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Brasil evita caos político tras derrota de Bolsonaro

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En el periodo previo a las elecciones presidenciales de Brasil, muchos temían que un resultado apretado sería disputado y significaría la sentencia de muerte para la democracia más grande de América Latina.

Sin embargo, hasta ahora se ha evitado que se concreten los peores temores, pese a una victoria del expresidente de izquierda Luiz Inácio Lula da Silva sobre el actual mandatario Jair Bolsonaro, de tendencia derechista, y las persistentes protestas de algunos simpatizantes de Bolsonaro en todo el país.

Los aliados del presidente conservador rápidamente reconocieron la victoria de Lula, las fuerzas armadas se mantuvieron en sus cuarteles y los gobernantes mundiales ofrecieron su apoyo a Lula y cortaron de tajo la idea de cualquier cosa que se pareciera a la insurrección del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos.

“Todas las válvulas de escape de Bolsonaro fueron cerradas”, comentó Brian Winter, experto en Brasil desde hace tiempo y presidente del Consejo de las Américas, con sede en Nueva York. “Se le convenció desde todos los frentes para que no impugnara los resultados y quemara la casa al salir”.

Aunque Bolsonaro se ha negado ha desalentar a sus simpatizantes, que el miércoles seguían protestando en las calles, y tampoco ha querido felicitar a Lula, en general las instituciones de Brasil parecen haber resistido.

Eso deja un reto aún más preocupante: cómo le hará Lula, de 77 años de edad, para unir a un país profundamente dividido, enderezar una economía que se tambalea y cumplir las enormes expectativas desatadas por su regreso al poder.

Una cosa está clara: Si alguien puede hacerlo, es el carismático Lula, cuyas habilidades políticas son admiradas incluso por sus detractores.

“Eso es lo que necesitamos, alguien que no sólo pueda abordar la desigualdad, sino también inspirar nuestras emociones e ideas”, dijo Marcelo Neri, director del centro de políticas sociales de la Fundación Getulio Vargas y ex ministro de Asuntos Estratégicos durante el gobierno de Dilma Rousseff, elegida por Lula para que lo sucediera.

De muchas formas, el movimiento conservador que Bolsonaro ayudó a encender —si no es que el político mismo— ha salido fortalecido de la votación, señaló Winter. Sus aliados fueron elegidos gobernadores en varios estados clave y el Partido Liberal, al que pertenece, consiguió la mayoría en el Congreso, lo que reduce la capacidad de Lula para impulsar su agenda después de un malestar económico de una década de duración que ha dejado a millones de brasileños más hambrientos que cuando Lula dejó el cargo en 2010.

Además, la demografía de Brasil parece favorecer la agresiva política de identidad de Bolsonaro —la cual incluye una agenda contra la comunidad LGBTQ y hostilidad hacia los ambientalistas_, con la que se ha ganado el apodo de “Trump del trópico”.

El propio instituto de estadísticas del país prevé que el número de brasileños que se identifican como cristianos evangélicos —que según las encuestas preelectorales favorecen mayoritariamente a Bolsonaro y se inclinan hacia la derecha— superará a los católicos en una década.

Miles de partidarios de Bolsonaro se congregaron el miércoles en un cuartel regional del ejército en Río, exigiendo que los militares intervengan y lo mantengan en el poder. Otros se presentaron en instalaciones militares en Sao Paulo y en la capital Brasilia. Mientras tanto, los camioneros mantuvieron unos 150 bloqueos de carreteras en todo el país para protestar por la derrota de Bolsonaro, a pesar de las órdenes del Supremo Tribunal Federal a las fuerzas del orden para que los desmantelen.

Desde el retorno del país a la democracia en la década de 1980, todos los gobernantes brasileños se han guiado, en mayor o menor medida, por una creencia común en las empresas fuertes dirigidas por el Estado, impuestos altos y políticas enérgicas de redistribución de la riqueza.

En un principio Bolsonaro trató de tener un gobierno más austero y amigable con las empresas, hasta que la devastación social causada por la pandemia de COVID-19 y el hundimiento de sus propias perspectivas electorales lo llevaron a relajar el control del gasto público y a emular las políticas que solía criticar.

La forma en que Lula gobernará está menos clara. Conquistó una victoria cerrada con una ventaja de apenas 2 millones de votos luego de formar una amplia coalición unida por poco más que un deseo de derrotar a Bolsonaro. Y, bajo promesas de dejar en vigor un generoso programa de asistencia social hasta 2023, tendrá un margen fiscal limitado para gastar en otras prioridades.

Su compañero de fórmula que pertenece a otro partido, el exgobernador de Sao Paulo Geraldo Alckim, fue escogido para enviar una señal favorable sobre las políticas centristas y fiscalmente conservadoras que hicieron de Lula un personaje apreciado en Wall Street durante sus primeros años en el cargo. Esta semana, Lula anunció que Alckim dirigirá su equipo de transición.

Sin embargo, en el escenario de la victoria el domingo por la noche también estaban con él varios incondicionales de la izquierda que se han visto implicados en numerosos escándalos de corrupción que han agobiado al Partido de los Trabajadores, al que pertenece Lula, y allanaron el camino para el ascenso de Bolsonaro.

Aunque los partidarios de Lula han restado importancia a los problemas de corrupción —el Supremo Tribunal Federal anuló las condenas que lo mantuvieron tras las rejas durante casi dos años_, para muchos brasileños es un símbolo de la cultura de la corrupción que ha impregnado la política durante mucho tiempo. Por ello, es probable que se le exija un mayor nivel ético en un país donde casi todos los gobiernos han sido acusados de comprar votos en el Congreso.

“Esto no fue sólo un sueño febril de sus adversarios”, dijo Winter sobre las acusaciones de corrupción que han agobiado durante mucho tiempo al partido de Lula.

La victoria de Lula coincide con una serie de victorias de la izquierda en Sudamérica, entre ellas las de Chile y Colombia, cuyos mandatarios admiran al antiguo líder sindical. Durante su primer periodo en la presidencia de Brasil, Lula encabezó una así llamada marea rosa que promovió la integración regional, rivalizó con el dominio de Estados Unidos y puso los derechos de las minorías ignoradas y de los grupos indígenas en el centro de la agenda política.

Durante la presidencia de Bolsonaro, Brasil se alejó en gran medida de ese papel de liderazgo, incluso si el gran tamaño de su economía significa que un retorno al liderazgo nunca está lejos.

Scott Hamilton, un exdiplomático estadounidense, dijo que Lula tendrá que tomar una decisión difícil sobre si utiliza la considerable influencia de Brasil para implementar una política exterior ambiciosa con el fin de hacerle frente a problemas arraigados, o simplemente usa su poder de estrella en el escenario mundial para apuntalar el apoyo en casa.

“Regodearse en no ser Bolsonaro le dará mucha atención positiva por sí solo”, dijo Hamilton, cuyo último cargo, hasta abril, fue el de cónsul general en Río. “El camino más ambicioso implicaría tratar de ayudar a resolver algunas de las cuestiones políticas más difíciles en las que los gobiernos democráticos de la región están en problemas o se han extinguido”.