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DOMINICANEANDO

Progressus

José Miguel Soto JiménezSanto Domingo

Cuentan que Lilís, al “pasar por las armas” al poeta Ortega, arrojó sobre su cadáver los pedazos de un papel que contenía unos versos que había escrito contra Heureaux, y que pretendiendo estar escritos en latín, se entendían burlones claramente, porque hacían alusión a uno de esos “lisios” que el dictador decía que tuvo una vez, pero del cual, según él, se había curado, tal como le dijo a su amigo, el ya anciano general Cabral en alguna ocasión memorable. “Con que ‘Lilisibus Ladronibus’, ya no escribirás más en latín”, dijo fingidamente reflexivo “Lilisie”, al cuerpo del bardo puertoplateño acribillado, como si describiera con la acción grotesca todo el peso ensordecedor de la palabra. Como si nos dijera eso mismo que se ha mencionado siempre en cuanto al valor de las palabras, cuyo poder está en su significado y sus consecuencias, el verbo del demiurgo que se desata a partir de su pronunciación, no solo como “prótesis del recuerdo”, como diría otro poeta, sino como enunciado de la acción comprometida que compromete hasta las últimas consecuencias. “Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla. La palabra también afirma, reafirma niega, desdice y compromete, sobre todo eso. “El peje muere por la boca”, rezaba tenebroso un letrero en las oficinas del SIM, recreando la sentencia popular cual advertencia terrible: “En boca cerrada no entran moscas”. Fuera de esas alusiones fatídicas, la palabra posibilita la vida, la palabra que puede ser un arma, también salva, recrea, le da cuerpo al pensamiento, que sin ella sería un pozo muerto. El problema está, cuando las palabras son usadas de manera pérfida con otros fines aviesos, para mentir, engañar, o causar ciertos efectos deseados, tergiversándolas dentro de sus mismas posibilidades interpretativas, santificadas por ese sino del mercadeo que parece efectista permitirlo todo, se desequilibra el arte y se convierte en artificio, cosa maleada, porque el fin justifica los medios. No vamos a ser aquí una radiografía semántica ni filosófica del significado de la palabra “progreso”, que viene del latín “progressus”, lo importante es su significación, tan simple como expresivo: “Marchar hacia delante”. Avanzar, adelantar, ir mas allá de donde uno estaba. Ir adelante hacia otra cosa que se supone mejor, para las mayorías digo yo, y eso entonces le da una connotación democrática a la palabra progreso. Avanzar, marchar, adelantar, en sentido figurado, eso alude al futuro que es lo que sigue al presente. “Más adelante”, adelantar, avance, acción de avanzar, superar por lo menos nuestros problemas elementales, dejar atrás ese maldito “tiempo sin historia”, las iniquidades, las injusticias, los engaños, la falsedad misma de una democracia de escaparate que desmiente sus esencias. El progreso entraña evolución y en los procesos sociales donde se interpela la necesidad de los cambios, eso desemboca en revolución democrática impostergable, que tiene que venir, porque precisamente, el progreso que se vende para fines propagandísticos, no supone avance, en lo que tenemos que adelantar y “apurar el paso”. No progresamos superando o aliviando la pobreza. No progresamos en la salud pública, ni en la educación, ni en la seguridad ciudadana ni en la producción nacional y ni en muchas cosas más, que constituyen los pormenores de nuestro dilema nacional. A despecho de esa propaganda que parece “tomarle el pelo a nuestra inteligencia”, involucionamos en muchas aéreas bajo la cubierta del juguete en esa gran industria del entretenimiento, placebo de nuestra angustia, golosina de nuestra paciencia, entendible, no sólo por aquel recurso pérfido del “pan y circo”, sino por aquello que dice que lo que “no avanza entonces, retrocede”. Lo que pasa es que la palabra en sentido general, posee otros atributos, manipulada por los diestros. Articulada por los que tienen el don. La palabra encanta, hechiza, emboba, envilece. La palabra que cura, también enferma y adormece. Y el progreso que es el fin de los pueblos puede convertirse simplemente en un “tente ahí”, una “paleta”, una “pendejada”, que suena bonito y que sirve vacía de contenido social como sonajero barato para justificar la reelección o el continuismo. Afortunadamente ningún sortilegio dura para siempre, cuando la realidad al fin emerge, cuando se rompe el encanto y se despierta el niño, se descubre la falsedad y con ella, la necesidad imperiosa de votar algún día para que la cosa cambie y no para que siga igual. ¡Hay que volver a Capotillo!

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