es concretización, esto es, con base a los datos que ofrez­ca el análisis de la realidad. El art. 126.1 de la Carta Mag­na consagra la “fuerza mayor y otras circunstancias debida­mente motivadas” como cau­sas válidas de cumplimiento diferido de la obligación que pesa sobre todo mandatario electo de juramentarse ante la Asamblea Nacional el 16 de agosto siguiente a su elección.

La fuerza mayor está igual­mente prevista en el acápi­te o) del art. 93 como presu­puesto para el traslado de la sede de las cámaras legislati­vas, resultando fácil deducir que tanto dicha causa como las “circunstancias debida­mente motivadas” son ex­cepciones a imperativos cons­titucionales. Conforme a la pretensión unitaria con la que deben ser interpretadas las disposiciones sustantivas por aplicación del principio de unidad de la Constitución, es claro que las premisas de los citados arts. 93 y 126.1 son adecuadas para iluminar el espacio de oscuridad del art. 209, o mejor, para llenar su vacío ante la realidad con­creta que vive el país.

Si el constituyente anticipó, aunque para otros supuestos, la ocurrencia de hechos jus­tificativos del incumplimien­to en tiempo oportuno de su mandato supremo, no cabe duda de que su intención o voluntad finalista fue salvar la consecuencia de la impo­sibilidad de hacer lo que él ordena en la fecha señalada en el texto sustantivo. Inter­pretando el art. 126.1 de for­ma sistemática, teleológica y concretizada con la realidad que nos ha tocado a raíz de la propagación del COVID-19, como proponía Hesse, la con­clusión no pudiera ser otra: la JCE, atendiendo a las mismas causas o circunstancias del art. 126.1, puede modificar la fecha de celebración de las elecciones.

Opinar distinto equivaldría a suponer que la menciona­da pandemia no es un even­to extraordinario, imprevisi­ble y superior a los recursos y posibilidades de que disponía­mos para evitar su propaga­ción. A decir verdad, estamos ante una causa de fuerza ma­yor, o en peor de los casos, de un caso fortuito, que indistin­tamente revisten un carácter excepcional que excusa sobra­damente a la JCE a desaplicar o soslayar el mandato sugeri­do en el repetido art. 209 y, en cambio, a ejercer la atribución que le reconoce el art. 18.22 de la Ley núm. 15-19, en con­cordancia con el art. 212 de nuestra Ley Fundamental, de dictar resoluciones para “… resolver cualquier dificultad que se presente en el desarro­llo de un proceso electoral… a fin de rodear el sufragio de las mayores garantías y de ofrecer las mejores facilidades a todos los ciudadanos aptos para ejer­cer el derecho al voto…”.

Recapitulando: la Carta Mag­na no es un cúmulo heterogé­neo de normas, como algunos creen, sino un cuerpo armóni­camente vinculado, cuya in­terpretación unitaria desecha la lectura separada de su art. 209 para sostener que se im­pone una reforma constitucio­nal para posponer la fecha de las elecciones del 17 de mayo. No me cansaré de explicar que para preservar la relación ne­cesaria entre el derecho y la ra­zonabilidad, debe sacrificarse la aplicación resultante del te­nor literal de una disposición, lo que sumado a que es fin del Estado, a través de sus órga­nos constitucionales, resguar­dar el pleno goce de los dere­chos fundamentales, entre los que se incluye el del sufragio, permite arribar a la conclusión de que la Resolución núm. 42-2020 es constitucionalmente válida.

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