11 septiembre: al paso del tiempo, el acto de recordar evoluciona
Al otro lado del vasto campo donde cayó el avión hace ya muchos años, todo está en silencio. Las colinas alrededor de Shanksville parecen haberse tragado el sonido. La meseta que millones de estadounidenses ascienden para visitar el Memorial Nacional al Vuelo 93 y a pensar en aquellos que murieron en esta extensión del suroeste de Pensilvania, se encuentra justo encima de gran parte del paisaje y crea un espacio de tranquilidad precisamente donde debe haber tranquilidad.
Es un lugar que alienta el acto de recordar.
Han transcurrido 20 años desde que el vuelo United 93 realizara su descenso final, con el caos desatado a bordo mientras los edificios ardían a 480 km al este. Casi una quinta parte del país es demasiado joven para recordar de primera mano el día que lo cambió todo.
En el borde del mirador del Memorial, un hombre corpulento con un chaleco Harley Davidson de cuero habla con dos acompañantes. Señala hacia el lugar donde se estrelló el avión. Es una conversación íntima y es difícil escuchar lo que dice.
Pero sus dos primeras palabras son claras:
“Yo recuerdo…”.
Recordar no es simplemente un estado mental. Como nos han insistido desde hace mucho quienes nos han suplicado que nunca olvidemos el Holocausto, es un acto. Y cuando la pérdida y el trauma castigan a los seres humanos, el acto de recordar toma muchas formas.
Recordar es político. Aquellos que no están de acuerdo sobre el destino de las estatuas confederadas en el sur de los Estados Unidos lo demuestran, como lo hacen aquellos que disputan lo mucho que la guerra contra el terrorismo y su costo deben ser parte de las discusiones sobre los recuerdos del 11 de septiembre.
Recordar tiene muchas caras. Llega en ceremonias en la zona cero y en momentos de silencio y oraciones y más oraciones, tanto públicas como privadas. Se muestra en monumentos populares como los que se erigen a los lados de las carreteras solitarias para marcar los sitios de las muertes por accidentes de tránsito. Está incrustada en los nombres de los lugares, como la carretera que conduce al Memorial al Vuelo 93: la autopista Lincoln. Emerge en la recuperación de “recuerdos de flash fotográfico”, recuerdos vívidos de acontecimientos de gran importancia emocional o histórica tipo “¿dónde estaba usted cuando sucedió esto?”, que permanecen con nosotros, a veces con precisión, a veces no.
Hay recuerdos personales, recuerdos culturales y recuerdos políticos, y la línea entre ellos con frecuencia se difumina.
Y durante generaciones, el recordar se nos ha presentado en monumentos y memoriales como el de Shanksville, negociado, construido y afinado para evocar y provocar los recuerdos y emociones de personas y momentos de maneras determinadas.
“Los monumentos son la historia hecha visible. Son santuarios que celebran los ideales, logros y héroes que existieron en un momento en el tiempo”, escribe la historiadora arquitectónica Judith Dupré en su libro de 2007 sobre ellos —un libro que presentó por primera vez a su editor, de entre todas las fechas posibles, el 10 de septiembre de 2001—.
Sin embargo, mientras los monumentos permanecen, el recuerdo mismo evoluciona. La forma en que se recuerda el 11 de septiembre depende de cuándo se recuerda el 11 de septiembre. Recordarlo el 15 de septiembre de 2001 o el 11 de septiembre de 2004 es diferente de recordarlo el 11 de septiembre de 2011 —o, en todo caso, diferente de lo que será el próximo fin de semana—.
Entonces, ¿qué significa el recordar en un vigésimo aniversario, o en cualquier coyuntura en la que un evento como el 11 de septiembre comienza a retroceder en el pasado —comienza a convertirse en historia—, incluso cuando sus ecos todavía hacen temblar los cimientos de todo?
“Nuestro presente influye en cómo recordamos el pasado —a veces de formas que son conocidas, y, a veces, de maneras que no nos damos cuenta”, dice Jennifer Talarico, profesora de psicología en el Instituto Superior Lafayette en Pensilvania, quien estudia cómo las personas forman recuerdos personales de eventos públicos.
La evidencia de eso es obvia en los eventos de las últimas cinco semanas en Afganistán, donde una guerra de 20 años librada en respuesta directa al 11 de septiembre terminó prácticamente donde comenzó: con los represivos y violentos talibanes al mando una vez más.
“Si todavía estuviéramos en Afganistán y las cosas fueran estables, probablemente recordaríamos el 11 de septiembre de una manera muy diferente a como lo recordaremos este año”, dice Richard Cooper, vicepresidente de la Fundación del Espacio, una organización sin fines de lucro, quien trabajó para el Departamento de Seguridad Nacional durante varios años después de los ataques y ha visto muchas conmemoraciones a lo largo de los años.
“Esa angustia y dolor que sentimos la mañana del 12 de septiembre de 2001 está resucitando”, dice Cooper, “y eso afecta cómo lo recordamos hoy”.
Aun con formas más estáticas de memoria, como el Memorial Nacional al Vuelo 93, la cuestión de cómo el recordar cambia y evoluciona pende sobre muchas cosas.
En el centro de visitantes, los artefactos viscerales y dolorosos del momento aún recuerdan el pasado con una eficacia asombrosa; Los cubiertos retorcidos y con restos de las comidas a bordo son una vista particularmente imponente. Pero la variedad de recuerdos que se presentan a metros de distancia en el tranquilo mirador y su pensativo monumento se siente más permanente, más eterno —y ahora, 20 años después, más acorde con algo que sucedió una generación atrás—.
Paul Murdoch, de Los Ángeles, el arquitecto principal del monumento, dice que fue calibrado cuidadosamente para resonar en múltiples etapas de los recuerdos sobre el evento y sus implicaciones.
“Puede imaginar un enfoque conmemorativo que como que congela la ira en el tiempo, o que congela el miedo. Y esa puede ser una obra de arte muy expresionista. Pero siento que para que algo perdure durante un largo período de tiempo, creo que tiene que operar de una manera diferente”, dice Murdoch, quien codiseñó el monumento con su esposa, Milena.
“Ahora tenemos a una generación de personas que ni siquiera habían nacido el 11 de septiembre”, dice Murdoch. “Entonces, ¿cómo habla con las personas de esta nueva generación o de generaciones futuras?”.
Esa pregunta es particularmente poderosa en este vigésimo aniversario. La sociedad tiende a marcar generaciones en paquetes de dos décadas, por lo que hay una entera que ha nacido y alcanzado la mayoría de edad desde los ataques.
Aunque eso no significa que no hayan prestado atención: ellos también “recuerdan”, incluso si no habían nacido.
Krystine Batcho, profesora de psicología en la Universidad Le Moyne, en Syracuse, Nueva York, estudia cómo funciona la nostalgia. Encontró algo interesante hace un par de años cuando investigaba cómo los jóvenes encontraban historias que resonaban con ellos —tanto a nivel personal como a través de las noticias—.
Incluso aquellos que no tenían recuerdos vivos del 11 de septiembre, dice Batcho, respondieron con historias sobre el evento. Fue recordar como una experiencia compartida.
Y no es de extrañar. Tantos primeros encuentros con el 11 de septiembre el día en que sucedió fueron, en la tradición de la era de la información, tanto separados como comunitarios. Personas en diferentes partes del país y del mundo, bajo circunstancias muy diferentes, vieron los mismos ángulos de las cámaras en vivo en las mismas pocas transmisiones, y vieron las mismas, ahora indelebles imágenes de la destrucción de la misma manera. Lo experimentaron separados, pero juntos.
Eso formó una especie de memoria compartida, incluso si a veces las personas que vieron las mismas cosas no las recordaron de la misma manera —un ángulo de cámara específico o el punto de filmación, los comentarios de una figura clave, la secuencia exacta de los eventos—. Recordar puede ser así, dicen expertos como Talarico, particularmente con “recuerdos de flash fotográfico” intensos como los del 11 de septiembre que graban surcos profundos, pero no son necesariamente precisos en los detalles.
“Reconstruimos el evento a través de nuestra propia lente, y parte de esa lente es muy social”, dice Batcho. “Usted pensaría que los recuerdos serían más cohesionados y homogéneos. Resulta que es mucho más complicado que eso”.
Es el 31 de mayo de 2002, menos de un año después. El exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani dice a los estudiantes de secundaria en Shanksville en su graduación: “Dentro de cien años, la gente vendrá y querrá verlo. Y van a querer saber qué pasó ”.
Es el 11 de septiembre de 2016, al aniversario número 15. El presidente Barack Obama dice: “Quince años pueden parecer mucho tiempo. Pero para las familias que perdieron un pedazo de su corazón ese día, imagino que puede parecer que fue ayer”.
Esa tensión fundamental —se siente como si fuera ayer, sí, pero también se convierte en parte de la historia a largo plazo— es lo que nos confronta en los próximos días, cuando muchos recuerden y consideren el 11 de septiembre y realicen sus propios actos de conmemoración.
Para aquellos que no estuvieron en el núcleo del horror del 11 de septiembre y su dolor, pero que lo experimentaron como parte de la cultura en la que viven, de alguna manera puede sentirse como ayer y como hace mucho tiempo a la vez. Y al igual que con tantos actos de conmemoración, todavía se debate e impugna —y lo será durante mucho tiempo—.
“Las ceremonias sobrias no deberían inducirnos erróneamente a pensar que el recuerdo público de este terrible evento es un asunto resuelto”, escribió John Bodnar, historiador del 11 de septiembre en un artículo de opinión para el Washington Post en mayo.
En un punto de inflexión como un aniversario importante, particularmente con algo tan tectónico como el 11 de septiembre, es fácil recurrir a un aforismo como este de William Faulkner: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”. Pero el dicho ha perdurado por una razón.
La memoria se convierte en historia. Y la historia —la historia compartida—, se aferra con fuerza, a veces con rabia. Es por eso que tanta gente se aferra con fuerza a narrativas históricas nostálgicas y reconfortantes —incluso cuando se ha mostrado que han sido tan destructivas como productivas—.
El acto de recordar algo como el 11 de septiembre implica exactamente ese delicado equilibrio. Cuando la memoria se convierte en historia, puede volverse más remota, como un monumento a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos para personas cuyas pasiones y sacrificios han sido erosionados por el tiempo. Con la distancia, puede calcificarse.
Eso no va a suceder con el 11 de septiembre durante mucho tiempo, por supuesto. Su política todavía está agitada. Los argumentos que produjo —y las formas en que enviaron a la sociedad precipitadamente en una dirección diferente—, son tan intensos como en aquellos primeros días.
Y cuando una nación se detiene para recordar la mañana de hace 20 años cuando fue atacada, no solo mira por encima de su hombro. También mira a su alrededor y se pregunta: ¿Qué significa esto para nosotros ahora?
”¿Qué es lo importante al hacer un monumento, qué se recuerda y cómo se recuerda?”, se preguntó J. William Thompson en su elegante libro de 2017, “From Memory to Memorial: Shanksville, America and Flight 93” (“Del recuerdo al monumento: Shanksville, los Estados Unidos y el Vuelo 93”).
Cualquier respuesta a eso es compleja, comprensiblemente. Pero detrás de todas las palabras formales y las maneras de conmemorar un día que cambió al mundo se esconde algo más fundamental: un simple imperativo de aferrarse a un sentido de qué cambió las cosas y cómo.
En la portada del libro de Thompson, un hombre mira el lugar donde se estrelló el avión en Shanksville con el brazo derecho levantado. A su izquierda sostiene un letrero pintado a mano con cuatro palabras, una oración declarativa: “Yo no lo olvidé”.