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Cuando Lenin exigió destruir a Stalin: El secreto que la URSS ocultó 30 años

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Manuel P. Villatorio / Tomado del periódico ABCMadrid, España

El calvario de Vladímir Ilich Uliánov comenzó el 26 de mayo de 1922, mientras se levantaba después de un plácido sueño. En lo que debería haber sido una mañana normal, el líder soviético empezó a vomitar de forma violenta. Cuando llegó el médico, el diagnóstico no fue nada halagüeño: derrame cerebral. La dolencia en cuestión le dejó paralizado un costado del cuerpo, le impidió hablar durante algunos días y disminuyó sus facultades mentales.

Valga como ejemplo que, apenas unos días después, le resultó imposible multiplicar doce por siete. «No pudo hacerlo y se quedó muy deprimido. Luchó durante tres horas y lo resolvió mediante sumas», confirmó luego su hermana.

Aquello fue el culmen de varios meses de falta de energía, dolores de cabeza y mal humor. O, en definitiva, de «síntomas de mortalidad», como los define Victor Sebestyen en «Lenin, una biografía» (Ático de los libros, 2020); una obra concienzuda en la que repasa la vida del bolchevique a través de lo que escribieron de él sus familiares, compañeros y enemigos. El derrame cerebral cambió su perspectiva de la existencia. A partir de entonces entendió que la Parca acechaba y que, tarde o temprano, se vería obligado a marcharse con ella de la mano. Así que tomó medidas y dictó, poco a poco, en intervalos de unos minutos, su testamento político.

Lenin, que siempre había fomentado las luchas internas entre sus dos acólitos, Iósif Stalin y León Trotsky, por considerar que atesoraban un gran talento, sufrió también una revelación tras el accidente cerebrovascular. Aunque no organizó su sucesión, sí dejó claro en sus últimas voluntades que el primero, entonces secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, debía ser aparatado del cargo debido a su gran voracidad por el poder. El moribundo no fue más considerado con aquellos que le rodeaban, entre ellos el mismo Trotsky (con el que ya había mantenido trifulcas varias en el pasado) Grigori Zinóviev (cabeza del Comintern) o Lev Kámenev (vicepresidente del Sovnarkom).

Si se hubiera mantenido en el reino de los vivos más tiempo, Lenin habría corroborado las sospechas de que a todos les movían las ansias de poder. Pero falleció diez meses después, tras una extensa agonía durante la que no pudo comunicarse con su mujer, Nadia, quien le leía a los pies de la cama todas las noches. Dejó este mundo el 21 de enero de 1924, un día en el que, como explicó su amigo Nikolái Bujarin, «estaba de buen humor» y se divertía mientras «un grupo de trabajadores de la finca salía a cazar». Horas después, ya en su cama, empezó a sangrar y, a eso de las siete de la tarde, expiró su último aliento.

Como bien explica Sebestyen en su obra, Lenin dejó como último regalo envenenado un testamento lleno de rencor, odio y advertencias sobre sus antiguos colegas. Una suerte de bomba de relojería que podía estallar y acabar con todos ellos si era conocida por el pueblo. Por ello, tomaron la decisión de esconderlo para minimizar riesgos. El texto solo pudo leerse, fragmentado, tres años después. Su versión completa, filtrada por el New York Times en 1926, fue ocultada por el mismo Stalin (el más damnificado si salía a la luz) hasta 1956, cuando Nikita Jrushchov desveló su contenido durante un discurso en el que cargó contra su predecesor.

Redacción y odios

Lenin, desesperado y ávido de que alguien le consiguiese cianuro para poner fin a su vida tras padecer el primer ictus (luego vendrían otros dos), dictó su testamento entre el 22 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923. La encargada de mecanografiarlo fue una de sus secretarias, María Volódicheva. Sebestyen es partidario de que, al ver la muerte cerca, el líder bolchevique recuperó «las costumbres de su pasado conspirador» e insistió en que el documento debía permanecer oculto y bajo llave hasta después de su muerte. No se fiaba, en definitiva, de que alguno de sus camaradas de partido intentara influir sobre él si conocía su contenido antes.

«A petición suya se prepararon cinco copias. Una la conservó él, tres copias [debían] entregarse a Nadezhda Konstantínova y otra, marcada como “estrictamente secreta”, a la secretaria», afirmó su esposa. Los borradores fueron quemados y, el resto de los documentos, sellados en sobres. La idea era que, si alguien los abría antes de su fallecimiento, el líder soviético se percatara de ello y pudiese cambiar sus últimas voluntades a discreción. No obstante, la realidad es que es más que probable que Stalin conociera, al menos, la existencia del informe, pues era el encargado de seleccionar a los médicos y enfermeras que trataban al enfermo y los ayudantes de Lenin trabajaron, a la postre, también para él.

El primer fragmento del testamento fue dictado el 24 de diciembre, y fue uno de los más extensos. Para empezar, cargaba de forma frontal contra Stalin: «El camarada Stalin, que se ha convertido en secretario general, ha concentrado un poder inconmensurable en sus manos, y no estoy seguro de que sepa usar el poder con suficiente precaución en todo momento». En cambio, se deshacía en elogios hacia Trotski, al que calificaba como «el hombre más capaz del actual Comité Central del partido». En los tramos posteriores analizó también a las figuras clave dentro de la URSS, entre ellas Zinóviev y Kámenev (de los que no habló bien en exceso) e hizo comentarios generales sobre la dirección después de su muerte.

Pocas jornadas después, el 4 de enero, convocó a su secretaria para añadir una curiosa postdata en el testamento. La más dolorosa para Stalin:

«Stalin es demasiado grosero y este defecto, aunque bastante tolerable en nuestro medio y en los tratos entre nosotros, los comunistas, se vuelve intolerable en un secretario general. Por eso sugiero que los camaradas piensen cómo eliminar a Stalin del cargo y nombrar a otro hombre en su lugar que, en todos los demás aspectos, difiera del camarada Stalin en una sola ventaja, a saber, que sea más tolerante, más leal, más cortés, más considerado con los demás camaradas y menos caprichoso».

Aquel párrafo supuso la materialización de una pugna entre ambos que se extendía desde hacía años. Un tira y afloja que, por cierto, no había tenido importancia hasta entonces para un Lenin que, según el autor de esta nueva biografía, conocía la «inmoralidad despiadada» de su subordinado, pero jamás hizo ademán de ponerle coto. «Lenin creó el monstruo, y su mayor crimen fue dejar a Stalin con buenas perspectivas de convertirse en el dictador soviético», añade Sebestyen en su obra. En la práctica, y según diferentes historiadores, aquella sencilla nota a pie de página suponía la muerte política de Iósif.

No se le puede reprochar que cambiase de idea en este sentido. A mediados de enero, el moribundo se enteró de que Stalin había organizado una campaña para aplastar el nacionalismo georgiano. Su objetivo: que todo el poder emanara de una central y poderosa Moscú, algo que Lenin no compartía. Este, a través de su esposa, envió una nota personal a todos sus segudiores para que cortaran de raíz aquello. No solo no sirvió de nada, sino que su enemigo se enteró de ello y llamó a Nadia por teléfono advirtiéndole de que sufriría severas consecuencias. La respuesta no se hizo esperar por parte del postrado político:

«Has sido tan grosero como para llamar a mi esposa por teléfono y dirigirte a ella en un tono inadecuado, [… Aunque ella te diga que está dispuesta a olvidarlo, […] yo no tengo intención de olvidar tan fácilmente lo que se haga contra mí, y huelga decir que quien ataca a mi esposa me ataca a mí. Por lo tanto, te pido que reflexiones sobre si estás dispuesto a retirar lo que has dicho y pedir disculpas, o si prefieres que nuestra relación se rompa».

Demasiado escondido

La muerte de Lenin puso un lógico fin a aquellas trifulcas con las que Stalin intentó lidiar para evitar un enfrentamiento directo. Las diferencias internas en el partido tampoco se airearon de cara al exterior para no mostrar debilidad. Cuando llegó el día fatal, nadie podía sospechar la tensión que existía en el seno del partido. El 23 de enero, el féretro fue cálidamente recibido por miles y miles de ciudadanos en Moscú, la capilla ardiente fue visitada de forma masiva y hubo que doblar hasta en dos ocasiones la guardia para organizar a todo aquel gentío. Los diarios de entonces confirmaron que hacía un frío gélido e insoportable, pero no importaba. Tocaba dar el último adiós.

Pero el amor hacia Lenin no se replicaba en la troika que, a la cabeza de Stalin, Kámanev y Zinóviev, dirigía ahora el país. Estos, en palabras de Sebestyen, se ocuparon de que el testamento jamás viese la luz. Lo consiguieron. Nadia, a pesar de sus esfuerzos, no logró dar a conocer su contenido al pueblo y solo pudo, según se sospecha, filtrarlo a los medios internacionales.

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