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¡Guerra contra la delincuencia!

El país se encuentra sumido en una escalada delincuencial, bajo la cual ni las leyes, ni la vida humana, ni las modestas pertenencias de un ciudadano están seguras ni mucho menos aceptablemente protegidas.

Esta escalada se expresa con violencia, ejercida por gentuza que utiliza armas de fuego o blancas o cualquier otro medio de coerción para burlar derechos inviolables del ciudadano, como el derecho a la vida, o para perturbar el orden establecido por la ley.

Esto quiere decir, en pocas palabras, que los delincuentes se han insubordinado contra la ley, han atacado a muerte a los representantes de la autoridad armada, matando policías y guardias para quitarles sus pistolas, revólveres o fusiles, y se toman las calles, a pecho abierto, para despojar de sus propiedades a los ciudadanos indefensos.

Es una guerra desenfadada, atrevida, prepotente e impiadosa contra la sociedad y contra el Estado.

No nos perdamos en verla así, porque en el fondo se trata de un desafío articulado, sistemático, criminal y perverso contra todos los elementos que forman nuestro marco institucional y nuestro modelo de vida.

Si es así, si se trata de una guerra, declarada o no, contra la sociedad y el Estado, representado en sus leyes y normas, entonces ¿qué espera la sociedad y el Estado para presentar batalla y defenderse de este ataque nutrido y concentrado de la delincuencia?

Estemos claros: lo que procede es que el Estado ofrezca una demostración contundente de la fuerza que legítimamente le corresponde ejercer para mantener la paz y la seguridad ciudadana, y que la sociedad lo secunde en esta respuesta.

Los enemigos están actuando, están matando, están robando, están forzando a los ciudadanos a atrincherarse y vivir con miedo. Y en tales condiciones, ni el Estado ni la sociedad deben permanecer pasivos, pretendiendo ignorar que estamos en medio de una guerra, aunque no haya sido declarada como tal.

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