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De la formación a la perversión

Las escuelas públicas han dejado de ser lo que fueron por muchos años: auténticos templos del saber.

Antaño, simbolizaban la fuente de la disciplina y el estudio en la que niños y adolescentes abrevaban las esencias de la moral, el respeto y el amor a la patria.

Sus maestros, iconos de la sabiduría y la autoridad, respetados y admirados, eran una extensión de las familias, los segundos padres a quienes se les confiaba la educación de los alumnos.

Con el devenir del tiempo, esos valores han sucumbido y ahora la escuela pública, casi en sentido general, no es una real garantía para que los alumnos estudien y aprendan a formarse como buenos ciudadanos.

Prevalece un conflicto que luce insalvable entre la capacidad de los docentes para trasmitir los conocimientos básicos y la pereza o el desinterés de muchos alumnos en el aprendizaje de las materias formativas.

A menudo, las escuelas se asemejan a antros de perversión, en los que se reproducen las riñas, las adicciones a sustancias dañinas y todas las formas de desacato que caracterizan a la sociedad.

Ahora son comunes las escenas de sexo abierto, homosexualidad, irrespetos verbales mutuos y peleas entre profesores y alumnos, todo lo cual es una prueba de que la disciplina se ha perdido y que el docente ha dejado de ser una figura reverente.

Si la escuela está llamada a ser una fragua del conocimiento y del saber, núcleo primordial de la educación en la familia y la sociedad, esa cualidad prácticamente se ha ido evaporando.

Ni una cosa ni la otra parecen seguras bajo un modelo degradado, contaminado por la inmoralidad, el irrespeto y la falta de compromiso entre docentes y alumnos para la construcción de una mejor sociedad.

Duele admitir que poco falta para cantarle su réquiem.

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