Historias de ciudad de inmigrantes vapuleada por COVID-19
Lo que sufrieron, cómo enfrentaron el virus, todo lo que perdieron.
La gente transitaba lo más rápidamente posible por las distintas paradas del gimnasio de una secundaria donde se aplican inyecciones contra el COVID-19 y luego se sentaba en sillas plegadizas de metal, prestadas por la sociedad de los Caballeros de Colón.
Finalmente se estaban inmunizándose contra el coronavirus. Pero nadie celebraba.
Central Falls, la ciudad más pequeña y pobre del estado más pequeño del país, es una de las más golpeadas por el virus. Hay dolor y sufrimiento por todos lados. El deceso de un marido. La madre que llegó de Guatemala en busca de una vida mejor y encontró la muerte. El cura polaco que entierra un feligrés tras otro.
Una ola de contagios tras otra.
Central Falls está acostumbrada a luchar contra la adversidad. Moonshine, la bebida con alto contenido alcohólico que se popularizó durante la década de 1920, cuando se prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, y causó estragos. La cocaína en los años 80. Apuestas ilegales en los 40 (los policías que trataron de cerrar las casas de apuestas ilegales eran despedidos). Cierres de fábricas después de la Segunda Guerra Mundial. Todo esto contribuyó al deterioro económico de la ciudad, la pobreza y finalmente la bancarrota en el 2011.
Central Falls siempre fue una ciudad con alto porcentaje de inmigrantes. Inicialmente eran franco-canadienses, irlandeses, griegos y sirios, entre otros. Hoy mayormente latinoamericanos, que lucían estoicos en el gimnasio de este aciago sábado. Algunos charlaban en voz baja. Otros miraban sus teléfonos.
Si uno les preguntaba, les contaban los padecimientos del último año de pandemia. Lo que sufrieron, cómo enfrentaron el virus, todo lo que perdieron.
A un costado, sentada casi debajo del aro de la cancha de básquetbol, estaba Christine McCarthy, de 65 años, con diabetes. Se sentía aliviada de haberse inoculado y hablaba mucho de su esposo John, quien después de 40 años de matrimonio, tres hijos, enfermedades y tiempos duros, le seguía cantando. Se sentaba en la cama, tomaba su guitarra acústica y su voz llenaba la habitación.
El 1ro de enero, John McCarthy falleció por complicaciones asociadas con el COVID-19.
“Esa es mi historia”, dijo la mujer llorando.
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La llamada al 911 (emergencias) llegó al anochecer desde un pequeño departamento en una calle con unidades repletas de gente.
Fue a fines de marzo del 2020.
Cuando Andrés Nunes ingresó a la vivienda en la planta baja, esto es lo que vio: Un departamento de dos dormitorios lleno de gente y de cosas. Ropa, sábanas y frazadas por todos lados. Habían corrido la mesa de la cocina hacia un costado para abrir espacio. No alcanzaban las camas y había al menos una persona durmiendo en un sofá.
Nunes recordaba ese día más de un año después, en el departamento de bomberos. Dijo que apenas vio esa escena, “supe lo que se nos venía”.
Pocas semanas después se produjo en Estados Unidos la primera muerte por el COVID-19. Hacia fines de marzo, el mundo observaba las ambulancias con sus sirenas que recorrían constantemente la ciudad de Nueva York.
No muy lejos de la Gran Manzana, en un rincón poco conocido de New England, el coronavirus empezaba a expandirse.
En el departamento vivían siete u ocho personas de una misma familia, según Nunes. Cinco estaban enfermas. Los síntomas eran los típicos del coronavirus: Dolores corporales, dolores de cabeza, tos.
Eran inmigrantes guatemaltecos que no hablaban inglés y que se negaron a ir al hospital a menos que pudiesen ir todos juntos. Eso era imposible por las restricciones en vigor. Dado que nadie corría un peligro inmediato, el personal que respondió a la llamada dejó información acerca de las pruebas del COVID-19, con instrucciones sobre lo que había que hacer si alguien se contagiaba.
Esa noche no murió nadie. Nadie fue llevada al hospital. Pero el personal que respondió a la llamada quedó sacudido por la experiencia.
“Ese día nos dimos cuenta de que teníamos algo grande entre manos”, dijo Nunes.
Nacido en Colombia, Nunes sabe lo que es la vida de los inmigrantes pobres. Vive en Central Falls desde los 15 años y completó la secundaria en la Central Falls High School. Su familia vive en la ciudad.
Sabe que Central Falls es un sitio ideal para la propagación del virus. Unas 20.000 personas viven amontonadas en 3,3 kilómetros cuadrados (1,3 millas cuadradas), en edificios estrechos de tres pisos, pegados uno con otro, típicos de los barrios obreros de Rhode Island y Massachusetts. Los departamentos con frecuencia albergan familias enteras. Padres, hijos, nietos, primos y amigos que conviven en pequeños espacios.
Al hacinamiento se suma la realidad del mercado laboral.
Central Fallas es una ciudad de gente humilde. Personal de limpieza, trabajadores de depósitos, cajeros y otros oficios que no se pueden realizar desde la casa. Se sabe que el virus afecta de forma desproporcionada a los pobres y en Central Falls más del 30% de la población vive por debajo del nivel de pobreza.
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El marido, un verdadero guerrero, fue quien llevó la novedad a la casa.
“Decía que había una pandemia”, relató Marcelina Hernández, de 36 años, madre de cuatro hijos y devota católica, siempre con una sonrisa en los labios. “Le dije, ‘estás loco. Tú siempre pensando lo peor’”.
Mauricio Pedraza es un individuo fornido de 41 años, muy apacible. Sonreía cuando su esposa hablaba.
A las pocas semanas comenzó a propagarse el virus en la ciudad. Cerraron escuelas, negocios, bares y restaurantes. Durante siete meses, casi no permitieron que sus mellizos de 13 años saliesen de la casa.
Viven en el último piso de otro de esos edificios de tres plantas, en un departamento lleno de crucifijos, afiches religiosos y cantidades de juguetes rosados de su pequeña niña.
Igual que tantas otras personas, llegaron a Central Falls atraídos por familiares y amigos, parte de un constante flujo de inmigrantes latinoamericanos que se radicaron aquí en los últimos 30 años. Vienen porque los alquileres son baratos, hay buenos transportes públicos a las ciudades de la zona, desde Boston hasta Providence, y mucha gente que habla español. Los restaurantes étnicos les hacen recordar sus raíces, con platos como ceviche colombiano y sopa de mondongo.
La pareja —ambos llegaron hace más de 20 años desde Guatemala pero que se conocieron aquí— se sentía en su casa. Tienen familiares cerca. Hay parques donde reunirse. Escuelas decentes. Y bastante trabajo para quienes están dispuestos a esforzarse.
Pedroza tiene dos empleos: Por la mañana hace la limpieza de un negocio y por las tardes opera un montacargas en un depósito.
La pandemia trajo desempleo, que subió del 6% en enero del 2020 al 20% dos meses después. En marzo del 2021 se mantenía en el 9%. Surgieron cada vez más comedores comunales en los que había una enorme demanda, en parte porque los trabajadores sin permiso de residencia no recibían ayuda del gobierno.
Pedroza tuvo suerte. Dejó de trabajar solo por algunas semanas.
Pero nunca dejó de preocuparse. “Siempre estaba pensando” en lo que podía pasar, señaló.
La familia se encerró en su casa y dejó de ver incluso a los parientes, algo que puede ser visto como una traición por la cultura hispana.
Pedroza estaba asustado. Veía constantemente las noticias y estaba pendiente de los rumores en las redes sociales. Le aterrorizaba ir a trabajar. Casi no salía a no ser para ir al trabajo.
De todos modos, pocos días antes de la Navidad empezó a sentirse mal: Fatiga, dolor de garganta, dolor de cabeza. Hernández también se contagió. Luego la niñita.
Las semanas siguientes son una nebulosa. No festejaron el Año Nuevo.
Al final de cuentas tuvieron suerte. Se sintieron mal un par de semanas, aunque sin necesidad de ir al hospital.
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Otra guatemalteca, María Cristina Pineda, no fue tan afortunada.
Pineda, quien cuidó niños durante más de 20 años en la ciudad de Nueva York, se radicó en Central Falls hace 14 años, junto con su familia.
Cuando contrajo el virus, se negó a ser hospitalizada, convencida de que la gente iba a los hospitales a morir. Incluso después de dejar de comer se resistió.
“Decía que se sentía bien”, expresó su hija Gilda Hernández.
Aceptó finalmente ir a un hospital cuando una enfermera la vio en su casa y le dijo que su nivel de oxígeno era muy bajo.
Gilda la llevó al hospital.
“Le di un abrazo y no la volví a ver”, relató la hija.
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Cuando el estado asignó una cantidad adicional de dosis de vacunas a Central Falls ante la cantidad de contagios, la alcaldesa María Rivera ayudó a preparar un agresivo programa de vacunaciones, que incluyó visitas a las casas y gente que paraba a los transeúntes en la calle para recomendarle que se vacunase. Un médico trató de asegurarse de que los extranjeros sin permiso de residencia no fuesen hechos a un lado.
A fines de febrero, Central Falls tenía una de las tasas de vacunación más altas de Estados Unidos.
“Estábamos desatados”, dijo el principal estratega de la campaña, el doctor Michael Fine. Advirtió, no obstante, que llegaría el momento en que se tropezaría con “la negativa de alguna gente a vacunarse”.
Eso fue precisamente lo que sucedió.
Hubo una abrupta caída en la cantidad de personas que se presentan al gimnasio a vacunarse. Y un marcado aumento en los comportamientos riesgosos. Cuando sonó la alarma de incendios en un club de inmigrantes de Cabo Verde hace poco, los bomberos encontraron una cantidad de gente amontonada en el local y nadie tenía tapabocas.
La alcaldesa Rivera, no obstante, es optimista. Rivera, de 44 años, hija de puertorriqueños, cree que Central Falls ha iniciado una nueva etapa. Sigue habiendo mucha pobreza, pero la ciudad salió de la bancarrota en el 2012 y al año siguiente tuvo un excedente en su presupuesto. Además, dejó atrás su fama de ciudad con mucha cocaína.
Es la primera alcaldesa hispana de Rhode Island. Asumió el cargo, el 4 de enero del 2020, poco antes de la llegada de la pandemia. Es popular, llena de energía, con mucha presencia en la ciudad. Promueve las vacunaciones con fuerza.
“No hay que ser un genio”, declaró. “Sabemos lo que hay que hacer”.