Asia

Infierno en Mariúpol, ciudad estratégica sitiada por rusos

Hace pocas semanas, el futuro de Mariúpol era mucho más brillante.

Tres individuos arrastran cadáveres a ser depositados en una larga fosa común en las afueras de Mariúpol (Ucrania) el 9 de marzo del 2022. (AP Photo/Evgeniy Maloletka)

Los cadáveres de los niños yacen allí, en una fosa larga y estrecha cavada a los apurones en la tierra fría de Mariúpol, con el sonido constante de bombardeos de fondo. Está Kirill, de 18 meses, que no sobrevivió a heridas de metralla en la cabeza. También Iliya, un chico de 16 años a la que una explosión durante un partido de fútbol en una escuela le voló las piernas. Hay una pequeña de no más de seis años en piyama, que fue una de las primeras niñas fallecidas por los bombardeos rusos en Mariúpol.

No son solo niños. Hay decenas de cadáveres en esta fosa común en las afueras de la ciudad. Se ve un hombre cubierto con una lona azul sujetada con piedras. A una mujer envuelta en una sábana roja y dorada, con las piernas atadas por los tobillos con un pedazo de tela blanca.

Los trabajadores tiran los cadáveres tan pronto como pueden porque cuanto menos tiempo pasen afuera, más probabilidades de sobrevivir a los bombardeos tienen.

“Lo único que pido es que esto termine”, declaró Volodymyr Bykovskyi mientras bajaba cadáveres en bolsas negras de un camión. “Malditos sean los que empezaron todo esto”.

Se esperan muchos más cadáveres recogidos en las calles y en el sótano de un hospital donde hay cuerpos de adultos y niños esperando que alguien se los lleve. El más pequeño todavía tiene el cordón umbilical.

Los ataques aéreos y los bombardeos que sufre Mariúpol --por momentos uno por minuto-- reflejan la maldición geográfica que coloca esta ciudad en el camino de Rusia hacia el control de Ucrania. Este puerto sureño de 430.000 habitantes ha pasado a ser un símbolo de la campaña del presidente ruso Vladimir Putin para dominar a la Ucrania democrática y también un símbolo de la resistencia en el terreno.

En las casi tres semanas que pasaron desde que empezó la invasión, dos periodistas de la Associated Press han sido los únicos miembros de la prensa internacional presentes en Mariúpol que informan acerca del caos y la desesperación de sus ciudadanos. La ciudad está rodeada de soldados rusos, que lentamente exprimen toda la vida de la urbe a fuerza de bombardeos. Varios pedidos de crear corredores humanitarios para evacuar a los civiles no tuvieron eco hasta que las autoridades ucranianas dijeron el martes que unos 4.000 automóviles con civiles habían partido de Mariúpol en caravana. Los bombardeos alcanzaron una maternidad, el departamento de bomberos, casas, una iglesia y un terreno junto a una escuela. Quedan en la ciudad cientos de miles de personas que no tienen adónde ir.

Las carreteras de la zona han sido minadas y los puertos están bloqueados. Se acaba la comida y los rusos impiden la llegada de alimentos. Casi no hay electricidad y escasea el agua, al punto de que los residentes derriten la nieve para beberla. Algunos padres dejaron sus hijos en el hospital, tal vez en la esperanza de que tengan más probabilidades de sobrevivir en el único sitio que queda con suministro decente de luz y agua.

La gente quema madera de muebles en parrillas improvisadas para calentarse las manos bajo temperaturas heladas y para cocinar la poca comida que queda. Las parrillas las arman con algo que sobra: ladrillos y pedazos de metal de los edificios derrumbados.

Hay muertos por todos lados. Las autoridades locales llevan contabilizadas 2.500, pero esa cifra no toma en cuenta muchos fallecidos que no han podido ser contados por los bombardeos incesantes. Le dicen a la gente que dejen a sus familiares muertos en las calles porque es muy peligroso realizar funerales.

Muchas de las muertes documentadas por la AP son de madres e hijos, a pesar de que Rusia dice que no ataca a los civiles. Los médicos dicen que atienden a diez civiles por cada soldado ucraniano herido.

“Claramente tienen la orden de mantener a Mariúpol como rehén, de humillarlos, bombardearlos constantemente”, declaró el presidente ucraniano Volodymyr Zelenskyy el 10 de marzo.

Hace pocas semanas, el futuro de Mariúpol era mucho más brillante.

Atravesaba por un período floreciente, con su pujante industria siderúrgica, un puerto de aguas profundas y mucha demanda de ambos. Ya pocos se acordaban del período negro del 2014, cuando la ciudad casi cae en manos de separatistas prorrusos y se peleaba en las calles.

Unas 100.000 personas se fueron de la ciudad en los primeros días de la invasión, según el vicealcalde Serhiy Orlov. Pero la mayoría de sus residentes se quedaron, a la expectativa de ver cómo se presentaban las cosas y convencidos de que, de ser necesario, podrían irse al oeste, igual que hicieron tantos otros.

“Hubo más miedo en el 2014. No percibo el mismo temor ahora”, comentó Anna Efimova mientras compraba alimentos y otros insumos en un mercado el 24 de febrero. “No cunde el pánico. No hay adónde ir”.

El mismo día, un radar militar y una pista para aviones fueron unos de los primeros blancos de la artillería rusa. Habían empezado los bombardeos y los ataques aéreos y la gente pasaba la mayor parte del tiempo en refugios. La situación era dura, pero se podía sobrevivir.

Las cosas, no obstante, empezaron a cambiar el 27 de febrero, en que una ambulancia llevó a un hospital una pequeña niña inmóvil. Tenía el cabello recogido, el rostro pálido y su piyama ensangrentado tras ser herida por una bomba rusa. No podía tener más de seis años.

Su padre, también herido, estaba con ella, con la cabeza vendada. Su madre esperaba afuera de la ambulancia, llorando.

Médicos y enfermeras la rodearon, uno le dio una inyección. Otro le aplicó un desfibrilador. Otro médico le dio oxígeno. Mientras lo hacía, miró hacia la cámara de un periodista de la AP y maldijo. ”¡Muéstrenle esto a Putin!”, gritó furioso. “Los ojos de esta niña y los médicos llorando”.

No pudieron salvarla. Los médicos cubrieron su pequeño cuerpo con su chaqueta con franjas rosadas y delicadamente le cerraron los ojos. Ahora descansa en la fosa común.

La misma geografía que por años benefició a Mariúpol ahora se volvía en su contra. La ciudad se encuentra entre regiones controladas por separatistas prorrusos --a escasos 10 kilómetros (6 millas) al este en algunos puntos-- y la península de Crimea anexada por Rusia en el 2014. La captura de Mariúpol daría a los rusos un corredor terrestre despejado y el control de las salidas al Mar de Azov, entre Rusia y Ucrania y que se comunica con el Mar Netro a través del estrecho de Kerch.

A fines de febrero comenzó el sitio.

Ignorando el peligro, por aburrimiento o tal vez sintiéndose invencibles, como sucede con los adolescentes, un grupo de muchachos decidieron jugar un partido de fútbol en un terreno junto a una escuela.

Cerca de ellos estalló una bomba que le voló las piernas a Iliya.

La situación empeoró rápidamente. Se cortó la luz y los servicios móviles. Sin esas comunicaciones, los médicos no sabían qué hospitales podían recibir heridos ni qué rutas usar.

No se pudo salvar a Iliya. Su padre, Serhii, se desplomó, tomó la cabeza de su hijo y lloró, desgarrado.

El 4 de marzo llego otro niño a la sala de emergencias. Kirill, un pequeño con heridas de metralla en la cabeza. No se pudo hacer nada por evitar su muerte.

“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”, gritaba su madre, Marina Yatsko, desesperada en un pasillo del hospital. Cubrió el cadáver de su hijo con una manta y se despidió de él.

Ese día la oscuridad se instaló para quedarse. Se fue definitivamente la luz y también la información. Se suspendieron las transmisiones de radio y televisión. El único contacto con el mundo exterior fueron los estéreos de los autos, que transmitían noticias rusas. Describían una realidad que no tenía nada que ver con la que vivían los residentes de Mariúpol.

La gente se dio cuenta de que no había escape y su estado de ánimo cambió. Los estantes de las tiendas de comestibles no tardaron en vaciarse. La gente se amontonaba de noche en refugios subterráneos y salía de día a ver qué podían conseguir, antes de volver bajo tierra.

El 6 de marzo, como sucede cuando cunde la desesperación, empezaron a pelearse entre ellos. En una calle con comercios a oscuras, la gente rompió los vidrios y se llevó lo que encontró.

Un hombre que había ingresado a un local se tropezó con su dueña, quien lo pilló tomando una pelota de goma para niños.

“¡Maldito seas! Devuelve esa pelota”, le dijo la mujer. El hombre, avergonzado, la soltó y se fue.

Cerca de allí, un soldado salió de un local saqueado, al borde de las lágrimas.

“Por favor, sigamos unidos. Esta es su casa. ¿Por qué rompen vidrios, por qué roban en los negocios?”, dijo con la voz entrecortada.

Otro intento de negociar una evacuación quedó en la nada. Junto a una salida de la ciudad se congregó una muchedumbre, pero un policía les bloqueó el paso.

“Todo está minado. Las carreteras están siendo bombardeades”, le dijo a la gente. “Háganme caso. Tengo una familia y también estoy preocupado. Pero lamentablemente, no vamos a estar más seguros que en la ciudad, en los refugios subterráneos”.

Allí fue a parar Goma Janna esa noche, llorando junto a una lámpara a querosene que iluminaba un poco pero no calentaba ese sótano. Lucía una bufanda y un suéter azul. Detrás suyo había un pequeño grupo de mujeres y niños agazapados en la oscuridad, temblando al escuchar las explosiones arriba de ellos.

“Quiero mi casa, mi trabajo. Sufro por la gente, por la ciudad, los niños”, dijo sollozando.

Esta agonía es probablemente uno de los objetivos de Putin. El sitio es una táctica militar que se popularizó en la época medieval, pensada para someter a la población a fuerza de hambre y violencia, y evitando las bajas que supone el ingreso de soldados a una ciudad hostil. Los que mueren son los civiles, lenta y dolorosamente.

Putin perfeccionó esa táctica en sus años en el poder, primero en Grozny (Chechenia), en el 2000, y luego en Alepo (Siria), en el 2016. A ambas las dejó en ruinas.

“Así pelean los rusos”, dijo Mathieu Boulegue, investigador del programa sobre Rusia de la Chatham House.

Para el 9 de marzo, el sonido de un avión de combate ruso bastaba para que la gente saliese corriendo en busca de amparo. Los jets surcaban el cielo y esta vez acabaron con una maternidad. Dejaron una fosa del equivalente a dos pisos en el patio. Rescatistas sacaron a una mujer embarazada de entre los escombros mientras caía una leve nevada y ella se frotaba la panza, con el rostro pálido y la cabeza volteada hacia un costado, sin moverse. El bebé se moría adentro suyo y ella lo sabía, según los médicos.

“¡Mátenme ya!”, pidió a gritos, mientras trataban de salvarle la vida en otro hospital.

El bebé nació muerto. Media hora después, ella falleció también. Los médicos no llegaron a saber ni cómo se llamaba.

Otra mujer, Mariana Vishegirskaya, esperaba dar a luz en una maternidad cuando cayó una bomba. Con el rostro ensangrentado, colocó sus cosas en una bolsa de plástico y, en piyama, caminó entre los escombros y salió del hospital. Desde afuera observó inmóvil las llamas.

Vishegirskaya dio a luz al día siguiente en medio de las bombas. Su bebé, Veronika, nació el 10 de marzo.

Las dos mujeres, la fallecida y la que pudo dar a luz, pasaron a ser un símbolo de su ciudad en llamas. Condenadas desde todos los rincones del mundo, las autoridades rusas dijeron que la maternidad del hospital había sido tomada por ucranianos de extrema derecha, que la usaban como base, y que no había pacientes ni enfermeras.

En dos tuits, la embajada rusa en Londres difundió fotos de la AP con la palabra “FALSO” encima de ellas, en rojo. Afirmó que la maternidad no funcionaba desde hacía tiempo y que Vishegirskaya era una actriz que fingió todo. Twitter retiró esos tuits, diciendo que violaban sus normas.

Los periodistas de la AP en Mariúpol que documentaron el ataque con fotos y videos no vieron nada que indicase que el hospital no funcionaba como tal. Ni nada que sugiriese que

Vishegirskaya, una bloguera sobre asuntos de belleza, no fuese una paciente real. Dio a luz a Veronika y lo documentó en Instagram.

Dos días después del nacimiento de Veronika, cuatro tanques rusos se estacionaron cerca del hospital donde ella y su madre se recuperaban. Un periodista de AP estaba con un grupo de médicos cuando sonaron disparos de un francotirador. Uno de ellos resultó herido en la cintura.

Las ventanas se estremecieron y los pasillos se llenaron de gente que no tenía adónde ir. Anastasia Erashova lloraba y temblaba mientras sostenía un niño dormido en sus brazos. Un bombardeo había matado a su otro hijo y al hijo de su hermano, y ella tenía sangre seca en su cabeza.

“No sé adónde ir”, se lamentó angustiada. “¿Quién nos devolverá a nuestros hijos? ¿Quién?”.

Esta semana las fuerzas rusas ejercían un control total del edificio. Médicos y pacientes permanecían encerrados adentro y los rusos usaban la instalación como base, según un médico y funcionarios locales.

Orlov, el vicealcalde, pronostica cosas peores. La mayor parte de la gente está atrapada en la ciudad.

“Nuestros soldados lucharán hasta la última bala”, advirtió. “Pero la gente se está muriendo por falta de agua y de comida. Sospecho que en los próximos días habrá cientos de muertes, si no miles”.