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El eclipse de la credibilidad

La credibilidad, como cualidad de la palabra o de la acción creíble, es la mejor credencial a la que podría aspirar un gobierno para cultivar y ganarse la confianza de la ciudadanía en sus ejecutorias.

Cuando la credibilidad decrece o se evapora, la gente no solo pone en dudas lo que un gobierno dice que hace y hasta el pretexto que esgrime para explicar lo que no pudo hacer, sino que tampoco cree en sus buenas intenciones o en sus promesas.

La falta de confianza provocada por la no credibilidad en las acciones o palabras de un gobierno se traduce, en los hechos, en un abierto o silente irrespeto hacia sus procederes.

Y en circunstancias como estas, un gobierno puede hasta perder progresivamente legitimidad, aunque no viole ninguna ley o se aparte de algún canon fundamental de la Constitución, que son a la vista las principales causas que conducen a un grave pecado contra las reglas y los principios democráticos que le dieron origen y sustento.

Conservar la credibilidad de sus actos y sus palabras debería ser, para un gobierno, la regla de oro en su difícil quehacer de dirigir los destinos de una nación, para lo cual necesita, indispensablemente, la confianza de sus gobernados.

Si el ciudadano pierde la confianza en sus autoridades policiales, militares y judiciales, porque descubre que mienten, adulteran o manipulan la verdad, el irrespeto deviene como un resultado directo de este descreimiento.

Estamos viendo, últimamente, cómo la ciudadanía está reaccionando, incrédula, ante versiones oficiales que se ofrecen para explicar un hecho, tanto si están plagadas de contradicciones como si, en el fondo, relejan un propósito de ocultamiento de la verdad.

Un gobierno, desde la cabeza hasta abajo, debe ser fiel a la verdad. La transparencia de sus actos, pero especialmente la condición fidedigna y verosímil de ellos, es piedra angular para el buen éxito de su gestión. Y para su propia legitimidad.

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