La pus que emana del poder
Más que servidores del Estado, muchos de los políticos encumbrados en el poder, por elección o designación, han sido unos genuinos depredadores del erario.
La lista de esos depredadores viene alargándose desde hace mucho tiempo, lo que indica que a las poltronas de los despachos oficiales solo se les cambian los forros manchados por sus cohechos.
Para que sus sustitutos, convencidos de que la impunidad es un cheque en blanco que va con el nombramiento, continúen la saga.
De esas conductas no castigadas es que se originan los escandalosos casos de corrupción administrativa que, entre gobierno y gobierno, sacuden de indignación y frustración a la sociedad.
Pese a que gradualmente se han ido implantando normas destinadas a garantizar la pulcritud y la transparencia en el manejo de los recursos públicos, los corruptos le buscan la vuelta.
Lo más decepcionante es que, con este mal ejemplo desde el poder, ha florecido una cultura de la corrupción administrativa, difícil de desmantelar.
Bajo esa cultura, muchos servidores de una institución estatal, no importa su rango, creen que el erario es una mina personal, cuando no el botín que les toca por haber ganado unas elecciones.
Y como, por años, la justicia se había tenido como rehén del poder político, no había temores de ponerle la mano a lo ajeno, ni aprovecharse de las posiciones para enriquecerse.
Fruto de esta larga experiencia de asalto descarado a las arcas del Estado, es abundante la pus que ha emanado del poder como para que la sociedad sea más valiente en reclamar un castigo ejemplar para quienes la han defraudado bajo dudosas promesas de redención moral y cambio de paradigmas.