Viaje al corazón de la peor sequía en décadas de la Amazonia: “Aquí todo está parado”
El río Negro, el afluente más caudaloso del Amazonas, llegó a disminuir 30 centímetros por día en julio, aunque en las últimas semanas el ritmo se ha desacelerado para alivio de la población
El embarcadero de Santa Helena do Inglês lo es solo en nombre: No ha recibido embarcación alguna en dos meses, y si uno saltara desde sus tablones astillados se daría de bruces contra el barro. El río fluye ahora a más de un kilómetro.
Este municipio es uno de los 60 del estado brasileño de Amazonas - de un total de 62- que se han declarado en emergencia ante una sequía histórica.
Con el caudal del río Negro en su menor nivel en 120 años, las comunidades ribereñas que dependen de esta gran serpiente de agua para el turismo, la pesca y el suministro de medicinas viven un momento de asfixia.
Obstáculos a la navegación
Al salir de Manaos rumbo a Santa Helena, Marcos Chaga no le ha quitado el ojo al costado de la lancha por miedo a los bancos de arena: “Es la primera vez para todo el mundo”.
El río Negro, el afluente más caudaloso del Amazonas, llegó a disminuir 30 centímetros por día en julio, aunque en las últimas semanas el ritmo se ha desacelerado para alivio de la población.
“Baja un poco más y no conseguimos salir”, apunta Chaga, de 37 años.
Detrás de este descenso, hay factores climáticos recurrentes como El Niño, que provoca una subida en la temperatura del océano Pacífico, y un cambio en los patrones de las lluvias para Sudamérica, con menos precipitaciones en la Amazonía.
A eso se suma el calentamiento progresivo del Atlántico debido al cambio climático, que ha agravado la intensidad de la sequía en la región.
En septiembre, llovió 44 milímetros en Manaos, frente a los 79 de media, y se registró la temperatura más alta para ese mes en 33 años (39,3 °C).
Falta de medicamentos
Al cabo de hora y media, la lancha atraca frente a una lengua de tierra, a unos 40 minutos a pie de la línea de árboles, la antigua orilla.
El lecho del río es ahora una extensión de barro resquebrajado, como de cerámica rota en cientos de pedazos.
A más de 35 grados, la tierra se cuece a fuego lento como en un taller de alfarería, y Sebastião Brito aparece bajo un sombrero de paja para guiar a los pasajeros de la lancha hasta la orilla.
“Nunca fui al Sertão (el semiárido brasileño), pero imagino que debe de ser algo así”, dice, dándole unos pisotones al suelo con la sandalia.
En otras temporadas secas, Brito y otros pescadores obtenían 400 reales (unos 80 dólares) por familia cada mes. Ahora, nada.
Los peces se han marchado a lo más profundo del río, hay pocos, y es mucho más difícil atraparlos.
1995, 1998, 2005, 2010… Cada sequía ocupa su lugar en la memoria de la comunidad, pero ninguna se compara con la de este año.
“Nunca nadie vio esto; todo está parado”, resume Brito, de 49 años.
El cielo tiene un tono blanquecino por el humo de decenas de incendios. En lo que va de año, se han registrado más de 18.000 focos en Amazonas.
Brito dice que la sequía es una oportunidad para cambiar prácticas como las quemas del terreno para el cultivo, una de las causas de los incendios.
De camino a Santa Helena, se pasa por la comunidad de Saracá, cuyo puesto de salud, una sencilla casa de madera y techo de chapa, lleva dos meses cerrado.
A Antonio Vidal, de 59 años, se le acabó hace seis días la insulina para tratar su diabetes y cuenta que se siente “débil” cuando sale a dar una vuelta.
Ha estado tomando otro medicamento, pero “no es lo mismo” y mañana va a tener que ir en lancha hasta Manaos para tratar de conseguir insulina.
Una posada sin turistas
Desde Saracá se tarda otra media hora caminando por el lecho del río hasta Santa Helena, que destaca por su posada comunitaria pintada de amarillo, hoy vacía.
Es la gran esperanza de la aldea para progresar: tiene capacidad para 10 personas, aire acondicionado en las habitaciones, y bonitas vistas al río
Recién nombrado gerente de la posada, Keith Oliveira, de 53 años, no desespera: “Tienes que vivir lo difícil para llegar a lo bueno y decir ¡vencimos!”.
Las “aguas nuevas”, como Oliveira llama al inicio de la crecida, suelen empezar a llegar el 2 de noviembre, pero el tiempo anda desordenado y nadie tiene certezas.
“Solo Dios sabe”, repiten los lugareños.
A pocos días del 2 de noviembre, la lancha para regresar a Manaos espera a más de un kilómetro de distancia a través del barro.