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Esto no es un juego de niños

En la Policía existe un manual que indica cómo sus agentes deben actuar en diferentes circunstancias frente a los delincuentes. El uso de la fuerza tiene varias escalas, dependiendo del nivel de gravedad de un hecho. Esta fuerza, según el manual, puede ser la necesaria para reducir a la obediencia a un delincuente, o la letal, en casos extremos en los que está en peligro la vida misma de los agentes o de civiles que se encuentren en el entorno del evento. En un ambiente en el que abundan los casos de atracos, asesinatos, robos y otras formas de raterismo o en los que pandillas que defienden territorios del narco se enfrentan con poderosas armas, la Policía siempre está retada a actuar con la mayor precaución, pero al mismo tiempo con la mayor firmeza. No estamos en un juego de niños. Los delincuentes, por lo general, no sólo son audaces y corajudos, sino malvados. En el afán de conseguir sus objetivos, actúan con sangre fría sin importarles a quién o quiénes los quitarán del medio y los mandarán al otro mundo. En un país en el que ni siquiera se respetan las señales de tránsito, en el que muchos ciudadanos desconfían de la autoridad o la desafían abiertamente, en el que muchos conductores ni siquiera se detienen ante una orden, es latente y amplio el riesgo de que un procedimiento policial termine en sangre. Pero la respuesta de la sociedad no debe ser una que propicie la desobediencia de la autoridad, ni que limite, neutralice o paralice la necesaria e impostergable obligación que tiene la Policía de garantizar la seguridad y defender a la sociedad de tantos maleantes o crueles asesinos, una misión en la que las flores y los perfumes no son suficientes para disuadirlos.

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