Maltratos y expulsiones de haitianos de República Dominicana
Bien-Aimé St. Clair frunció el ceño mientras el flujo de migrantes haitianos pasó frente a él. Acusados de vivir en la República Dominicana ilegalmente, sabían que no tenían opción sino cruzar la frontera de regreso a Haití.
Pero St. Clair, de 18 años, dudaba. Le gritó a un agente de migración.
“¡Patrón! ¡Wey! Yo no conozco a nadie ahí”, gritó en español, señalando hacia Haití mientras permanecía en la frontera entre los dos países que comparten en la isla La Española.
St. Clair era un niño cuando su madre lo llevó a la República Dominicana, y aunque su vida ha sido difícil —su mamá murió cuando era chico, su padre desapareció y él quedó solo al cuidado de su hermano discapacitado— es la única vida que ha conocido.
Y ahora, lo forzaban a irse, como a más de 31.000 personas deportadas por la República Dominicana a Haití este año, más de 12.000 de ellos en tan sólo los últimos tres meses —un incremento enorme, según observadores.
Mientras el resto del mundo cierra sus puertas a los migrantes haitianos, el país que comparte una isla con Haití también toma medidas severas de una manera que activistas por los derechos humanos dicen que no ha sido vista en décadas.
El incremento en el maltrato a los haitianos del país, dicen, coincidió con la llegada de Luis Abinader, quien asumió la presidencia en agosto de 2020.
Acusan al gobierno de apuntar a poblaciones vulnerables, de separar a niños de sus padres y de realizar perfilamiento racial — Haití es abrumadoramente negro, mientras que la mayoría de los dominicanos se identifican como mestizos. Las autoridades dominicanas, dicen los activistas, no sólo buscan a haitianos que recientemente cruzaron ilegalmente a la República Dominicana, sino también a quienes han vivido allí desde hace mucho tiempo.
“Nunca antes se había visto”, dijo William Charpantier, coordinador nacional de la organización sin fines de lucro Mesa Nacional para las Migraciones y los Refugiados en República Dominicana. “El gobierno ha asumido eso como si estuviéramos viviendo una guerra”.
Han arrestado a haitianos que cruzaron ilegalmente a República Dominicana; a haitianos cuyos permisos de trabajo dominicanos han expirado; a los nacidos en la República Dominicana de padres haitianos a quienes se les negó la ciudadanía; incluso, dicen los activistas, a dominicanos negros nacidos de padres dominicanos a quienes las autoridades confunden con haitianos.
Los funcionarios y activistas haitianos también dicen que el gobierno viola leyes y acuerdos al deportar a mujeres embarazadas, separar a los niños de sus padres y arrestar a las personas entre las 6 de la tarde y las 6 de la mañana.
Mientras tanto, los activistas dicen que la hostilidad contra los haitianos aumenta desde que Abinader desató una serie de acciones antihaitianas.
Por ejemplo, suspendió un programa de visas de estudiantes para haitianos, prohibió a las empresas que más del 20% de su fuerza laboral fuera de trabajadores migrantes y ordenó a los migrantes haitianos que registren su localización.
Anunció una auditoría de unas 220.000 personas a las que anteriormente se les otorgó estatus migratorio para determinar si todavía califican, y advirtió que cualquiera que proporcione transporte o vivienda a inmigrantes indocumentados será multado. Y suspendió los pagos de pensión que se adeudan a cientos de extrabajadores de la caña de azúcar, la mayoría de ellos haitianos.
Las medidas siguen al anuncio de Abinader en febrero de que su administración construiría un muro multimillonario de 190 kilómetros a lo largo de la frontera con Haití.
La construcción ha comenzado. Mientras tanto, la vida se ha vuelto cada vez más miserable para los haitianos que permanecen en República Dominicana y para aquellos que, como St. Clair, han sido deportados.
El adolescente vio cómo el autobús que lo dejó en la frontera se alejaba vacío a excepción de un machete, un martillo y otras herramientas de trabajo que llevaban los otros migrantes cuando fueron detenidos.
”¡Wey!” gritó.
No hubo respuesta. St. Clair chasqueó la lengua y suspiró.
Haití y la República Dominicana han tenido una relación cautelosa y difícil desde hace mucho, manchada por una masacre en 1937, en la que miles de haitianos fueron asesinados por el régimen del dictador dominicano Rafael Trujillo.
El racismo y el rechazo a los haitianos aún es palpable: los dominicanos los maldicen o hacen comentarios despectivos cuando los ven en la calle.
Aun así, se creía que cientos de miles de haitianos vivían en la República Dominicana incluso antes de que muchos huyeran de Haití en los últimos meses a raíz del asesinato del presidente Jovenel Moïse, un terremoto de magnitud 7,2, una grave escasez de combustible y un aumento en los secuestros y la violencia relacionada con las pandillas.
“No venimos aquí para acaparar el país. Es para sobrevivir”, dijo Gaetjens Thelusma, del grupo sin fines de lucro Salvaremos a Haití.
El gobierno ha dicho en varias ocasiones que trata a los migrantes de manera humana. Abinader dijo recientemente a las Naciones Unidas que su país había soportado por sí solo la carga de hacer frente a las diversas crisis de Haití, sin mucha ayuda del resto del mundo.
Si bien su país ha demostrado solidaridad y colaboración con Haití y seguirá haciéndolo, dijo, “también les reitero que no hay, ni habrá jamás una solución dominicana a la crisis de Haití”.
Sus propios ministros se han referido sombríamente a los haitianos como invasores: al hablar a favor del muro fronterizo, Enrique García, director general de Migración, dijo en octubre que “no podemos perder nuestro país”.
”¿Qué es lo que te queda a ti cuando tienes un vecino que ya tú no lo aguantas? Proteger tu casa, tus bienes y tu familia”, dijo a D’Agenda, un programa de noticias de la televisión local.
Y a principios de noviembre, Jesús Vázquez, ministro del Interior y Policía de la República Dominicana, inauguró la primera de varias docenas de oficinas donde se requerirá que los extranjeros se registren.
Dijo a los periodistas: “La principal amenaza que tiene la República Dominicana en el día de hoy es Haití, y nosotros estamos llamados a defender el suelo patrio”.
Rosemita Doreru tenía nueve meses de embarazo cuando fue detenida a principios de noviembre en un hospital de Santo Domingo, la capital. Más tarde fue deportada, y dejó atrás a tres niños pequeños.
“Todos los días me preguntan a mí: ‘¿Cuándo viene mamá? ¿Cuándo viene mamá?’”, Dijo su compañero, Guens Molière. “Lloran casi todos los días”.
Dio a luz en Haití. Molière sigue enojado porque los funcionarios no le permitieron enviarle una maleta con su ropa y artículos para su recién nacido antes de que fuera deportada. Y no sabe qué pasará después —no puede pagar los 260 dólares que los traficantes de personas cobran ahora para cruzar ilegalmente a mujeres embarazadas y con niños pequeños a la República Dominicana.
Doreru no está sola en su miseria. En una tarde reciente en Dajabón, las autoridades deportaron a más de 40 niños no acompañados y a decenas de mujeres lactantes, dijo Rolbert Félicien, del Instituto de Investigación y Bienestar Social, una organización sin fines de lucro. Si los padres o parientes de los niños no son localizados, se los coloca en un orfanato en Haití.
Decenas de migrantes haitianos entrevistados en otras ciudades y pueblos dominicanos acusaron a la administración de Abinader de tratarlos “como perros”.
Ese trato no está reservado sólo para quienes ingresaron al país de manera ilegal. En un bullicioso día de mercado en la polvorienta ciudad fronteriza de Dajabón, al menos un funcionario dominicano utilizó una pistola paralizante contra los migrantes que cruzaron la frontera legalmente para comprar y vender mercancías.
“Deportaciones en todos los países hay, pero están maltratando a los haitianos”, dijo Sabrina Bierre, una vendedora ambulante de 25 años que vende ropa usada y otros artículos en una zona de Santo Domingo conocida como Pequeño Haití. “Son indocumentados, pero no son animales”.
A principios de este mes, Véronique Louis, de 26 años, dio a luz a una hija en un hospital de Santo Domingo. Regresó días después para recibir tratamiento adicional porque la cesárea no fue bien practicada, pero el personal médico le negó atención, según su esposo Wilner Rafael.
“Que no estaban atendiendo a los morenos, y que los haitianos no son gente”, dijo. Louis asintió.
Louis tiene ahora una herida abierta de cinco centímetros de ancho y se estremece de dolor cada vez que se mueve. Un médico haitiano de la comunidad pasa de vez en cuando para tratar a Louis en su pequeña habitación, escondida dentro de un laberinto de casas en ruinas cubiertas de hollín.
En estos días, muchos migrantes haitianos y aquellos de ascendencia haitiana se quedan en casa por temor a las autoridades, o salen de la casa uno a la vez para evitar abandonar a un niño si ambos padres son deportados.
En una mañana reciente en la principal oficina de migración del país, docenas de haitianos que se aferraban a carpetas, papeles y pasaportes hicieron una fila con la esperanza de renovar los permisos de trabajo, algo que muchos dijeron que habían hecho varias veces en vano; los activistas acusan al gobierno de negarse a procesar el papeleo para tener motivos para arrestarlos.
“La cosa ahora mismo está grave para nosotros”, dijo Edouard Louis, quien llegó a la República Dominicana hace más de 30 años para trabajar en los campos de caña de azúcar bajo un acuerdo bilateral. Ahora vende candados, cargadores y cables USB en un pequeño mercado al aire libre en las afueras de Santo Domingo, y gana apenas lo suficiente para comprar huevos y arroz para su sustento.
Su permiso de trabajo expiró el año pasado, y a pesar de repetidos intentos para renovarlo, no ha recibido respuesta del gobierno. Todavía lleva ese permiso junto con los anteriores en una billetera negra desgastada con la esperanza de que, si es detenido, pueda demostrar a las autoridades que cruzó la frontera legalmente.
Los nacidos en República Dominicana de inmigrantes haitianos se encuentran en una situación similar. Decenas de miles de ellos nunca obtuvieron la ciudadanía y no tienen los documentos necesarios para trabajar o asistir a la universidad. La República Dominicana otorga la ciudadanía sólo a los nacidos de padres dominicanos o residentes legales como resultado de un fallo judicial de 2013, que, según la Organización de los Estados Americanos, “creó una situación de apátridas nunca antes vista en América”.
La sentencia se aplicó retroactivamente a los nacidos entre 1929 y 2010.
Un año después, el gobierno aprobó otra ley que ofrecía un camino a la ciudadanía si habían nacido en la República Dominicana, pero una gran mayoría aún no ha podido hacerlo, especialmente aquellos cuyos padres no cuentan con los documentos requeridos.
“Yo todavía me pongo a llorar”, dijo Erika Jean, de 16 años, nacida en la República Dominicana de padres haitianos y que vive en Batey La Lima, una comunidad empobrecida rodeada por una enorme plantación de caña de azúcar en La Romana, una ciudad costera en el sur de la República Dominicana. “Yo en verdad tengo un futuro bien feo”, dijo. “Ya se me quitaron las esperanzas de obtener los papeles”.
Luis Batista, de 70 años, un trabajador de la caña de azúcar jubilado que llegó a la República Dominicana en 1972, con un permiso de trabajo patrocinado por el gobierno que ya venció, dijo: “No tenemos absolutamente nada aquí. No papeles. No pensión. No atención médica”.
En su vecindario, los niños vuelan cometas hechas con bolsas de plástico, hacen máscaras con cartones desechados, atan una cuerda alrededor de un cubo para que rebote en los baches cercanos. Algunas casas están hechas de metal corrugado, con bolsas de arroz de desecho metidas en los agujeros de las desvencijadas puertas de madera para mantener alejadas a las plagas.
Batista dijo que está parcialmente ciego después de pasar años quemando campos de caña de azúcar junto a su esposa, Ramonita Charles, de 68 años, cuyo padre murió mientras trabajaba en esos campos y no recibió ayuda médica de la empresa que lo contrató.
“No nos dan la pensión. No tenemos trabajo. No podemos salir a la calle”, dijo Charles, quien creció trabajando en los campos de caña de azúcar y es analfabeta. Ahora vende huevos, papas fritas, galletas y otros artículos pequeños en una choza de hojalata para mantener a sus cuatro hermanos, tres hijos y su madre, una extrabajadora de la caña de azúcar que tiene poco más de 90 años.
Y ahora, están las deportaciones.
“Uno sale y no sabe si va a volver a su casa”, dijo.
Las redadas, las deportaciones y los malos tratos del gobierno han disuadido a algunos haitianos de cruzar a la República Dominicana, según un traficante de personas que sólo dio su primer nombre como Luis Fernando.
Nació en Haití, pero ha vivido en la República Dominicana durante 19 años. Pinta y trabaja en la construcción, pero también ayuda a los migrantes a cruzar ilegalmente y paga a los funcionarios dominicanos entre 35 y 90 dólares por hacerse de la vista gorda. A mediados de noviembre, puso en espera a un grupo que quería cruzar.
“Por ahora, mejor que se queden por allá. Hasta que esté todo frío”, dijo.
Y, sin embargo, algunos todavía insisten en llegar a la República Dominicana.
St. Clair, el adolescente abandonado en Dajabón, miró a su alrededor cuando los funcionarios de inmigración que lo habían detenido se fueron y las autoridades se prepararon para cerrar la frontera por la noche. Atrás quedó el flujo de quienes cruzaban la frontera, el estruendo de los camiones y el rugido de las motocicletas que transportaban plátanos, cebollas y otros bienes.
Empleados de UNICEF se disculparon por no poder ayudarlo: cumplió 18 años en octubre y ahora se le consideraba un adulto.
St. Clair comenzó a caminar de regreso hacia la República Dominicana. Un funcionario de inmigración preocupado le gritó: “¿Dónde tú vas a dormir? Tú no tienes dinero”.
St. Clair no respondió. Cuando se puso el sol, pasó velozmente junto a las autoridades, se coló en la República Dominicana y desapareció por una calle tranquila.