EDITORIAL

Una nación indignada y adolorida

Con menos de dos meses de asumir el poder en 1986, el presidente Joaquín Balaguer estremeció al país al destituir de manera fulminante al secretario de las Fuerzas Armadas, al jefe de la Marina y al director del Departamento Nacional de Investigación, a causa del asesinato de un recluso.

El 7 de octubre de ese año se conoció la noticia de que un detenido en el cuartel de la Marina en Sabana de la Mar apareció ahorcado, y en pocas horas el contundente decreto presidencial echó de sus puestos a tres generales de brillantes hojas de servicio.

Más allá de condenar, con este gesto, el injustificado asesinato de un detenido, el presidente Balaguer selló la impronta de una línea de conducta de intolerancia a los abusos e impunidad de los militares y mandó la señal, muy clara, de que los vientos habían cambiado y que no estábamos en su gobierno de los 12 años.

Otra prueba fehaciente de la línea que estaba perfilando la dio Balaguer en 1989, tres años después, a raíz del suceso en el que el dirigente izquierdista Daniel Mirambeaux, a punto de ser extraditado a los Estados Unidos, fue torturado y muerto en el Palacio de la Policía y su cuerpo lanzado desde la tercera planta de ese edificio en octubre de ese año.

El entonces jefe policial, tras informar a Balaguer en Palacio Nacional del “suicidio”, se llevó tremenda sorpresa al saber que estaba destituido cuando ni siquiera había llegado de regreso a su despacho.

Retrotraer estos episodios resulta ahora oportuno, pues todo el país está indignado y adolorido por el brutal ametrallamiento de dos jóvenes pastores evangélicos por parte de una patrulla de la Policía en la autopista Duarte.

El presidente Luis Abinader, tocado también por el dolor y el estupor de este crimen sin sentido, hizo un enérgico pronunciamiento de condena y dispuso la cancelación de todos los miembros de la patrulla, ordenó una profunda investigación y el sometimiento del grupo a la justicia.

Pero en la sociedad ha quedado el sabor amargo de percibir que su seguridad está en manos de una institución lastrada por una pésima gerencia de mando, cuestionable control de la autoridad y un personal poco depurado para esas delicadas funciones.

De la necesidad de su reforma, de arriba a abajo, se ha venido hablando desde hace tiempo, pero nunca han avanzado los tímidos pasos que se han dado en pos de esos objetivos. Se dice que los dinamitan desde dentro.

Este es el momento de dar el manotazo del cambio. Como lo hizo Balaguer, sin temblarle el pulso, en 1986 y en 1989, al destituir a líderes militares y policiales de su confianza. Y la historia será otra.

Tags relacionados