‘Nos van a exterminar’: indígenas colombianos enfrentan una ola de violencia

Esta semana miles de manifestantes salieron a las calles de Bogotá.

Los manifestantes juntaron sus salarios para alquilar unos coloridos autobuses conocidos como “chivas”. Federico Rios para The New York Times

Los manifestantes juntaron sus salarios para alquilar unos coloridos autobuses conocidos como “chivas”. Federico Rios para The New York Times

Después de un largo conflicto armado, un nuevo tipo de violencia está arrasando a las comunidades indígenas de Colombia. Según organizaciones de derechos humanos, cada dos días se producen asesinatos masivos.

Esta semana miles de manifestantes salieron a las calles de Bogotá, la capital de Colombia, horrorizados por una ola de violencia brutal que azota al país. Es tan intensa que, en promedio, cada dos días se han producido asesinatos masivos.

La mayoría viajó cientos de kilómetros, desde las comunidades indígenas rurales que han sido particularmente devastadas por la violencia que atribuyen a las fallas del gobierno para protegerlas bajo el proceso de paz que se detuvo en el país.

Llaman a su movimiento la “minga indígena”.

Minga es una palabra indígena, usada mucho antes de que los españoles llegaran a Sudamérica, para referirse a un acto de trabajo comunal, un acuerdo entre vecinos para construir algo juntos, como un puente, una carretera o un gobierno.

Pero, con el tiempo, minga también ha llegado a significar un acto colectivo de protesta, un llamado a recuperar lo que una comunidad cree que perdió: territorio, paz, vidas.

Y las protestas, que duraron toda la semana —e incluyeron una gran marcha que se celebró el miércoles— se han convertido en un grito prolongado y cooperativo.

“La comunidad dijo: ‘Tenemos que movernos porque si no mostramos ante el mundo lo que está pasando nos van a exterminar’”, dijo Ermes Pete, de 38 años, un líder indígena del suroeste del país. “Si no protestamos nos van a exterminar, física y culturalmente”.

Las manifestaciones son otra señal de la frustración y el enojo público ocasionados por el ritmo del proceso de paz en Colombia.

Hace cuatro años, el gobierno firmó un acuerdo de paz histórico con el grupo rebelde más grande del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), poniendo fin al conflicto de mayor duración en las Américas. El acuerdo exigía que el gobierno colombiano brindara servicios básicos —como educación, atención médica y seguridad— en las zonas afectadas por el largo conflicto armado.

Pero muchos manifestantes dijeron que cuando las Farc se marcharon de sus comunidades, el gobierno nunca llegó. En cambio, surgieron nuevos grupos criminales.

“Tememos por nuestras vidas”, dijo Samay Sacha, un manifestante de 61 años. “Por eso estamos aquí”.

Muchas de las personas que participaron en las manifestaciones son agricultores, maestros y organizadores comunitarios de pueblos pequeños que juntaron sus salarios para alquilar unos coloridos autobuses llamados “chivas”, y dejaron a sus niños y trabajos en casa.

Acamparon en un campo deportivo provisto por el gobierno de la capital o en las zonas verdes exteriores, y se reunieron alrededor de las fogatas para cocinar, planificar y contar sus historias.

A medida que nuevos grupos criminales se han trasladado al territorio de las antiguas Farc, las comunidades indígenas, a menudo ubicadas en las rutas de la droga y en zonas ricas en minerales y madera, se encuentran entre las poblaciones más vulnerables. Las organizaciones delictivas han utilizado una violencia mortal para reprimir la disidencia y disuadir a la gente de trabajar con sus rivales.

Los líderes comunitarios que se pronuncian contra la brutalidad se han convertido en objetivos de los delincuentes. Solo este año, al menos 233 líderes cívicos han sido asesinados, según Indepaz, un grupo de derechos humanos. Más de mil han muerto desde que se firmó el acuerdo de paz.

Los asesinatos masivos, definidos como tres o más muertes, también se han disparado. Este año, Indepaz ha registrado 68 y, entre julio y septiembre, se produjo un aumento significativo.

Estos asesinatos están sucediendo después de décadas de conflictos en los que las comunidades se vieron presionadas entre las Farc y el ejército en una guerra que dejó más de 200.000 muertos y desplazó a unos seis millones de personas.

Muchos pensaron que, después del acuerdo, experimentarían un periodo de paz. Pero no siempre ha sido así.

“Después de la firma del acuerdo de paz se recrudeció la guerra”, dijo Aida Quilcue, lideresa de la Organización Nacional Indígena de Colombia.

Los manifestantes exigieron reunirse con el presidente Iván Duque, un político conservador que fue elegido después de la firma del acuerdo de paz de 2016. Su partido se opuso al acuerdo argumentando que fue demasiado indulgente con las Farc.

Los críticos de Duque lo han acusado de no hacer lo suficiente para cumplir el acuerdo, señalando, por ejemplo, que solo un número limitado de familias han podido participar en un programa que les ayudaría a dejar de cultivar coca —la planta utilizada para hacer cocaína— y así poder dedicarse a la producción de sembradíos legales.

Muchos siguen cultivando coca, por lo que el tráfico de drogas y la violencia han proliferado en esas zonas.

Duque no se reunió con la minga en Bogotá, sino que envió una delegación para reunirse con personas en el suroeste del país, que se ha visto muy afectado por la violencia. Su oficina dijo que estaba gastando millones de dólares para abordar el problema.

En una entrevista a principios de este año, Miguel Ceballos, alto comisionado para la Paz, instó a los colombianos a ser pacientes con el proceso de paz.

“Denle al hombre una oportunidad”, dijo, refiriéndose al presidente Duque. “Es que nosotros no podemos en dos años cambiar 56 años de guerra”.

Pete, uno de los líderes de la protesta, recuerda que creció con la guerra en su casa en el departamento del Cauca, donde las Farc prácticamente dormían en su puerta.

En esa época, los militares acusaron a su familia de colaborar con la guerrilla, y la guerrilla los acusó de colaborar con los militares. Algunos días, veía helicópteros sobrevolando la zona. Y, de vez en cuando, llovían balas.

La violencia hizo que Pete se postulara para un puesto de liderazgo en su comunidad, y cuando las Farc se fueron, instó a sus vecinos para que abandonaran los cultivos de coca. Pensó que el Estado actuaría para protegerlos.

“La institucionalidad nunca llegó”, dijo.

Muy pronto, Pete se convirtió en un objetivo de los grupos delictivos. En un día de 2017, dos hombres comenzaron a dispararle cuando salió de su casa. Cayó al suelo y sobrevivió.

Bertha Rivera, una manifestante de 53 años, llegó a Bogotá desde un territorio indígena ubicado a casi 640 kilómetros de distancia.

Ella durmió en una tienda de campaña ubicada en el campo deportivo. Al día siguiente, marchó con la minga por las calles de la capital.

“Teníamos tanta ilusión”, dijo sobre el proceso de paz. “Ahora ya no vamos a escuchar los muertos, ya no vamos a escuchar las bombas, no vamos a escuchar las amenazas”.

Y continuó: “Cuando estuvo lo de la paz, pensábamos que era lo mejor. Y aunque a nosotros ya nos habían contado otros pueblos y otras naciones que vivieron esta misma experiencia que el posconflicto era más fuerte que el mismo conflicto […] no creíamos”.

“Pero hoy nos damos cuenta que tenían mucha razón”, concluyó.

Julie Turkewitz es la jefa de la oficina de los Andes, que cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a Sudamérica, fue corresponsal nacional y cubría el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz