La carrera por llegar a ser centenarios
Si en algo pueden medirse los beneficios del progreso es en las proyecciones de esperanza de vida. Según datos de la Universidad de Oxford, en el siglo XVIII la edad media de vida era alrededor de 30 años. Hoy en día ha aumentado a 73 años y, de acuerdo a datos del Banco Mundial, en Mónaco, Hong Kong, Macao, Japón, Suiza, Singapur o Italia se vive más. Por supuesto, se trata de un número que varía según las circunstancias de cada nación, que pueden verse afectadas por guerras, periodos de pobreza, acceso a la sanidad, hábitos alimenticios o factores medioambientales, entre otras variables.
Ciertamente, cada vez vivimos más años y, sobre todo en las sociedades ricas, ha cobrado fuerza lo relacionado a estirar al máximo la longevidad, acompañada del concepto de una vejez “óptima” que, de algún modo, incluso camufla los signos visibles del paso del tiempo. Es decir, el objetivo es alcanzar o superar los cien años, pero con un aspecto juvenil que borra las arrugas, elimina la flacidez y hasta desafía la gradual falta de movilidad.
En una entrevista reciente publicada en el New York Times, Valter Longo, gerontólogo y director del Longevity Institute in California en USC, afirmaba que su deseo es vivir “hasta los 120, 130 años”. Además de los estudios que realiza en su laboratorio, su propia trayectoria es un ejemplo de este empeño por, si no alcanzar la inmortalidad, al menos rozarla. Longo predica prácticas cuyos beneficios son obvios hasta para el más simple de los mortales: una dieta sana, ejercicio, una vida social activa, un eficaz y accesible sistema sanitario y la menor cantidad de polución. De todos es sabido que el exceso de grasas y alcohol, el tabaquismo, el sedentarismo, la soledad, los altos costos médicos y un aire envenenado contribuyen a acortar la vida. Además, Longo defiende los ayunos intermitentes y los beneficios de la dieta mediterránea, que es la que se sigue en el sur de Europa, donde, a fin de cuentas, la flauta de pan se digiere caminando en ciudades hechas a la medida del ser humano.
El biólogo, de origen italiano, pretende superar los cien años de vida, pero su hazaña se queda pequeña comparada a la del multimillonario Bryan Johnson. El entrepreneur estadounidense –que hizo su fortuna en el ámbito de las empresas tecnológicas– a sus 45 años se ha puesto como meta, no ya llegar a centenario, sino conseguir burlar a la guadaña de la muerte. Desde hace años, este hombre con músculos de culturista se ha hecho transfusiones de sangre con la de su hijo (un mozo en la veintena) y, a cambio, ha traspasado su sangre rejuvenecida a su propio padre. Unas prácticas que dejan como amateur al mismísimo Drácula. La rutina diaria de Johnson incluye la ingesta de un centenar de pastillas anti-edad, una dieta draconiana y horarios de monje: se despierta al amanecer y hacia las ocho de la noche ya está en la cama, listo para comenzar otra jornada maratoniana. Su proyecto incluye poner en marcha una comunidad (a un precio que no ha determinado), “Don’t Die Nation”, en la que el propósito de sus miembros es garantizar una eterna existencia terrenal.
Al leer acerca de todos los requisitos que expertos y fanáticos de la vida anti edad proponen como hoja de ruta para alcanzar o rebasar los cien años, uno siente una fatiga como si estuviera escalando el Everest. En esa rutina de Johnson, desde el alba al anochecer como un ratón de laboratorio dando vueltas en una noria para ganarle la partida al curso del envejecimiento, es inevitable preguntarse dónde quedó el tiempo para un cine, la escapada a un café (por no mencionar una cerveza en un bar, prohibidísimo en su manifiesto) o alguna indulgencia de los sentidos. Y la cuestión final: ¿acaso quiero llegar a ser centenario y a qué precio?
Casi todos los movimientos anti edad –con su bombardeo de marketing destinado a productos y procedimientos cosméticos– suponen un gasto importante y, no nos engañemos, suelen estar dirigidos a los consumidores con mayor poder adquisitivo que acuden a los mercados de productos ecológicos, gimnasios con clases especializadas y disponen de cuadros médicos que incluyen nutricionistas. O sea, disfrutan de una calidad de vida que ayuda a aliviar los efectos del estrés. La mayoría de los mortales lucha cada día por encontrar el equilibrio entre la actividad laboral, las tareas familiares, el presupuesto del mes y lo que se pueda permitir para el ocio y el bienestar individual. Vivir hasta los cien años convertidos en unos Dorian Grey (el célebre personaje de Oscar Wilde que es visto como un sinónimo de vanidad en busca de imperecedera juventud), representa todo un reto que la inmensa mayoría no se plantea. O ni siquiera contempla como una quimera alcanzable.