Invasión de Ucrania: Europa tiene miedo
Putin se siente fuerte y Europa tiene miedo. El ruido de las balas rusas en Ucrania trae los ecos del horror de las dos grandes guerras mundiales que tuvieron a las tierras europeas como teatro de operaciones. Desde entonces, no había surgido ninguna conflagración bélica en la que un país invadiese a otro.
El caso de los Balcanes en los años noventa del siglo pasado fueron conflictos internos entre las repúblicas de la antigua Yugoslavia. No se daba el hecho de que una potencia invadiese el territorio de otra. La última vez que ocurrió algo semejante fue en 1939, cuando Hitler reclamaba un nuevo espacio vital para Alemania. Vladimir Putin, el hombre criado en la vieja KGB, buscó y encontró una disculpa -la protección de las autonomías prorrusas del norte del país-- para invadir Ucrania y de paso enviar un nuevo mensaje al decadente Occidente.
Era algo anunciado. Lo veían todos los expertos y en Estados Unidos sabían por su servicio de inteligencia que iba a ocurrir. Ahora la clave está en discernir la razón por la que Norteamérica ha abdicado definitivamente de su papel de gendarme del mundo. Papel que parece querer heredar China, que ayer mismo pidio el cese de las hostilidades, ya que su diplomacia y sus batallas son, por lo general, económicas.
Putin utilizó, sobre todo para consumo de sus nacionales, la amenaza de la OTAN para incrementar el catálogo de razones que justificasen todavía más su movimiento. Pero lo cierto es que la OTAN desde su nacimiento jamás agredió a un tercer país. La Alianza Atlántica surge para defender a sus miembros de las ansias expansionistas de la antigua Unión Soviética. No había ninguna razón, por tanto, para asolar Ucrania. Ahora bien, Putin es conocedor del momento de extrema debilidad del concierto internacional.
El agotamiento social derivado de la pandemia de la Covid, la crisis de materias primas, el estallido de la inflación en gran parte de los países, el encarecimiento de la energía, la impunidad con la que se quedó con Crimea, el antecedente lamentable del abandono de Afganistán y la cultura infantil y meliflua de los europeos con la idea de la Defensa son razones más que suficientes para que un político de liderazgo fuerte, que considera a las democracias liberales como un sistema decadente, se permita desafiar el derecho internacional, todos los tratados y todos los pactos, y poner en marcha una guerra de la que desconocemos su final y sus consecuencias.
Putin ha ido tomando buena nota de todo ello. Desde hace tiempo, Estados Unidos ha dejado de ser el defensor de los corderos europeos. Sobre todo, cuando comprueban la ingratitud de esos europeos para con ellos. El antiamericanismo siempre hizo fortuna en los campus universitarios de esta tierra y entre la izquierda más extrema y recalcitrante. El problema para esos mimados e infantiles europeos es que el imperio americano –que como todos los que hubo hasta ahora, tiene principio y fin-- se ha cansado y ese agotamiento es el mayor síntoma de su decrepitud. Tal vez no lo veamos nosotros, o sí, pero China está a las puertas de tomar el testigo de primera potencia mundial. La diferencia es que los chinos no vendrán en socorro de Europa.
Estamos ante la decadencia de Occidente, que tan lúcidamente diagnosticó y avanzó Oswald Spengler. Hay otras guerras, pero en Europa creíamos que no existían. Hoy nos percatamos de que la batalla está ahí al lado, más cerca de lo que nosotros percibimos, apenas a dos horas de avión de Madrid. El temor y la cobardía se evidencian en el hecho de que dejamos solos a los ucranianos. Todo lo que se nos ocurre es anunciar medidas económicas contra Rusia. A Putin poco le preocupa hacer sufrir a su pueblo y además hace el cálculo de que esas medidas, teniendo la llave del gas que combate el frío de media Europa, se pueden volver contra de los países que las tomen. Nosotros ya solo queremos invasiones en la Playstation, virtuales, ficticias. Sin embargo, esta ocupación de Ucrania es de verdad y aunque la veamos lejos, también llegarán sus efectos hasta la puerta de nuestra casa. Así es la guerra. En ellas, nos morimos todos un poco.
Estados Unidos ya no quiere ser el soldado que surge en defensa de Europa. No le falta razón, pero es la evidencia de su descenso por el precipicio de la historia. Les ocurrió a otros muchos imperios. Todos tuvieron un principio y un final. Empiezas desentendiéndote de unos y terminas abandonando a los propios. Le ocurre a la Europa actual, instalada en la molicie y en la comodidad. Le llaman paz a lo que en realidad es cobardía. Ayer se fueron de Afganistán, hoy no dan la batalla en Ucrania y algún día se percatarán de que ya no son lo que creían ser. Cuando dejas los huecos vacíos, otros los ocupan. Obama se fue de Irak y no quiso saber nada de Siria. Su temprano premio Nobel de la Paz sirvió de antídoto para refrenar las ansias belicistas yanquis. Aquel hueco lo ocupó Putin, que ha explicado claramente que aquello “supuso un ejercicio muy valioso de cara a dar experiencia en acción a nuestras tropas”.
Francesco de Guicciardini fue un pensador y político italiano que actuó como una especie de primer ministro del Vaticano con León X y Clemente VII en las guerras que Carlos I de España mantuvo con el papado. Sostenía Guicciardini que “todos los imperios y reinos tienen un principio y un final, el único problema es que el desplome te cace a ti debajo de los enormes cascotes del derrumbe”. Desde lejos, mientras se recogen los cascotes del imperio caído, alguien recordará la frase de Mitterrand: «El nacionalismo es la guerra».