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El mecánico y los políticos

En mis años de infancia solía acompañar a mi padre a llevar su vehículo al mecánico cuando aquél tenía algún desperfecto; y aún me produce mucha hilaridad recordar la fórmula que implementaba éste para diagnosticar el problema, una vez mi padre terminaba de explicarle los signos que presentaba.

El método era en siguiente:

El “maestro” decía a su ayudante: “Puro, mira a ver si la batería tiene carga”. ¡Cómo no maestro! -exclamaba Puro- para a seguidas añadir: Está un poco floja. Debes ir a comprar una batería -decía el “maestro” a papá- mientras sigo chequeando. En lo que papá se trasladaba a comprar la batería, el cuadro en el taller era más o menos este: Puro, chequéate el alternador. Sí maestro, respondía Puro obsequioso. ¡Maestro, los carbones, no sirven! Esta afirmación de Puro hacía que mi padre, tan pronto llegara de comprar la batería, volviera de nuevo hacia la tienda de repuestos a adquirir los carbones; pero mientras hacía eso, Puro y el “maestro” iban explorando y deteniéndose en nuevas piezas de las que intervenían en la distribución de la corriente de nuestro vehículo y ya, para cuando papá regresaba, les tenían una listita que incluía bujías, platino y condensador, entre otros, como si el sistema eléctrico estuviera averiado entero.

Mi padre respetaba mucho al “maestro” -eran compadres tres veces- y buscaba con presteza sus encargos con la presión propia de que a las tres de la tarde había que ir a llevar los cubos de leche para el ordeño del próximo día y esa hora estaba muy cerca.

Puro, dale a prender -ordenaba el “maestro”. ¡De fábrica!, agregaba Puro, que ya quería irse para la fonda de la esquina, donde una hermosa mulata de ojos brujos entresacaba -como avezado buzo- la mejor carne con “cueritos” del cerdo que se cocinaba ese día, para deleitar el tosco paladar de quien le prodigaba, entre calores y mosquitos, las torpes caricias nocturnas que justificaban su existencia. Acto seguido, mi padre encendía el vehículo y luego de dos o tres acelerones pasábamos a buscar los cubos y nos conducíamos al campo; con tan mala suerte que, empezando a tomar la carretera, el vehículo presentaba el mismo fallo.

Cuando regresábamos al taller resultaba que el fallo nunca había sido eléctrico, sino de gasolina; la bomba estaba obstruida. Ese era el viacrucis que debía pasarse para componer el vehículo con un mecánico de pueblo; que no tenía las más mínimas competencias y sus diagnósticos eran tan desacertados como sus remedios.

Los políticos opositores del gobierno obran con la misma aparente impericia del mal mecánico, solo que en este caso los desaciertos en diagnóstico y remedios son sugeridos con la malicia del resentimiento y la frustración. Por ejemplo, en el caso Odebrecht, lo primero que exigían era que había que conseguir el valor del dinero dado en sobornos, porque en todos los otros países concernidos en el tema ya se habían hecho acuerdos en esa dirección. Pero, cuando se propuso y se llevó ante un juez el acuerdo, plantearon que eso no era lo importante, que lo importante era indagar sobre las posibles sobrevaluaciones. Y cuando se decidió pedir a la Cámara de Cuentas que practicara una auditoría para determinar posibles sobrevaluaciones se dijo que no, que la Cámara está contaminada, que debía traerse auditores internacionales. Cuando la Cámara dijo que había invitado a unos auditores brasileños, con probada experiencia en esos casos, dijeron también que no, que esos brasileños podían ser relacionados de Odebrecht.

Lo cierto es que la idea de los opositores -metidos algunos a verdes, para desacreditar un movimiento tan serio como sincero- no es ayudar a esclarecer nada ni que se castigue culpables; como el mal mecánico, pasan de una petición a otra, en este caso no por incompetencia, sino por efecto de una resentida convicción de que, no solo no pudieron construir mayoría en las pasadas elecciones, sino que de cara al veinte están divididos en cuarenta; y si bien andan juntos nada podría unir sinceramente a mansos y cimarrones en un proyecto de nación. De ahí que mejor sería jugar, incluso, a estimular la sedición. ¡Qué pena! Han ido por lana y han vuelto trasquilados. ¡Como si de prima tonsura se tratara! Les falta nobleza para provocar admiración, para producir paradigmas y eso los mantiene aún bailando el último tercio de la danza del futuro ahogado.

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