Una periodista pasó 35 años cubriendo noticias en Kabul
El policía afgano nos disparó con su AK-47 y descargó 26 balas en la parte trasera del auto. Siete me alcanzaron a mí, y al menos otras tantas a mi colega, la fotógrafa de Associated Press Anja Niedringhaus. Ella murió a mi lado.
Apenas pude susurrar “por favor, ayúdenos”.
Nuestro conductor nos llevó a toda velocidad a un pequeño hospital local, con la sirena encendida. Intenté mantener la calma. En el hospital, el doctor Abdul Majid Mangal dijo que tendría que operar e intentó tranquilizarme. Sus palabras quedaron grabadas para siempre en mi corazón: “por favor, sepa que su vida es tan importante para mí como para usted”.
Mucho después, mientras me recuperaba en Nueva York durante un proceso que finalmente requeriría 18 cirugías, un amigo afgano llamó dese Kabul para disculparse por el ataque en nombre de todos los afganos.
Yo dije que el tirador no representaba a una nación, a un pueblo. Para mí, era el doctor Mangal quien representaba a Afganistán y a los afganos.
He cubierto Afganistán para AP durante los últimos 35 años, durante una serie extraordinaria de eventos y cambios de gobierno. Durante todo ese tiempo, me ha deslumbrado la amabilidad y resiliencia de los afganos corrientes, lo que también ha hecho muy doloroso ver cómo se iba erosionando su esperanza.
Siempre me ha impresionado cómo los afganos se aferraban a la esperanza contra todas las probabilidades. Pero para 2018, un sondeo de Gallup mostró que el número de afganos que miraban al futuro con esperanza era el más bajo jamás registrado en ningún lugar.
Llegué a Afganistán en 1986, en plena Guerra Fría. Parece que fue hace una vida. Así es.
El enemigo que atacaba Afganistán entonces era la antigua Unión Soviética comunista, a la que el presidente de Estados Unidos Ronald Reagan tachó de impía. Los defensores eran los muyahidines, un término que alude a los que luchan en una guerra santa, que tenían apoyo de Estados Unidos y a los que Reagan calificó de guerreros de la libertad.
En esa época, la narrativa de Dios contra el comunismo era muy fuerte. La Universidad de Nebraska incluso elaboró un currículum anticomunista para enseñar inglés a los millones de refugiados afganos que vivían en campamentos en la vecina Pakistán. La universidad hizo un alfabeto sencillo: la J era para yihad (jihad en inglés), la guerra santa contra los comunistas; la K era para los Kalashnikov empleados en la yihad y la I era para Infiel, que describía a los comunistas.
Había hasta un programa de matemáticas, con problemas al estilo de “si hay 10 comunistas y matas a cinco, ¿cuántos quedan?”.
Cuando informaba sobre los muyahidines, dediqué mucho tiempo a ser más fuerte, caminar más, trepar mejor y más rápido. En una ocasión salí corriendo con ellos de una sucia choza de adobe y me escondí en una arboleda cercana. Apenas unos minutos después, helicópteros rusos armados pasaron en un vuelo bajo, ametrallaron los árboles y prácticamente destruyeron la choza.
Los rusos se retiraron en 1989 sin una victoria. En 1992, los muyahidines tomaron el poder. Pero no tardaron mucho en enfrentarse entre sí.
En tres ocasiones, la AP perdió equipamiento en saqueos de grupos armados, que luego fue recuperado en negociaciones con un líder militar. Un día conté hasta 200 cohetes cruzados en cuestión de minutos.
La violencia de los muyahidines, que eran tanto ministros del gobierno como líderes de facciones armadas, dejó más de 50.000 muertos. Vi cómo un cohete mataba a una niña de cinco años cuando salía de su casa.
Pese al caos de la época, los afganos aún tenían esperanza.
En los últimos días de gobierno de los muyahidines enfrentados, asistí a una boda en Kabul en la que todos se veían arreglados y directamente glamourosos. Cuando pregunté a una joven cómo había logrado verse tan bien con tan poco bajo los incesantes ataques, respondió con alegría “¡aún no estamos muertos!”.
La boda se demoró dos veces por los cohetes.
A mediados de 1996, el Talibán estaba a las puertas de Kabul con su promesa de burkas para las mujeres y barbas para los hombres. Mientras las sanciones internacionales asfixiaban a Afganistán, el mulá talibán tuerto Mohammad Omar se acercó a Al Qaeda, hasta que finalmente el grupo terrorista se convirtió en la única fuente de ingresos de los talibanes.
Entonces llegó la conmoción de los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Muchos afganos lloraron las muertes estadounidenses registradas tan lejos. Pocos sabían siquiera quién era Osama bin Laden. Pero el país era ahora un gran objetivo de Estados Unidos. Amir Shah, corresponsal veterano de AP, resumió lo que la mayoría de los afganos pensaba entonces: “Estados Unidos prenderá fuego a Afganistán”.
Y así fue.
Yo fui la única periodista occidental que presenció las últimas semanas del régimen talibán. El ataque de la coalición que lideraba Estados Unidos comenzó el 7 de octubre de 2001. Los poderosos bombarderos B-52 estadounidenses golpearon las colinas e incluso aterrizaron en la ciudad.
El 12 de noviembre de ese año, una bomba de 2.000 libras cayó en una casa cerca de la oficina de AP. Me lanzó al otro extremo de la habitación y reventó las puertas y ventanas. Había cristales rotos por todas partes.
Al amanecer del día siguiente, los talibanes habían abandonado Kabul.
Los nuevos gobernantes de Afganistán marcharon a la ciudad: habían vuelto los muyahidines.
Estados Unidos y Naciones Unidas los reinstauraron en el poder, a pesar de que algunos de ellos habían llevado a Bin Laden de Sudán a Afganistán en 1996 al prometerle un refugio seguro. La esperanza de los afganos tocó techo, porque creían que los poderosos Estados Unidos les ayudarían a mantener a los muyahidines a raya.
Sin embargo, empezaron a aparecer indicios preocupantes. Comenzaron los asesinatos de venganza, y en ocasiones la coalición liderada por Estados Unidos participaba sin conocer los detalles. Los muyahidines identificaban falsamente a enemigos -incluso personas que habían trabajado antes con Estados Unidos- como miembros de Al Qaeda o el Talibán.
Entre tanto, la corrupción pareció alcanzar proporciones épicas. Aliados afganos de Washington recibían valijas llenas de dinero, a menudo de la CIA. Pero se construyeron escuelas, se reconstruyeron carreteras y una nueva generación de afganos, al menos en las ciudades, crecieron con libertades que sus padres no habían conocido y en muchos casos veían con suspicacia.
Entonces llegó el ataque en 2014 que cambiaría mi vida.
Pasaron dos años antes de que pudiera volver al trabajo y a Afganistán.
Para entonces, la decepción y el desencanto con la guerra más larga de Estados Unidos ya se habían extendido. Aunque Estados Unidos gastó 148.000 millones de dólares sólo en desarrollo durante 20 años, el porcentaje de afganos que sobrevivían a duras penas en condiciones de pobreza aumentaba cada año.
En 2020, Estados Unidos y el Talibán firmaron un acuerdo para que las tropas se retirasen en 18 meses.
Fue la secreta y repentina marcha del presidente, Ashraf Ghani, lo que finalmente llevó al Talibán de vuelta a la capital el 15 de agosto de 2021. La rápida marcha de los talibanes hacia Kabul impulsó una huida masiva hacia el aeropuerto. Para muchos en la ciudad, la única esperanza era marcharse.
Ahora el futuro de Afganistán es aún más incierto. Decenas de personas hacen fila ante los bancos para tratar de sacar su dinero. A los hospitales les faltan medicamentos. Los afganos enfrentan el hecho de que el mundo entero llegó a su país en 2001 y gastó miles de millones, y no logró llevarles prosperidad, ni siquiera una prosperidad incipiente.
Me marcho de Afganistán con sentimientos encontrados, triste de ver cómo se ha destruido su esperanza pero aún muy conmovida por sus 38 millones de habitantes.
Pero casi con certeza, regresaré.