Tras ser liberada, Jersón vive una nueva realidad
Libres de Rusia, pero con consecuencias graves por la guerra.
Cuando Ucrania recuperó la ciudad de Jersón de los ocupantes rusos hace casi un mes, fue un momento de gloria y orgullo, anunciado como el principio del fin de la guerra, pero las adversidades para los residentes de la ciudad están lejos de haber terminado.
Aunque ha quedado libre del control de Rusia, la ciudad del sur de Ucrania y sus alrededores todavía padecen las consecuencias de casi nueve meses de ocupación y se percibe la proximidad letal de las fuerzas rusas, ahora apostadas al otro lado del río Dniéper.
Tomadas al principio de la guerra, en marzo, partes de la región de Jersón estuvieron bajo control ruso hasta noviembre, cuando los ucranianos se extendieron por la zona y retomaron el control de la ciudad principal —la homónima Jersón, de 200.000 habitantes antes de la guerra— y otras zonas controladas por las tropas rusas.
La liberación sucedió semanas después de que Rusia se anexó ilegalmente Jersón y tres regiones más después de referendos simulados, pero los rusos se atrincheraron al otro lado del río Dniéper, con Jersón al alcance de su artillería.
Desde entonces, los ataques y cortes de electricidad y agua casi diarios se han convertido en la nueva realidad. En medio del frío, las personas hacen fila para recibir raciones de alimentos o agua. Lloran a sus muertos y cubren los cuerpos de las víctimas de los nuevos ataques, que yacen sobre charcos de sangre. Algunos sacan agua del río Dniéper, corriendo el riesgo de ser impactados por balas rusas disparadas desde la otra orilla.
A diferencia de las aldeas y pueblos directamente en el frente de batalla, Jersón parecía estar relativamente indemne. Cuando retomaron el control de la ciudad a mediados de noviembre, las autoridades ucranianas organizaron conciertos y la ciudad se alegró, olvidando momentáneamente la guerra. Los residentes recibieron como héroes a las tropas que llegaban y se envolvieron en las banderas ucranianas que los soldados autografiaban. Todos irradiaban orgullo y felicidad.
Apenas unas semanas después, las sirenas delatan a las ambulancias que transportan a los heridos en los últimos cañoneos. Han surgido pruebas de posibles atrocidades cometidas por los ocupantes rusos, con relatos de presuntas torturas. Ante los frecuentes apagones, las personas hacen fila para recargar sus teléfonos en puntos comunitarios de electricidad en parques municipales. Durante la noche, residentes con linternas buscan entre los escombros de sus hogares bombardeados.
Algunos no pueden soportarlo. Empacan sus pertenencias en sus autos, se llevan a sus mascotas y van a lugares más seguros, con la esperanza de que pronto termine la guerra y puedan regresar a casa.
Quienes se quedan se muestran desafiantes y están preparados para soportar las dificultades. Los niños juegan en retenes abandonados, ondeando banderas ucranianas pese a las explosiones en las cercanías. Algunos residentes buscan avergonzar a quienes tildan de haber sido colaboradores rusos, maniatándolos en público.
En otra parte, una foto enmarcada del presidente ruso Vladimir Putin está tirada en el piso, con el vidrio roto.