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Un arresto que terminó en tragedia en el Valle del Río Grande

González, un trabajador agrícola ilegal procedente de México, había sido arrestado en una fiesta un día antes por embriagarse en público.

La familia de Jorge González Zúñiga afuera de la casa donde pasó sus últimos días en Alamo, Texas, el 14 de octubre de 2020. De izquierda a derecha: su hermana, Katia González, su madre, Catalina Zúñiga, su esposa, Johana Acuña, abrazando a su hijo, Jason González, y su tía, Danielle González. (Verónica G. Cárdenas/The New York Times).

La familia de Jorge González Zúñiga afuera de la casa donde pasó sus últimos días en Alamo, Texas, el 14 de octubre de 2020. De izquierda a derecha: su hermana, Katia González, su madre, Catalina Zúñiga, su esposa, Johana Acuña, abrazando a su hijo, Jason González, y su tía, Danielle González. (Verónica G. Cárdenas/The New York Times).

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The New York TimesTexas, Estados Unidos

El oficial Coltynn Williams fue la primera persona en la cárcel del condado de Hidalgo que en realidad le prestó atención a Jorge González Zúñiga.

Cuando González tenía que checar tarjeta para su turno en el cementerio el Domingo de Pascua, todavía estaba en la celda destinada a los borrachos 20 horas después de su arresto.

González, un trabajador agrícola ilegal procedente de México, había sido arrestado en una fiesta un día antes por embriagarse en público y no respetar el toque de queda impuesto en algunas partes del Valle del Río Grande con el fin de ayudar a controlar la creciente pandemia del coronavirus. Ahora, yacía inmóvil en el suelo de concreto de la celda de desintoxicación sin haberse comido el almuerzo que le dieron en una bolsa.

Williams le preguntó si se sentía bien.

“Me duele el cuello”, respondió.

Cuando no pudo levantar la cabeza para que le tomaran la fotografía de la ficha policial, Williams lo envió al hospital, donde los médicos dijeron que tenía una vértebra prensada y una temperatura corporal de 28 grados Celsius. Pasó varias semanas conectado a un respirador hasta que murió el 15 de julio.

En su informe sobre la investigación, del cual The New York Times obtuvo una copia parcial, el cuerpo especial de agentes del Departamento de Seguridad Pública de Texas conocidos como Rangers hallaron pruebas de un maltrato despiadado durante el arresto de González, en el cual, según testigos, le dispararon con una pistola paralizante, lo tiraron al suelo, le propinaron puñetazos y apoyaron rodillas sobre él antes de empujarlo de frente al interior de una patrulla.

El 20 de agosto, la Oficina del Fiscal de Distrito del condado de Hidalgo intentó acusar de homicidio involuntario a los tres ayudantes del alguacil que llevaron a cabo el arresto, pero el gran jurado regresó ese mismo día con una decisión: no se presentarían cargos.

Este caso ha consternado a todo el Valle del Río Grande, un lugar donde ya ha habido corrupción y brutalidad dentro de las fuerzas policiales, pero donde no son comunes las manifestaciones como las que sacudieron al país luego del asesinato de George Floyd en Minneapolis.

Más de 142.000 inmigrantes no autorizados viven en el valle, muchos de los cuales le temen a la detención y a la deportación mucho más que al maltrato policial, sobre todo quienes llegaron de países donde el poder gubernamental se ejerce con violencia de manera sistemática.

La gente que no vive en el valle sabe muy poco acerca de cómo es la vida para quienes habitan en las sombras a lo largo de la frontera, señaló Katia González, la hermana de Jorge González.

“Tuvo que morir mi hermano para que la gente de ahí lo supiera”, comentó.

En el valle

Katia González mencionó que Jorge González, de 23 años, había llorado cuando vio el video de la muerte de George Floyd. A él le había ocurrido lo mismo que a Floyd, le dijo en mayo, poco más de un mes antes de su muerte. Una semana después, algunos manifestantes del movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan) marcharon en el centro de McAllen, una insólita muestra de solidaridad en apoyo a la pequeña población negra del Valle del Río Grande.

En 2008, cuando Jorge González tenía 11 años, él y su hermana, que entonces tenía 9, huyeron de la corrupción y la violencia de las pandillas de Tamaulipas, México, su lugar de origen. Se fueron a alcanzar a su padre, quien ya vivía en el norte de la frontera y, poco después, su madre se reunió con la familia en Texas.

Tras graduarse de un bachillerato local, González cosechaba coles y sandías de la tierra fértil para mantener a su esposa y a Jason, su hijo de un año de edad.

En marzo, cuando se propagó el coronavirus en el sur de Texas, las autoridades temían que las reuniones familiares tradicionales que son comunes en el valle durante la primavera y el verano favorecieran la propagación del virus y se saturaran los hospitales.

El alguacil J.E. Guerra dejó en claro que sus ayudantes saldrían a vigilar que se cumpliera el toque de queda impuesto en todo el condado durante el fin de semana de Pascua.

“El objetivo de esta disposición es que la gente mantenga su distancia”, señaló. “Sé que es muy difícil, sobre todo en nuestra cultura, porque durante la más sagrada de todas las fiestas religiosas, las familias desean estar juntas”.

‘No puedo respirar’

El sábado 11 de abril, González se puso una camisa rosa y pantalones de camuflaje, fue con su esposa a la parrillada de un amigo en el campamento de casas rodantes Delta Lake, a cinco kilómetros del bachillerato del que se graduó. La pareja necesitaba salir de fiesta. Ya estaban cansados de estar asilados en casa por la pandemia.

González bebió una docena de cervezas, según le dijo después a un investigador, y luego se quedó dormido en el suelo. Su esposa encontró un lugar para dormir en una de las casas rodantes. Otras parrilladas continuaron hasta altas horas de la noche.

Lucio Duque, el propietario del terreno, mencionó que había recibido la llamada de un vecino poco antes de las dos de la mañana, para decirle que algunos de los inquilinos se estaban peleando. Así que caminó una corta distancia hasta las casas rodantes para hablar con los revoltosos.

Después de que el vecino llamó al 911, llegaron tres ayudantes del alguacil del condado de Hidalgo (Julio Treviño y dos ayudantes, Steven Farias y Jorge Cabrera).

Según un informe de los Rangers de Texas, los ayudantes encontraron a González y le dieron empujones para que se despertara. Al principio, le ordenaron que se fuera a dormir dentro de un remolque, pero Treviño decidió arrestarlo después de que Duque dijo que él no vivía en el campamento.

Más tarde, González le dijo a su hermana que se había asustado y entonces corrió; ella explicó que quizás porque sabía que la Oficina del Alguacil cooperaba con el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas.

Los ayudantes lo atajaron. Duque dijo en una entrevista que González, quien medía 1,90 metros y pesaba 106 kilos, había corrido pero no se había resistido cuando los oficiales lo esposaron.

“Lo único que quería era que no lo arrestaran”, comentó.

Jesús Reyes, un arrendatario, dijo que vio “que uno de los ayudantes le levantó las manos de la espalda, otro lo tiró al suelo y, al parecer, el tercero le dio un puñetazo o le jaló la cabeza”.

Reyes mencionó que González cayó de cabeza al suelo y después de eso parecía que estaba inconsciente, pero luego Reyes escuchó el sonido de una pistola paralizante y oyó que González lanzó un aullido.

Otro testigo les dijo a los Rangers de Texas que, en ese momento, los ayudantes se llevaron caminando a González, esposado y encadenado, a las patrullas, pero cuando llegaron a los autos, González volvió a caer al suelo. Luego el testigo vio que un ayudante apoyó su rodilla sobre la espalda de González y que un segundo ayudante le puso la rodilla sobre el cuello.

Según el investigador, en un video tomado desde el interior de la patrulla, se veía a Cabrera metiendo de frente a González en el asiento trasero. González no dejaba de decir que los ayudantes lo habían “paralizado”. “No puedo respirar”, decía con palabras parecidas a las que había usado Floyd durante su arresto. “Levántenme”.

Una familia busca justicia

“Mi sobrino era una persona divertida y extrovertida… y le quitaron la vida”, comentó su tía, Danielle González. “Lo único que queremos son respuestas”.

Puesto que no tenía seguro de gastos médicos y no podían internarlo en un centro de atención médica especializada, ella y su esposo llevaron a González a su casa después de que salió del hospital, incapaz de moverse del cuello hacia abajo y sin poder respirar por sí mismo. La familia tuvo problemas para mantenerlo con vida.

“Solo tuvimos dos semanas para aprender a atender a mi hermano antes de que lo dieran de alta en el hospital”, afirmó Katia González. “Yo tenía miedo. Es muy difícil manejar el respirador”.

Los familiares mencionaron que, el 8 de julio, Jorge González parecía inquieto. Los ojos se le ponían en blanco y tenía espasmos en el abdomen. Entonces llamaron al 911. Los paramédicos dijeron que había sufrido un infarto y les pidieron que salieran de la habitación para tener el espacio suficiente a fin de tratar de revivirlo.

Pero para entonces, comentó Katia González, su cerebro había pasado mucho tiempo sin oxígeno. Una semana después, Jorge González falleció.

“Mi mamá fue a la oficina del alguacil a decirles: ‘Díganle al alguacil que venga a disculparse con mi hijo antes de que muera’”, explicó.

El alguacil nunca respondió, afirmó.

Oficina del alguacil del condado de Hidalgo, en Edinburg, Texas, el 14 de octubre de 2020. (Verónica G. Cárdenas/The New York Times).