América

Al interior del campamento para refugiados a la entrada de Estados Unidos

En los árboles, había colgada ropa y sábanas tiesas que se secaban después de haberse empapado y enlodado en un huracán la semana anterior.

Niños corren por el campamento para migrantes de Matamoros, México, al otro lado de la frontera de Brownsville, Texas, mientras lo fumigan, el 5 de agosto de 2020. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times).

The New York TimesMatamoros, México

Sobre el abarrotado campamento al otro lado del río frente al estado de Texas, se elevaba un sol color amarillo y un denso calor cocía los desperdicios podridos que había abajo: una amalgama de juguetes rotos, desechos humanos y sobras de comida donde se concentraban enjambres de moscas.

En los árboles, había colgada ropa y sábanas tiesas que se secaban después de haberse empapado y enlodado en un huracán la semana anterior.

Cuando esa mañana de agosto, los residentes emergieron por las aberturas de sus hogares de lona, algunos se dirigieron, transportando cubetas con dificultad, hacia unos tanques de agua para bañarse y lavar trastes. Otros se reunieron frente a unos lavabos, con pijamas y ropa interior de niños en los brazos. Esperaron a que llegara la primera comida caliente del día, aunque casi siempre les hacía daño.

Los miembros de esta comunidad desplazada solicitaron asilo en Estados Unidos, pero los enviaron de vuelta a México y les dijeron que esperaran. Llegaron ahí luego de tragedias inauditas: asaltos violentos, extorsiones sofocantes, seres queridos asesinados. Los une el único factor que tienen en común: no tener ningún otro lugar a donde ir.

“A veces siento que ya no puedo más”, comentó Jaqueline Salgado, quien llegó al campamento huyendo desde el sur de México, sentada sobre una cubeta afuera de su tienda mientras sus hijos jugaban en la basura. “Pero cuando recuerdo todo por lo que he pasado, que era mucho peor, llego a la conclusión de que tengo que esperar”.

Salgado es una de las aproximadamente 600 personas varadas en un lugar que muchos estadounidenses habrían pensado que nunca existiría. Es un verdadero campamento de refugiados a la entrada de Estados Unidos, uno de muchos que han surgido, por primera vez en la historia del país, a lo largo de la frontera.

Tras aparecer inicialmente en 2018, este campamento ubicado al otro lado de la frontera de Brownsville, Texas, al año siguiente llegó a tener casi 3000 personas debido a la política que ha obligado a casi 60.000 solicitantes de asilo a esperar en México mientras se completa todo su proceso jurídico, el cual puede tardar años.

Desde entonces, quienes no se han rendido y regresado a casa o no tienen los medios para mudarse a refugios o apartamentos mientras esperan se han quedado varados en el campamento, o en algunos otros como este que ahora se extienden por la frontera suroeste.

Muchas personas han estado viviendo en desgastadas tiendas de campaña durante más de un año.

El gobierno de Trump ha dicho que la política de “permanecer en México” era fundamental para terminar con el abuso a las leyes estadounidenses de inmigración y aminorar los abarrotamientos en las instalaciones de la Patrulla Fronteriza luego de que casi dos millones de migrantes cruzaron a Estados Unidos entre 2017 y 2019.

Las autoridades mexicanas han culpado al gobierno estadounidense de esta situación. Pero también se han negado a asignar zonas al aire libre para campamentos oficiales de refugiados en colaboración con las Naciones Unidas, que habrían podido proporcionar infraestructura para viviendas y servicios sanitarios.

“Es la primera vez que hemos estado en esta situación”, señaló Shant Dermegerditchian, director de la oficina de Monterrey del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. “Y desde luego que no la respaldamos”.

Esta semana, luego de que esta política fue impugnada con éxito en la Corte de Apelaciones para el Noveno Circuito, la Corte Suprema de Estados Unidos aceptó evaluarla. El asunto no se resolverá sino hasta después de las elecciones, así que quienes viven en el campamento todavía tienen que esperar varios meses, si no es que más.

El campamento captó la atención del público durante el debate presidencial del jueves en la noche, cuando el exvicepresidente Joe Biden señaló: “Este es el primer presidente en la historia de Estados Unidos que ha dicho que cualquiera que solicite asilo tiene que hacerlo en otro país. Están en la miseria al otro lado del río”.

La llegada del coronavirus ha empeorado mucho la situación. Pese a que solo ha habido unos cuantos casos en el campamento, la mayoría de los trabajadores humanitarios que iban con regularidad a distribuir provisiones dejaron de entrar con el deseo de evitar acarrear el virus.

El Cártel del Golfo, que trafica drogas a través de la frontera y es una organización tan poderosa como las fuerzas policiacas, llegó a llenar el vacío.

Esta banda cobra peaje a los residentes del campamento que deciden cruzar por su cuenta el río y algunas veces los secuestra para pedir rescate. Las golpizas y las desapariciones también se han vuelto más comunes, a veces para proteger a las mujeres o a los niños que son maltratados, pero otras veces se deben a que los residentes del campamento han violado las reglas de la banda sobre cuándo tienen permitido vagar fuera de su tienda y en dónde.

En los últimos dos meses, han llegado nueve cuerpos a los bancos del río Bravo cerca del campamento; las autoridades mexicanas afirmaron que la mayor parte de las muertes se debían a un aumento en la actividad pandillera durante la pandemia.

La mayoría de los niños del campamento no han asistido formalmente a la escuela desde que salieron de su hogar. Los padres se angustian por no saber si podrán recuperar el tiempo perdido. Algunos se han preocupado tanto que han mandado a sus hijos al otro lado del río sobre la espalda de traficantes y los han enviado solos en el último tramo de su peligroso viaje a Estados Unidos.

Quienes no logran tomar esa decisión, casi siempre viven atormentados con las dudas.

“Tenía miedo de no volver a verlo porque él es todo lo que tengo”, comentó Carmen Vargas, aferrándose al brazo de su hijo de 13 años, Cristopher, de cabello rizado café y alto para su edad. “Pero mi hijo tiene que ir a la escuela. Solo tiene 13 años y ya ha perdido prácticamente dos años”.

A Cristopher se le llenan los ojos de lágrimas al escuchar a su madre hablar de la vida que habían dejado. Vargas sacó unas credenciales de identidad que demostraban que había sido oficial de la policía municipal de Honduras, pero señaló que uno de sus logros se convirtió en un inconveniente cuando en 2018 metió a la cárcel a un integrante de un poderoso cártel de la droga. En unas cuantas horas, el cártel anunció que iba tras ella. Vargas y Cristopher huyeron, pero tuvieron que dejar el hermoso mueble de madera para el que había ahorrado y un refrigerador repleto de comida.

Con las palmas ahuecadas, Vargas atrapaba las gotas de sudor que le escurrían de la frente mientras hablaba. Se disculpó por el hedor; justo afuera de su tienda, los insectos reptaban en torno a una pila de excremento que había llegado cuando se desbordó el río. “Aquí tenemos que aguantar todo: el sol, el agua, el frío, el calor, hay de todo”.

Los grupos de voluntarios trajeron las tinas para lavar y los tanques de agua, así como estaciones de lavado a mano y una hilera de regaderas de concreto que, después de meses de estar secas y sin usar en medio del campamento, fueron conectadas a un suministro de agua.

Pero sus esfuerzos a menudo han sido infructuosos. Desde que apareció el campamento, el muro invisible de las políticas que impiden que sus residentes entren a Estados Unidos se ha elevado y se ha reforzado aún más.

Algunas personas han hallado formas de improvisar un mínimo de comodidad. Antonia Maldonado, hondureña de 41 años, estaba de pie en una cocina que había improvisado bajo unos gastados toldos azules colgados de los árboles. Colocaba pollo crudo en una parrilla sobre la llama abierta, y tenía como mesa un pedazo de madera recogida de la basura sobre dos montones de cubetas puestas boca abajo.

Maldonado mencionó que había estado pendiente de las elecciones con la esperanza de que tal vez un nuevo gobierno relajara algunas de las restricciones que impuso el presidente Donald Trump.

“Al país no entra absolutamente nadie sin su permiso”, afirmó Maldonado, y añadió: “Yo no pido riquezas, solo deseo vivir con dignidad”.