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LAS PÁGINAS BLANCAS

Madre

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Carlos X. ArdavínSanto Domingo

La veo, tantos años después, cosiendo en el pasillo de nuestra casa. Cosía con premura, nerviosa, luego de su frugal desayuno, y no paraba hasta ver las primeras formas del vestido que iba a estrenar en la fiesta de fin de año de la Casa de España. Yo me sentaba cerca de ella a leer el periódico, y observaba cómo de su frente pulcra caían unos perladas gotas de sudor. A veces le hablaba, le contaba alguna tontería para entretener la monotonía de su trabajo, o le leía una noticia que juzgaba interesante. Ella, sin dejar de hilvanar, decía las cosas hay que hacerlas bien, todo cuesta, hay que ahorrar, que la ropa está carísimaÖ Este recuerdo humilde todavía me acompaña; ignoro por qué ha persistido en mi memoria sobre otros muchos que la dibujan con relieves más hermosos.

A media tarde abría un paréntesis para merendar una fruta, un poco de chocolate o alguna golosina. Y luego continuaba, entregada a su labor como si en ello le fuese media vida.

Ella me enseñó la íntima alegría del trabajo bien hecho, los invisibles encantos de la disciplina. La satisfacción del deber cumplido.

Todo esto me parecía entonces artificial, inauténtico: frases hechas, consabidas enseñanzas de la maestra que pudo ser y no quiso. Hoy, que he alcanzado la madurez, las considero verdades absolutas. Rigen ahora mis días; le otorgan cierta consistencia.

Sé que este instante que rememoro es sólo humo en mi mente o en mi deseo; que ya no existe ni ella lo habita. Pero supone un modesto consuelo que me regalo ante la profunda tristeza de la vida.

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