EE.UU.

La pandemia ha hecho a un lado las reglas de planificación urbana, pero ¿quién se beneficia?

Las medidas han recibido elogios de residentes que están ansiosos por usar las nuevas instalaciones y agradecidos por la rapidez con la que estas han aparecido.

The New York TimesEstados Unidos

Esta primavera, un mes después de que estalló la crisis del coronavirus, Oakland, California, empezó a restringir el tránsito de los autos en algunas calles —al final fueron 33 kilómetros de calle— con el propósito de crear espacios al aire libre para los residentes, quienes de la noche a la mañana no tenían adónde ir.

Otras ciudades también han respondido con transformaciones extraordinariamente rápidas del espacio urbano que habrían parecido imposibles antes de la pandemia. Boston anunció nuevas rutas para bicicleta. Seattle convirtió los lugares de estacionamiento de la calle en zonas de carga para recoger comida de los restaurantes. Los Ángeles y Nueva York aceleraron los permisos para colocar mesas al aire libre en calles y aceras. Connecticut quitó las reglas que les exigían a los negocios tener un mínimo de lugares de estacionamiento. Y es probable que algunos de esos cambios sean permanentes.

Las medidas han recibido elogios de residentes que están ansiosos por usar las nuevas instalaciones y agradecidos por la rapidez con la que estas han aparecido. Resulta que las ciudades sí pueden moverse con rapidez.

Sin embargo, la velocidad misma —y los cambios que han priorizado las ciudades— también ha provocado que los residentes que han sido marginados desde hace tiempo vuelvan a sentirse ignorados. Los residentes más pobres de todas maneras no salían mucho a restaurantes. Muchos niños no se sentían a salvo de la violencia en los espacios públicos antes de la pandemia.

Y en algunos vecindarios de residentes negros, hay mucha preocupación por las calles… pero no necesariamente por que quieran salir a cenar en ellas. “Este momento nos enseña que esas decisiones nunca han estado muy relacionadas con un verdadero compromiso cívico”, comentó Destiny Thomas, urbanista antropóloga que ha criticado la falta de participación comunitaria en la infraestructura “emergente” para la pandemia en su natal Oakland y otras partes. “La reacción automática expone la estructura de poder, la autonomía en la toma de decisiones y la priorización de la comodidad y las libertades de ciertas personas por encima de los demás”.

No se trata solo de que las ciudades se hayan apresurado a realizar los cambios que tienen un valor para los residentes blancos y ricos, ni que en los vecindarios pobres hayan permitido la presencia de cafeterías sobre las calles antes de reparar el drenaje que corre debajo de ellas, comentaron Thomas y otras personas de color que son urbanistas. Más bien se trata de que el proceso mismo pocas veces ha sido diseñado para incluir a los residentes marginalizados, muchos de los cuales no se sienten a salvo de la violencia policiaca ni de la vigilancia comunitaria en las calles de la ciudad.

Asimismo, los vecindarios donde viven esos residentes suelen carecer de mejor infraestructura, o fueron orillados hacia terrenos inundables, porque los urbanistas también los desatendieron hace años. Según Thomas, si ahora pintan un carril para bicicletas sobre ese daño, puede ser una señal de que los funcionarios no tienen la intención de reparar lo que hay debajo.

Los cuestionamientos en torno a quién toma las decisiones de transformar las ciudades, y cómo debería manejarse ese proceso, no son nuevos. Sin embargo, el impacto de la crisis del coronavirus, que dejó los espacios públicos vacíos para convertirlos en una especie de lienzo en blanco, así como las exigencias de tener en cuenta la igualdad racial en esos espacios, podrían forzar a las ciudades a reconsiderar sus respuestas.

En la actualidad, las visiones de la vida urbana reinventadas para el futuro están chocando con las desigualdades que no se abordaron en el pasado. Además, la urgencia que provoca una amenaza de salud pública está chocando con las demandas para el largo proceso de la inclusión.

“Hay muchos problemas urgentes, y el gobierno debe tratarlos como tal, porque es la única manera de resolverlos”, opinó Ryan Russo, director del Departamento de Transporte de Oakland, para referirse al programa Calles Lentas de su ciudad.

Cuando se anunció el programa, los habitantes de Oakland habían estado encerrados durante un mes, y las aceras y un popular parque del centro estaban empezando a llenarse de gente.

Russo reconoció que la ciudad debió haberse comunicado más con el público en general durante las primeras etapas. Desde que empezó el programa, Oakland ha realizado una encuesta en internet para saber de qué manera los residentes usan y ven el programa Calles Lentas, y los resultados se actualizan en línea. En otro intento por aumentar la transparencia, la ciudad publicó los datos demográficos de los encuestados, junto con los datos demográficos de la ciudad.

Hasta la semana pasada, el 67 por ciento de la gente que había respondido la encuesta era blanca, una población que representa el 24 por ciento de la ciudad. Además, el 40 por ciento de los encuestados reportó un ingreso por familia de más de 150.000 dólares al año, el doble del porcentaje actual de residentes de Oakland que ganan esa cifra.

“Sería muy fácil para nosotros decir: ‘Hicimos una encuesta y el 75 por ciento de los habitantes de Oakland apoya Calles Lentas’”, comentó Russo. “Pero cuando existe esta desproporción en la que la gente que de verdad lo disfruta y lo está expresando recibe ingresos altos y es blanca, entonces es muy importante que el gobierno preste atención”.

Esos índices de respuesta en las encuestas hacen eco de una investigación sobre las sesiones públicas que tratan el tema del desarrollo que llevaron a cabo los politólogos Katherine Levine Einstein, David Glick y Maxwell Palmer. Las personas que van a esas sesiones, y que por lo tanto le dan forma al sistema de vivienda que se va a construir, suelen ser de la tercera edad, blancas, de ingresos altos y dueñas de casas.

Esa gente es la que tiene más tiempo para las sesiones públicas, así como la flexibilidad de ir una noche entre semana y la motivación para asistir. Asimismo, son las personas que tienen más poder al hablar, pues está en juego el valor de la propiedad de los dueños o tienen experiencia como ingenieros, arquitectos o abogados que han leído el código de zonificación.

“Es desigual por naturaleza”, comentó Anika Singh Lemar, profesora instructora de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale y abogada que representa a desarrolladores de viviendas de interés social y a defensores de vivienda justa. “La pregunta es cómo diseñar el proceso para revertir esas desigualdades. Decir que solo basta tener una sesión pública para solucionar el problema de la desigualdad es como decir que solo se necesita poner una casa de 500.000 dólares en el mercado y cualquiera puede hacer una oferta por ella”.

Thomas, la urbanista antropóloga, quien encabeza un equipo de estrategas llamado Thrivance Group, comentó que de todas formas no le parece que las sesiones públicas tradicionales sean medios efectivos de participación. Más bien, sugiere que las ciudades podrían financiar clínicas de salud comunitarias o bancos de alimentos en esos vecindarios para que los residentes se involucren e informen sobre lo que necesitan de la ciudad mientras reciben los servicios que ofrecen esos lugares. Los departamentos de la ciudad también podrían contratar a gente de la comunidad para hacer este trabajo. Lemar propone usar las escuelas primarias para llegar a las familias que nunca asistirían a las sesiones públicas.

Ese tipo de ideas implican que las ciudades deben hacer un esfuerzo mucho mayor para captar la atención de algunos residentes y vecindarios de lo que hacen con otros.

“Necesitamos reducir el poder de las zonas con gente blanca e ingresos altos, aumentar el poder de las comunidades de color y bajos recursos, o hacer las dos cosas”, comentó Michael Lens, profesor de urbanismo y políticas públicas en la Universidad de California en Los Ángeles.