El deplorable sistema de salud que nos ha tocado
Nunca había visto la muerte tan cerca de mí. Mamá, mi abuela, con quien viví los últimos 17 años de mi vida, se nos iba entre los brazos sin más.
La noche del viernes 28 de octubre todo iba bajo el estándar de un día “normal”. Era paciente de diabetes e hipertensión arterial. Ya había cenado e inyectado la dosis de la insulina que le tocaba.
Alrededor de las 8:45 de la noche presentó un episodio de convulsiones. Su cuerpo no tenía movilidad, estaba tenso, su boca cerrada, chocando sus dientes y no respondía al ser llamada por ‘Mamá’, como le decíamos todos en casa o, a Ramona, que fue su nombre por 85 años.
Después de unos minutos de mucha tensión, e insistir agitando su cuerpo, Blanca, quien la cuidaba, y yo pudimos recobrar el respiro junto a ella, ya que pudo balbucear y abrir la boca.
Con el teléfono al lado marqué al 911, la asistente entre pregunta y respuestas, me pedía los datos para saber qué había pasado y cómo llegar a la casa. Minutos más tardes llegó la ambulancia.
Ya mi abuela era un poco más consciente de todo. La doctora del Sistema Nacional de Atención a Emergencias 9-1-1 le hacía preguntas para saber cómo proceder, le tomó la presión y la glicemia, la cual estaba en 345, muy por encima de lo normal.
Partimos hasta el hospital más cercano. A pesar de tener un seguro de salud privado, lo procedente en este caso era trasladarla hasta un hospital público para que se le asista lo “más rápido” posible.
El Hospital Moscoso Puello era la opción que recomendada por la doctora. El Hospital Salvador Bienvenido Gautier era otra alternativa, pero pasarían horas para atenderla, según me comentó la especialista, quien andaba acompañada del chofer de la ambulancia.
De camino solo le puso un suero para ir estableciendo los niveles que estaban por encima de lo correspondiente.
Al llegar a emergencia, el tiempo de espera fue aproximadamente 20 minutos para que el doctor de turno le tomara la presión, pero pasaría casi una hora más para atenderla y posteriormente tomarle una muestra de su sangre para la prueba de la glicemia. Le fueron suministrados varios medicamentos.
Al estar ahí, ver a mi abuela decaída y pálida era algo mínimo a lo que puede pasar en un hospital público de este país. El panorama era devastador. Cada escena produce decepción, dolor o impotencia.
Muchas sillas de ruedas no tienen ruedas. Las sillas no son suficientes, aparte de que la condición es pésima y muchas están oxidadas, específicamente en el área de primera asistencia.
Eran casi las 12:00 de la media noche e insistía para que la doctora de turno le tomara nuevamente la presión y glicemia.
Durante la espera a nuestra derecha estaba una joven de 21 años, quien según su padre tiene problemas mentales, ya que le había dado un “ataque” y debía ser medicada. Su madre la sostenía y le acariciaba su cabeza. Mientras, la joven se veía muy perdida con un suero que corría muy despacio.
A nuestra izquierda, una hija con su madre, quien tenía tres días sin comer porque su mente perdió el sentido, al sufrir de Alzheimer, no reconocía nada ni a nadie. Su hija pedía que le pusieran un suero para que no se deshidratara, sin embargo, poca era la atención que le prestaban.
Luego de insistir, la doctora le tomó las medidas a mi abuela. La presión estaba dentro de lo normal y la glicemia estaba en 189. Nos dio el alta. Ya saliendo con ayuda de un amable camillero, pedí un taxi.
Dos minutos más tarde llegó, ya montadas y saliendo a la avenida Nicolás de Ovando, le pregunté algo a mi abuela y no respondió. El episodio de las convulsiones se volvió a repetir. Le grité al taxista que se devolviera, que regresáramos inmediatamente al hospital.
Fueron minutos de mucha tensión. No sabía si podía aguantar, pero sí, ella era muy fuerte. Llegamos y rápidamente el mismo camillero que me ayudó a montarla en el carro, la sentó en la silla de ruedas en pésimo estado.
Corriendo fui a decirle a la doctora que algo mal estaba pasando otra vez. Le tomaron la glicemia y estaba por encima de los 300. Había subido sin razón aparente. Suministran medicamento y es cuando la doctora me dice que deben profundizar más. Le pregunto qué debíamos hacer, me responde que por el momento iniciar con unas analíticas.
Ya a este momento decido llevar a mi abuela a una clínica para que le brindaran mayor atención y mejores comodidades, sin embargo me rompía el alma el hecho de pensar que de camino se produjeran otras convulsiones, que no aguantara llegar a la clínica.
Mi papá llegó y me convenció que lo mejor era sacarla de ahí. Nos tomamos siete minutos para llegar a la Centro Médico Alcántara & González. Todo ese tiempo me mantuve preguntándole cosas a Mamá para que no se “fuera”.
Ella me peleaba y me decía que dejara de preguntarle tantos “disparates”, que solo quería llegar a su casa que ya era tarde.
Al llegar a la clínica, la experiencia fue mucho peor que en el hospital. Allí nadie ayuda a nadie. No había un camillero que nos ayudara a sentar a mi abuela en una silla de ruedas, la doctora de turno no salía, porque “estaba ocupada”. Cuando finalmente salió, le explico la situación, de dónde venimos y la condición de mi abuela.
Ella sin un poco de empatía me dice que no hay camas, que mi abuela debe ser ingresada y que no hay dónde ponerla. Mi papá algo sofocado le dice que no podíamos volver a la casa así, que cómo era posible que toda la clínica estuviese llena.
La galena respondió que no podía hacer nada, que ahí estaba el Gautier y la Plaza de la Salud.
Efectivamente, al frente estaba la Plaza. Nos montamos en el vehículo y nos dirigimos hacia allá. Al llegar a emergencia, nos llevamos una gran sorpresa. En el área de información en emergencia no había nadie.
Una señora que estaba con su hija, quien había perdido un embarazo ectópico hace seis meses y ahora estaba en estado nueva vez con malestares, tenían según ella dos horas en espera que la atendieran.
Nadie salía a decir nada. El seguridad del área sólo decía que no podía hacer nada, que no le correspondía y que si dejaba pasar a alguien le podían hacer un reporte.
Al llegar un padre con su hijo pidiendo que lo atiendan, le responden que había que hacer turnos para que le dieran la primera asistencia a los pacientes.
Pasadas las 2:00 de la mañana, una doctora salió, le expliqué la situación y todo lo que nos había pasado, nos dice que no hay camas disponibles, que había que esperar. Le dije que nos íbamos a quedar todo el tiempo necesario, no volveríamos a la casa así.
Una hora más tarde nos pasaron a una cama en emergencia. Comenzaron a hacerle estudios desde analíticas, ecocardiograma, sonografía de tórax, toma de presión y radiografía, entre otros. Fue una noche larga.
Estuvimos ahí desde la madrugada del sábado hasta las 2:00 de la mañana del domingo, cuando nos pasaron a la habitación 245.
Seguían realizándole estudios. Neumonía adquirida en la comunidad fue uno de los diagnósticos. Mientras que su nivel de azúcar nunca se estabilizó. El lunes alrededor de las 11:00 de la mañana volvió a tener convulsiones.
Sus pulmones estaban demasiado comprometidos. Los síntomas fueron silentes, en casa nunca presentó grandes cambios, aunque pudieron esconderse en sus malestares y dolencias diarias.
Mamá sufría de dolores articulares desde hace más de 20 años y desde 2020 anduvo por toda la casa en una silla de ruedas, porque se le hacía casi imposible sostenerse en sus pies.
Ese lunes 31 de octubre fue desgarrador. Lloramos al verla en camilla con oxígeno puesto para que pudiera respirar, antes de ser llevada para hacerle una radiografía.
Después del susto todo transcurrió bajo la normalidad. Al día siguiente, había presentado mejoría, pero me preocupaba verla forzada al respirar. Esperé salir del trabajo para ir a verla, me estaba esperando. Le había preguntado a mis tías si había llegado a la casa, que dónde estaba porque ya era un poco tarde para ella.
Antes de las 8:00 de la noche llegué al cuarto, la saludé y me dijo que le iban a dar el alta, pero la dejaron un día más. Le hice varios cuentos y le mostré las fotos del bebé de mi prima, a quien quería como una nieta. Le mandó una nota de voz diciendo que estaba “alentá” y que su niño estaba muy bello, que lo cuidara mucho.
No pasaron 30 minutos para que comenzara a tener dificultad para poder respirar y de inmediato comenzaron las convulsiones. Salí corriendo a buscar una enfermera, fue a asistirnos, pero el médico no estaba en planta.
Pasaron varios minutos para que llegara. Pero la doctora de turno no llegó sola, junto a ella llegaron alrededor de seis médicos residentes con aparatos para hacerle estudios.
Esos minutos fueron muy intensos. Nos sacaron de la habitación y a puertas cerradas intentaron reanimarla. Lo siguiente era intubarla, pero igual su cuerpo no aguantaría mucho, dijo la encargada.
Nos dejaron pasar y entre llantos vi por última vez sus ojos abiertos, sentí su último latido y nos dio su último respiro.
El 1 de noviembre a las 9:50 de la noche Mamá nos dejó, ya hace casi un mes y lo siento como si fue ayer.
De esto me llevo que el sistema de salud de República Dominicana es deplorable, que los males silentes nos matan en vida y que Mamá aguanto firme hasta el último día.
Ramona Dolores García de Jesús, fuiste nuestro bronco y estuve ahí contigo hasta el final. Te querré siempre, Mamá.