La ruptura del dique
El distanciamiento físico y el confinamiento total nunca se asumieron como parte de un modus vivendi forzoso pero necesario para enfrentar la pandemia del Covid-19, pese a que ya se sabía de su impacto letal en el mundo.
Pese a la vigencia de un estado de emergencia que restringía la movilidad humana y los negocios, la mayor parte de la población se mostró reacia o rebelde frente a las medidas, cuya intención de fondo era la de prevenir una oleada inmanejable de contagios.
Se hizo entonces evidente que el Gobierno no tenía la capacidad disuasiva suficiente para disponer la cuarentena total, que era el primer y decisivo paso que aconsejaban las circunstancias, ni para evitar que, dentro del clima de libre albedrío con que muchos actuaron, se pudiera alcanzar un mínimo aceptable del confinamiento forzado por el toque de queda.
Estábamos, en verdad, en una frágil por no llamarla falsa cuarentena. Solo visible en la generalidad de los negocios paralizados, mas no en el recogimiento de la gente para evitar la transmisión del virus de persona a persona.
Por eso fueron tantos los ciudadanos que se contagiaron y los que murieron por esa causa tras las aglomeraciones y carnavales de marzo, cuando ya el virus circulaba entre nosotros.
Sin haber cumplido favorablemente esa fase crucial de prevención, el Gobierno abre definitivamente la nueva fase de “convivir con el virus”, apelando a un sentido de responsabilidad ciudadana que nunca fue auténtico ni general.
Ahora, con la cadena de transmisión aún activa, en vías de alcanzar las zonas rurales, carenciadas de todo, hemos pasado como tropas victoriosas al escenario de la “normalidad” confiándonos, como dijo el Presidente, que “hemos frenado la pandemia”.
Ojalá que así haya sido. Esa es la mayor ilusión de todos. Pero en la confianza es que está el peligro.
Al peligro de la pandemia no le temimos. Y por eso nunca pudieron funcionar los diques de la contención.
Ojalá que no tengamos que pagar caro este error.