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Los periodistas iconoclastas, ayer y hoy

Como los periodistas jóvenes de ahora, que son una especie de iconoclastas frente a los viejos paradigmas de la comunicación, así también éramos los de la generación post-Trujillo.

Entramos a los medios en la convulsa década de los sesenta, cuando todavía se sentían las secuelas del desmantelamiento de los símbolos y modelos dejados por treinta y un años de dictadura.

Y, como era de esperarse, también sentíamos que desde el periodismo teníamos una cuota de responsabilidad en la sustitución de un modelo de periodismo subordinado al poder y ser mensajeros de la libertad, en los umbrales mismos de la era democrática.

En nombre de esa naciente libertad que la sociedad comenzaba a recuperar y vivir, el periodista abrazaba su misión y su oficio sin temor a los riesgos al cubrir episodios de conflictos y violencia, exponiéndose a todos los peligros.

Tampoco le temían a cuestionar o confrontar a cualquier autoridad, por más encumbrada o poderosa que fuera, al entrevistarlas casualmente o en ruedas de prensa formales.

Abundan las anécdotas de broncas, discusiones y hasta forcejeos entre periodistas y autoridades, reflejos de una etapa de tirantez mutua en la que se asumía que la prensa era el perfecto contrapeso del poder, o el cuarto poder.

A no pocos políticos y uno que otro gobernante sacaron de sus casillas con preguntas incómodas. Y, en ciertos casos, los que sobresalieron por su papel contestatario sufrieron el acoso de los servicios de seguridad, irse al exilio o a la cárcel, desaparecer misteriosamente o ser asesinados.

Era una época de ebullición revolucionaria, donde los jóvenes presenciaban cómo las protestas callejeras, las guerrillas y los movimientos sociales contra el “status-quo” iban allanando el camino a un sistema más libre y democrático, aquí y en otras partes del mundo, en agitada transición.

Y los periodistas, que no eran ajenos ni indiferentes a esos dolores de parto de la democracia, en gran medida fueron influenciados por esas corrientes del cambio político y social y se abanderaron a ellas.

La prensa, en sentido general, salvo dos o tres medios insignificantes patrocinados por el gobierno o en voluntaria línea progubernamental, pero de corta vida, era más viril, más crítica y menos tolerante a la censura o los chantajes.

Ahora las prioridades van de la mano de la transformación tecnológica, y la tarea de informar, orientar e iluminar a las audiencias que sobrepasan numéricamente a la élite de lectores del pasado impone otros desafíos.

Pero, en este nuevo contexto, algo queda claro: los medios y los periodistas nunca deben sacrificar la verdad ni perder independencia y coraje en la denuncia de los hechos que amenacen las libertades humanas.

Porque, en definitiva, el único valor o símbolo que los periodistas iconoclastas de ayer o de hoy no pueden destruir es ese: el que convierte a la prensa en guardiana de esas libertades y la que le sirve a la verdad y a los mejores intereses de la sociedad.

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