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La poesía del “Padre Miguel”

A Luisito Scheker, sancarleño de pura cepa, hermano y amigo Los seres humanos somos gregarios, nos unimos socialmente en base al trabajo y la cultura.

¿Cómo vive una comunidad sin los lazos afectivos que crea el amor? ¿Y qué es el amor sino un ágape divino? ¿De dónde viene el amor, el alto amor, los sentimientos, la solidaridad, el espíritu en común de una obra de fe? Viene del altísimo, de aquel que mora imperturbable en los cielos y la tierra, fuente prístina de energía, bondad suprema, creador de todo lo creado, inmanente trascendencia de lo que sigue creándose en los universos y en las galaxias.

¿Y quién era el párroco, el cura, el que trazó una ruta sencilla de palabras, oraciones que aprendimos a querer en la memoria, para salvaguardar la prístina luz del asedio de la parte oscura del ser? ¿Y quién era el guardián sigiloso de los oficios religiosos, con su barba luenga, con su cuerpo cansado de peregrino del alto oficio del corazón bueno, fraterno? ¿Y quién era el enviado de la orden de los Capuchinos, que ejerció su ministerio sacerdotal durante 63 años con una anónima humildad que lo consagró como servidor incondicional del Señor? Del Señor, sí del Señor, la voz última, el sonido primero de la devoción, del amor como una marea, como un desbordamiento de luz y palabras limpias, de aliento y luz celestial.

San Carlos fue fundada por emigrantes canarios, en la entonces colonia de Santo Domingo, autorizados por el rey Carlos II de España el 18 de febrero de 1685, en lo que fue la parte alta de la ciudad colonial, sus afueras, el extremo de fundos y hortalizas, donde un puñado de emigrantes decidió plantar, como catecismo el rendimiento y la productividad asociada a la bendición cristiana. Desde su colina se podía observar el movimiento de los nuevos referentes coloniales.

Supongo, imagino, que en su frontera de árboles y pájaros silvestres, San Carlos era entonces un plácido refugio de soñadores y vigías de la primavera. Esta misma Iglesia construida en 1692 por los pobladores de San Carlos fue transformándose, con materiales más duraderos como ladrillos y labor de mampostería en el curso de lustros y décadas. Allí arribó en los años 40 del siglo veinte, el padre Fray Mateo Rodríguez Carretero y Salamanca, a quien llamamos “Padre Miguel”, luego de realizar misiones de cristiandad en varias iglesias de la ciudad colonial. Él era el párroco, el cura que le tocó vivir un tiempo de convivencia barrial, que se involucró en las angustias y objetivos de una sociedad que encontró en su palabra de fe profunda, el bálsamo de compensación ante la crudeza de la vida, y el injusto orden establecido con violencia y usurpación de mandatos divinos. Nunca se le escuchó farfullar una queja personal, se concentró en actividades que fomentaron el desarrollo sano de los jóvenes, la orientación espiritual de su feligresía.

Al Padre Miguel se le concedió la nacionalidad dominicana, con rango privilegiado en reconocimiento por sus extraordinarios servicios espirituales, morales y humanos a nuestro pueblo. La calle “Libertador” que comienza en la avenida México hasta el “parque Abreu” de San Carlos, se llama ahora “Padre Miguel”. Sus restos están dentro de la Iglesia, reposando la eternidad, apegado a esta Iglesia y a sus santos y patrones, a sus festividades, a la gloria inmarcesible del Dios vivo.

Quien escribe fue bautizado, hizo su “Primera Comunión” y la ceremonia de “Confirmación”, por el Padre Miguel en la Iglesia de San Carlos. De él, guarda mi alma su generosidad, su lozanía, su palabra salvífica, su gracia cuando hablaba en nombre de Dios, sus consejos, su orientación frente a los retos y azares que nos deparaba la vida. Mi madre era una devota de esta Iglesia, llevado de su mano aprendí a conocer y a querer a este párroco, a este cura inmenso, inolvidable.

No me parece que se haya ido. Pienso que puedo encontrarme de nuevo con él, si se plasma lo que la heroína nacional, Minerva Mirabal le dijo al mártir de la luchas por la libertad, Tony Barreiro, en la cárcel de torturas del trujillismo, en el sentido de que después de la muerte, las personas que se han querido se encontrarán nuevamente en algún lugar, en alguna esfera de energías convocadas por el amor.

Curiosamente, la edificación añeja donde se aloja el Templo, a pesar de estar en la línea de fuego de los cañones y ametralladoras, en la calle “La Trinitaria”, que conducía al Palacio Nacional por el lado de la avenida 30 de marzo, nunca, en los días bravos de abril de 1965, se le incrustó a la Iglesia un solo proyectil, ni una sola bala de los aviones, que hostigaron el parque e hirieron entre otros al coronel constitucionalista, Manuel Núñez Noguera.

Antes de morir, lo visité, me musitó los versos de Santa Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí/y tan alta vida espero/que muero porque no muero…” ¿Habrá muerto realmente? ¿No estará trasegando en otra dimensión de la materia, cumpliendo otros ciclos y mandatos, con el alto amor de la vigilia y bondad de su gran corazón?

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