El virus encontró un hacinado vecindario de Houston y perdonó a uno cercano
En el vecindario de Gulfton en Houston, más de 45.000 trabajadores de restaurantes y trabajadores de limpieza, inmigrantes y refugiados viven en una estrecha proximidad, la mayoría en edificios de apartamentos de dos pisos.
Las formas completamente divergentes en las que el coronavirus ha afectado a comunidades vecinas en el área de Houston —una rica y una pobre— subrayan cómo magnifica las desigualdades.
Para ver la manera en que el virus puede, en su mayoría, no afectar a un vecindario, pero destruir al que se ubica a un lado, echemos un vistazo a Bellaire, con sus patios bien arreglados y hogares amplios, y a Gulfton, donde los edificios de apartamentos mantienen hacinados a los residentes.
“Ocupamos el último lugar en participación electoral, tenemos el último lugar en participación en el censo, pero poseemos el primero en el COVID-19”, dijo Edward Pollard, de 35 años, un concejero en su primer periodo, lamentándose mientras caminaba por su distrito, Gulfton, y repartía cubrebocas de manera gratuita en tiendas de llantas y salones de belleza un domingo reciente de este mes.
En el vecindario de Gulfton en Houston, más de 45.000 trabajadores de restaurantes y trabajadores de limpieza, inmigrantes y refugiados viven en una estrecha proximidad, la mayoría en edificios de apartamentos de dos pisos. Hasta el momento, 965 personas han contraído el virus en el código postal que abarca el área, una cifra per cápita mucho mayor a la de la ciudad en conjunto; doce personas han fallecido.
La ciudad independiente de Bellaire, en contraste, se siente suburbana y es hogar de profesionistas en su mayoría blancos y asiáticos, muchos con niveles de estudios avanzados. En la comunidad compuesta por 19.000 personas, ha habido 67 casos, alrededor de un tercio de la tasa per cápita de Houston.
Juan Manuel Muñoz Soto vivía con su familia en el área de Gulfton en un apartamento en la planta baja. Dos adultos y cuatro hijos cuyas edades oscilaban entre los 6 y los 19 años hacinados en una recámara. La familia se mudó ahí de manera apresurada, después de sentirse inseguros en su apartamento previo.
A Muñoz, de 64 años, le preocupaba contagiarse del virus, pero tenía que seguir presentándose a trabajar como encargado de limpieza en un hospital de oncología. Planeaba jubilarse dentro de unos meses.
Entonces, enfermó. Fiebre. Tos. Muñoz empeoró e intentó durante días ingresar a un hospital. Tenía dificultad para respirar. Para principios de mayo, estaba hospitalizado por COVID-19.
“Después de que fue al hospital, no pude dormir”, dijo su pareja, una mujer de 43 años originaria de Guatemala que solicitó permanecer en el anonimato debido a que ella y sus cuatro hijos se encuentran en Estados Unidos de manera ilegal.
Entonces, ella enfermó. Decidió aislarse. “No podía hablar”, recordó al describir uno de los momentos más difíciles en su batalla contra el virus. Dos de sus hijos también se enfermaron. Con el tiempo, todos se recuperaron.
Excepto Muñoz. Falleció el 13 de junio.
El duelo empeoró de inmediato por la incertidumbre económica. Ella laboraba solo medio tiempo en una lavandería, y no ganaba lo suficiente para sobrevivir. “A veces, despierto por la noche pensando: ‘¿Qué voy a hacer, Dios mío?’”, dijo. “Es muy difícil. Le rezo mucho a Dios para que me dé fuerza”.
Del lado de Bellaire, los temores han sido más abstractos. Ninguno de los residentes de la población ha muerto debido al virus, incluso a pesar de que 344.000 personas en Texas se han infectado y más de 4100 han fallecido.
Los habitantes hablan de manera remota sobre los riesgos y las tendencias más recientes en llamadas de Zoom o conversaciones más extensas en Nextdoor, una red social, comparten artículos de médicos reconocidos en el área o estudian datos oficiales sobre el coronavirus en el sitio web del condado.
“Para todos nuestros residentes, es probable que sus vecinos sean profesionales de la salud”, dijo Andrew S. Friedberg, el alcalde de Bellaire. “Eso ha fomentado un diálogo más anecdótico” sobre el virus y una “alta tasa de cumplimiento” con los lineamientos del condado y del estado sobre el distanciamiento social y los cubrebocas.
La ciudad se ubicó entre los niveles más altos de residentes con seguros de gastos médicos en el condado de Harris, según un estudio reciente del departamento de salud del condado, y una tasa baja entre quienes retrasan tratamientos médicos. En contraste, en Gulfton, alrededor del 40 por ciento de los residentes no tenían seguro de gastos médicos. La misma encuesta mostró que cerca de uno de cada diez residentes no contaba con un automóvil en una ciudad diseñada para manejar.
“Este virus abusa por igual de las oportunidades; esto es verdad ya sea que se hable de Bellaire o el área de Gulfton”, dijo Sylvester Turner, el alcalde de Houston, en una entrevista afuera de un evento de distribución de comida en una iglesia cercana. “Sin embargo, los recursos que la gente tiene para combatirlo son diferentes. La infraestructura es carente cuando se trata de comunidades de color”.
A medida que empeoró el brote, menos personas se aventuraron a visitar Evelyn’s Park, en Bellaire, incluso en una mañana dominical relativamente fresca.
“Incluso en este parque hay menos gente que hace dos semanas”, dijo Sheng Zhang, profesor que estudia enfermedades neurodegenerativas en el Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Texas en Houston, que llegó en bicicleta desde su casa en Bellaire con su hija de 9 años y un amigo.
El pequeño parque, con su cafetería al aire libre y sus áreas de hierba estéticamente alta, atrae a visitantes de todo Houston que vienen a relajarse, correr o jugar pelota… un financiero de la industria petrolera con su hija de 2 años, un pastor de “vacaciones en casa” con su esposa y su perro.
Ese mismo domingo por la mañana, a una corta distancia en auto, Burnett Bayland Park, el principal pulmón verde de Gulfton, atrajo a una pequeña cantidad de residentes, pero pocos visitantes de áreas más lejanas de la ciudad, además de los adolescentes en la pista de patinaje.
Había dos hombres sentados en una banca, charlando a la sombra de una cancha de baloncesto cerca de un campo de futbol con el césped descuidado.
“No hay trabajo”, dijo Ebenilson Jurado Rodríguez, un jardinero de 44 años.
“No hay trabajo”, repitió su amigo.
Lamentaban el hecho de que, hasta hace poco, muchos de sus vecinos no se daban cuenta de la importancia de usar cubrebocas. Sin embargo, ninguno de los hombres portaba uno.
Gran parte de Gulfton tiene la misma diversidad que los vecindarios en Queens que conformaron el epicentro del brote del virus en la ciudad de Nueva York hace unos meses. Las tiendas de comestibles atienden a inmigrantes de India o Afganistán o Tanzania. Una sucursal céntrica del supermercado Fiesta atrae a un flujo constante de clientes latinos que llegan en auto o a pie.
En un mercado africano en otra parte del barrio, Anaclet Rukata dijo que tenía amigos que se habían enfermado, pero que no le preocupaba tanto el virus, sino la incertidumbre de su futuro.
Rukata, refugiado de 39 años proveniente de Burundi, perdió su trabajo con una empresa de cáterin en las oficinas centrales de Chevron cuando la pandemia ocasionó la primera ola de cierres de negocios. Dijo que su madre, refugiada de 55 años, también perdió su trabajo.
Ese día, estaba atendiendo el mostrador como un favor para un amigo que es dueño del mercado. “No tiene suficiente dinero para pagarme”, comentó Rukata.
Además, dijo que acababa de recibir un correo electrónico con la noticia de que sus beneficios por desempleo se suspenderían a fin de mes.
“Estaba leyendo el correo y pensaba: ‘¿Y ahora qué?’”, relató.