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LAS PÁGINAS BLANCAS

Muchacha de ojos serenos

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CARLOS X. ARDAVÍNSanto Domingo

En las pálidas tardes de este otoño te observo, muchacha de ojos serenos, mientras caminas como alzando al vuelo el tiempo que te sobra todavía. A mí me faltan las primaveras amarillas y los verdes campos del edén que fue mi juventud. El oro de tu boca, los besos en la arena que las olas borran al morir el crepúsculo. Frágil superficie que mis manos acarician en vano, como se intenta atrapar el agua que discurre o el aire que acaricia las piedras olvidadas.

Dibujo la sombra de un cuerpo desnudándose, en el instante preciso en que su fulgor perece como un pájaro metálico.

De negras palomas el aire se puebla; con túnica negra, tejida de niebla, se envuelve a lo lejos feudal torreónÖ caligrafío estos versos en el cuaderno de los adioses que siempre me acompaña.

La muchacha, ahora, es ya una oscura huella que se pierde entre los árboles, peregrina, misteriosa, con su leve risa de reloj antiguo. La clepsidra marca el paso de las horas con su fluir perenne, interminable. Y el cielo se cubre de nubes solitarias. Dónde posar el pensamiento un instante, dónde el reposo encontrar en medio de la noche. La ceniza que dentro de mí labora, corrompiendo mi carne, tiene un sabor acre de melancolía; la ceniza marca el origen y el final anticipa: debería amarla ya, como se ama a una mariposa moribunda o a una carcomida manzana.

En mi memoria la muchacha de ojos serenos regresa, y me entrega un lápiz dorado y unos folios vacíos como sus manos. Ahora, que la tengo cerca, intento tocarla, pero huye, como un joven venado gris, y se interna en el oscuro bosque de las palabras.

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