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COSAS DE DIOS

Admiro su paciencia

Dios me dice que espere. Yo respondo que está bien, pero salgo corriendo. Me manda a callar, y yo suelto un discurso. Intenta guiarme, estoy segura que me envía ángeles para que me indiquen que camine hacia la derecha. No pierdo esa certeza ni siquiera en el momento en que doblo, justo, hacia la izquierda.

Dios me dice que pinte un cuadro de verde, y yo contemplo lo bien que quedó en amarillo. Él no se exaspera, vuelve a inclinarme hacia un lado. Derrama luz en mensajes a través de la Biblia, un hermano o un desconocido. Me regala el discernimiento por el que tanto oro. Y me alcanza, no importa a dónde vaya, para que las cosas salgan bien. YÖ ¡qué va! Yo, terca como el pueblo de Israel que guió Moisés, vuelvo a equivocarme. Porque no obedezco, porque no me gusta obedecer.

Vivo en constante rebeldía. Sin darme cuenta. Prometo que haré lo que Él mande. Mi obediencia a sus designios es un compromiso que he asumido, de verdad. Pero ese propósito siempre encuentra un espacio de extravío, un camino que conduce justo al extremo contrario que Él me indicó.

Lo he desobedecido tanto, para mi desgracia que, en una ocasión, durante un retiro con miembros del Movimiento de Renovación Carismática, cuya conexión con Dios aun me asombra, uno de los facilitadores exclamó: Dice Dios que te quejas pero en numerosas ocasiones te ha indicado qué hacer y tú lo desobedeces. Me tomé el boche para mí.

Prometí, entonces, que estaría atenta, que mi obediencia sería total. Y lo he intentado. Pero, como san Pablo, perdonen que lo cite tanto pero es mi apóstol favorito, “hago el mal que no quiero, no el bien que quiero”.

Y, claro, luego me quejo. Cada vez menos, la verdad. He aprendido que si no obedezco al que tiene la mayor sabiduría del universo, si no aprovecho el lujo de que se tome la molestia de indicarme el camino y, aun así, prefiero guiarme por la ignorancia de mi instinto ciego o sabrá Dios por quién, al menos, por decencia, debo quedarme callada. Nada de quejas.

Aunque, ¡ay!, se me escapa alguna, como los hijos después que meten la pata en algo que les advertimos. Entonces, como el mejor de los padres que es, Él vuelve a acogerme y mete su mano para arreglar el entuerto que armó mi desobediencia. Y me ahorra castigos merecidos, fracasos ganados y dolores obtenidos a pulso. Y de los que no me exonera, los revierte y hace que valgan la pena, que dejen una lección. Que, al final, sean para bien. ¿A usted le ocurre igual? ¡Cuánto nos ama! ¿Verdad? ¡Cuánta misericordia! Y, aun así, volvemos a desobedecerlo. Admiro su paciencia, por eso, debe ser Dios.

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