Opinión

EDITORIAL

En trance de quiebre

El principio de autoridad parece haber entrado en trance de quiebre en muchos sentidos, a la franca.

Si penoso es admitirlo, más duro es percibirlo. O sufrirlo en el silencio de la desesperanza.

La corrosión de este principio se hace visible a través de múltiples manifestaciones.

Por ejemplo, en el irrespeto generalizado de casi todas las leyes y en el desafío directo sobre aquellos que representan las instituciones encargadas de custodiar y preservar el orden, la seguridad ciudadana y la soberanía.

La delincuencia es una fuente primaria de ese descalabro, porque los matones, los asaltantes y hasta el más enfurecido conductor de vehículos no tienen frenos a la hora de agredir, tirotear, burlar o desconocer a la autoridad representada en los policías y militares, los agentes del tránsito o los vigilantes fronterizos.

Los evasores de impuestos, los contrabandistas, los falsifi cadores infi - cionan con éxito todos los controles y normas y sus negocios ilícitos prosperan al margen de toda ley.

A esto le llamamos el reinado del engaño y de lo falso.

La masiva invasión de ilegales haitianos potencializa este descalabro de la autoridad en la medida en que muchos de esos extranjeros atraviesan subrepticiamente, o a las claras, con el soborno a los guardias fronterizos, las líneas limítrofes, y se insertan en todos los espacios de la actividad vital dominicana, sin documentos y sin el más mínimo apego a nuestras leyes o costumbres.

Esa comunidad de inmigrantes casi rivaliza con la de nuestros delincuentes criollos en los averages de mayor desafío y burla a todas las normas que proscriben los delitos, cual que sea su naturaleza.

La corrosión moral, que es otra de las causas del quiebre del principio de autoridad, ha fragmentado el núcleo principal de la sociedad derivando en un progresivo estado de desobediencia de los hijos hacia sus padres, de aquellos hacia sus maestros y luego hacia unos valores que consideran en decadencia o inexistentes.

De ahí que niños y adolescentes, en número cada vez mayor, desfoguen sus rebeldías recurriendo a las drogas, a la actividad delictiva, a la prostitución, al festín sexual o al desapego a los estudios.

La sociedad ha quedado, así, con sus pilares básicos en estado de fragilidad.

Nadie se siente en el deber de respetar la Constitución ni las leyes, mucho menos a las autoridades llamadas a hacerlas cumplir.

La autoridad se fl agela a sí misma cuando se desbordan los límites de la disciplina interna, cuando los subalternos se rebelan o desconocen a sus superiores, cuando estos se echan a un lado al ser desafi ados por los ciudadanos que violan las leyes, cuando entran en contubernio con los delincuentes o cuando son inefi caces para controlar la inmigración ilegal.

Son los síntomas de una progresiva desintegración a la que asistimos con pasmosa indiferencia.

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