EE.UU.

Campaña 2020: las lecciones que nos ofrece un episodio de la candidatura de Trump en 2016

UN VIERNES, EL MUNDO ESCUCHÓ EL AUDIO DE ‘ACCESS HOLLYWOOD’ DONDE TRUMP ALARDEABA VULGARMENTE DE SU TRATO A LAS MUJERES. PARA EL DOMINGO EN LA NOCHE, LO QUE SERÍA SU PERDICIÓN HABÍA COMENZADO A EVAPORARSE.

The New York TimesEstados Unidos

Triste y sin ganas de salir, Donald Trump solo vio una forma de levantarse: caer más bajo.

Habían pasado dos días desde la notable humillación de su vida política —la publicación de un audio en el cual Trump se jactaba de forzar a varias mujeres— y el candidato estaba desesperado por redirigir la conversación. El resultado, menos de dos horas antes de un debate en octubre de 2016 contra Hillary Clinton en St. Louis, fue una jugada tan secreta que varias partes interesadas fueron dejadas de lado.

Los asesores de la campaña le dijeron a Reince Priebus, el presidente del Comité Nacional Republicano que ayudaba con los preparativos del debate dentro de la suite del hotel del equipo, que Trump había tenido que que salir para un encuentro donde saludaría a sus seguidores. Temían que Priebus se opusiera si sabía la verdad: Trump aparecería ante las cámaras con mujeres que durante años habían acusado a Bill Clinton de mala conducta sexual, un descarado intento de redireccionar el tema del maltrato a las mujeres en contra de la familia Clinton.

Y esas denunciantes, que habían sido invitadas al debate como invitadas sorpresa de Trump pero tenían poco conocimiento del programa completo, parecían inseguras sobre lo que les esperaba mientras las conducían a una sala de recepción en el hotel. “No tenía idea de para qué íbamos allí”, recordó una de ellas, Juanita Broaddrick. “Pero eso no importa. Lo haría todo de nuevo”.

Antes de que las puertas de la sala se abrieran a los medios y se revelara la presencia de las mujeres, Stephen Bannon, el director ejecutivo de la campaña, compartió su visión del espectáculo: “Van a aferrarse a tí y van a llorar”, recordó haberle dicho a Trump. “Y tú vas a ser empático”.

Trump cerró los ojos, dijo Bannon, e inclinó la cabeza hacia atrás “como un emperador romano”.

“Me encanta”, dictaminó el futuro presidente.

Cuatro años después, Trump parece encontrarse, para todo el mundo político, de nuevo en gran desventaja. Sus asesores reconocen que si las elecciones se celebraran hoy, perdería ante Joe Biden, el virtual candidato demócrata, muy probablemente por un margen considerable.

Pero a medida que el presidente prueba una serie de tácticas dispersas para poner en marcha su difícil campaña —apelar a prejuicios raciales durante una crisis nacional; defender símbolos de la Confederación; negar las realidades objetivas de una pandemia— sus aliados y adversarios dicen que últimamente han vuelto a recordar su momento más bajo en 2016, la última vez en que sus posibilidades parecían tan terribles.

El lanzamiento y las secuelas de la llamada cinta de Access Hollywood es tanto un recordatorio de cuán rápido pueden cambiar los contornos de una elección y de hasta qué punto Trump está dispuesto a llegar para cambiarlos. Mientras que algunas personas cercanas a Trump cuestionaron su enfoque y resolución en esta reelección, su comportamiento durante un fin de semana de peligro electoral en 2016 sirve como estudio de caso sobre la forma en que puede responder cuando se siente acorralado, cuando sospecha que puede perder.

“Esa es su fortaleza”, dijo Anthony Scaramucci, exdirector de comunicaciones de la Casa Blanca que, desde su salida, ha pedido la derrota de Trump. “Cuando Dios estaba repartiendo los genes de la vergüenza, Trump tomó los genes desvergonzados de ese mostrador”.

La capacidad de Trump para recurrir a una política de destrucción total, rara vez en duda, a menudo ha sido más notoria en tiempos de angustia electoral. Cuando Ben Carson lo superó en algunas encuestas de votantes republicanos en 2015, Trump pareció atacar la fe de su rival. Cuando Ted Cruz demostró ser un enemigo primario resistente, Trump publicó una imagen poco halagadora de la esposa de Cruz y la amenaza de “contarlo todo” sobre ella, sin dar más detalles.

Este es un hombre que instó a una potencia extranjera a investigar a Biden, más de un año antes del Día de las Elecciones 2020, lo que le generó un juicio político en casa.

En ninguno de esos episodios, Trump se enfrentó a los vientos en contra que enfrenta ahora, lo que ha obligado a los veteranos de 2016 a predecir un horror que en los próximos meses pondrá a prueba los límites de la imaginación del estratega más cínico.

A la campaña de Biden, que en julio tiene una cómoda delantera, se le ha aconsejado prepararse para lo peor.

“Tiene sentido que el equipo de Biden entienda por qué están ganando hoy”, dijo Robby Mook, gerente de campaña de Hillary Clinton en 2016. “Tiene aún más sentido para ellos pensar en cómo pierden”.

Por supuesto, incluso frente a la mina de sorpresas que ha sido octubre a través de la historia, 2016 fue algo diferente. En cuestión de horas, el viernes 7 de octubre los líderes de la comunidad de inteligencia acusaron públicamente a Rusia de interferir en las elecciones, The Washington Post publicó el artículo sobre Access Hollywood y WikiLeaks comenzó a diseminar correos electrónicos hackeados de John D. Podesta, el director de campaña de Clinton, en una sincronización que su equipo no encontró fortuita.

El asesor especial, Robert S. Mueller III, investigó si la publicación de los correos electrónicos de Podesta estaba relacionada con la cinta de Access Hollywood, pero no estableció públicamente un vínculo con la campaña de Trump. Al final, creen muchos asesores de Clinton, nada de ese día afectó la elección tanto como una carta de James B. Comey, el director del FBI, que revivió el tema del servidor del correo electrónico privado de Clinton tres semanas después.

Para los admiradores de Trump, estas escenas retrospectivas se registran ahora como un recuerdo esperanzador, un testimonio de la imprevisibilidad que durante mucho tiempo ha definido su arco político y podría volver a hacerlo.

Hoy, pocos de ellos reparan en los detalles del fin de semana en que Trump parecía prácticamente acabado: la masa de republicanos que lo instaban a renunciar; la disculpa grabada que los principales asesores han comparado a un “video de rehenes”; una calamidad de relaciones públicas tan total que incluso los fabricantes de Tic Tac, los refrescantes de aliento mencionados por Trump en el audio, enviaron una declaración que lo condenaba.

Lo que los partidarios recuerdan es la sensación de ver a Trump defenderse.

“Descubrí que muchas mujeres reaccionaron a su fuerza. Y sigo escuchando eso”, dijo Mica Mosbacher, recaudadora de fondos republicana que forma parte de la junta asesora de Mujeres para Trump 2020. “Nadie es perfecto”.

Viernes

El primer instinto de Trump, como siempre, fue una actitud desafiante: no fui yo.

El ensayo del debate en la Torre Trump había sido desviado por el zumbido del pánico, cuando una asistente, Hope Hicks, le entregó una colección de documentos, una transcripción de sus comentarios vulgares, grabados en 2005 y proporcionada por el Post, que buscaba comentarios de la campaña antes de la publicación.

“Solo empiezo a besarlas. Es como un imán”.

“Cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa”.

“Agarrarlas por la vagina. Puedes hacer cualquier cosa”.

Trump dijo que eso no sonaba como cosas que él diría. Los asesores se permitieron dudar, brevemente, si todo había sido un malentendido.

Entonces llegó el audio de archivo. Trump escuchó.

“Soy yo”, dijo.

Al otro lado del río, en Brooklyn, varios ayudantes de Clinton habían estado apiñados en la oficina de Mook, tramando la mejor manera de responder a lo que habían asumido sería la historia del día: la evaluación de la comunidad de inteligencia sobre la intromisión rusa. Una conmoción en el espacio de trabajo más amplio de la sede los sacó de ahí.

En este punto de la carrera, los miembros del personal de Clinton habían llegado a ver su tarea como un tipo de misión difícil, más un camino arduo que una marcha de la victoria, salpicado por tropiezos autoinflingidos y choques externos en una medida implacable.

Incluso los supuestos estímulos políticos —y este ciertamente lucía como uno— parecían llegar con un poco de náuseas.

“Este es el orden”, dijo Jennifer Palmieri, directora de comunicaciones de la campaña, al recordar su secuencia de emociones durante el lanzamiento de la cinta: “Repulsión por lo que dijo, desilusión porque nadie se preocuparía por Rusia y miedo por Hillary debido a cuán desquiciado él se iba a poner”.

La propia Clinton estaba en un hotel en el suburbano condado de Westchester, donde ella y sus asesores tenían sesiones de debate. En los televisores de un comedor, el grupo podía ver en las franjas inferiores de los telediarios noticias sobre la cinta. Pero, inicialmente, nadie podía escucharla.

En sus memorias de 2017, Clinton describió una tristeza constante al escuchar las palabras de Trump. “Esa cinta nunca va a desaparecer”, escribió. “Ahora es parte de nuestra historia”.

Sin embargo, la historia de su esposo, entrelazada con la suya, también hizo que el contenido de la grabación fuera especialmente incómodo para la campaña.

Incluso antes de Access Hollywood, sus asesores habían planteado la posibilidad de que Trump apuntase hacia las mujeres que acusaron a Clinton (y la postura de Hillary Clinton hacia ellas) para disculpar sus propias fechorías. Y, rápidamente, Trump señaló que el pasado de Bill Clinton figuraría en el futuro inmediato de su campaña.

En una declaración a los periodistas cuando la historia se hizo pública, Trump describió sus comentarios como “bromas en el vestuario” —una frase que se le ocurrió a él, dicen los asesores— y acusó a Bill Clinton de “decirme cosas mucho peores en el campo de golf”.

“Pido disculpas”, concluyó Trump, “si alguien fue ofendido”.

Algunos confidentes de Trump, incluida su hija Ivanka, lo instaron a demostrar un arrepentimiento menos calculado. Él accedió a grabar un video, que se lanzaría horas después, pero se resistió a acatar muchos de los consejos.

El producto resultante —una alocución surrealista de 90 segundos, hecha en frente de un falso horizonte de edificios— fue una mezcolanza de los impulsos encontrados de su equipo en duelo.

Emitió una rara admisión de disculpa absoluta (“Lo dije, me equivoqué, y me disculpo”), planteó su vida como una historia de crecimiento (“mis viajes también me han cambiado”) y dio un giro para rápidamente acusar a los Clinton de hipocresía.

“Discutiremos más sobre esto en los próximos días”, prometió. “Nos vemos en el debate el domingo”.

Sábado

Si muchos de los republicanos más sobresalientes se hubieran salido con la suya, Trump no habría llegado al debate el domingo.

En público y en privado, los legisladores le pedían que se hiciera a un lado y permitiera que Mike Pence liderara la candidatura. Los funcionarios del partido proyectaron la devastación en la papeleta electoral. Otros simplemente no podían soportar asociarse con el nominado.

“Me sentí avergonzado”, dijo Carlos Curbelo, un ex congresista republicano que en ese momento buscaba la reelección para un escaño en el sur de Florida y ya había rechazado la campaña de Trump. “En español, tenemos este concepto llamado ‘pena ajena’. No estás involucrado en la actividad, pero sientes vergüenza”. El presidente de la cámara de representantes retiró la invitación a Trump a un mitin el sábado en el que estaba programado que aparecieran juntos en Wisconsin. “Hay un elefante en la habitación”, le dijo Paul Ryan a la multitud, sorteando los abucheos persistentes.

“¿Dónde está Trump”, gritaban los asistentes.

En Nueva York, los asesores de menor jerarquía rastrearon las deserciones, intercambiando rumores y temores.

“Hay otro”.

“Otro”.

“¿Alguna vez podremos volver a trabajar en Washington?”.

El jefe era más juguetón, aunque solo fuera para tratar de aligerar los ánimos: “¡Ciertamente han sido 24 horas interesantes!”, tuiteó el sábado por la mañana.

Reunió a los altos miembros de su equipo en la Torre Trump y le preguntó a Priebus qué había escuchado. Lo que escuchó el presidente del partido, respondió, era que Trump bien podía abandonar o perder en un derrumbe histórico.

“Entonces”, dijo Trump, “¿cuáles son las buenas noticias?”.

El resurgimiento resuena cuatro años después como una ordenada encapsulación de la cosmovisión trumpista en una crisis de campaña. En los últimos meses, se ha sabido que arremete contra asesores que comparten números desalentadores de encuestas, insistiendo en que su posición no puede ser tan precaria.

Las personas que lo conocen citan este pensamiento semi mágico como una especie de superpoder político, cuando se utiliza de manera efectiva.

“No subestimen su resistencia personal”, dijo Scaramucci. Recordó el consejo que el presidente le dio sobre la velocidad del ciclo de noticias: “Dijo: ‘Sí, recibes una prensa negativa. Dura aproximadamente una semana. Y luego se desvanece y están en otra cosa y a nadie le importa’”.

Sin embargo, ese fin de semana, los asesores de Trump sintieron que poco pasaría por sí solo.

La idea de desplegar a las acusadoras de Bill Clinton se había filtrado a través de la órbita de Trump durante meses, y se había discutido entre Bannon y aliados como Aaron Klein de Breitbart News —el sitio de extrema derecha que apoyaba a Trump y que Bannon había dirigido— y largamente promovido por Roger J. Stone Jr., asesor informal de Trump e infame camorrista republicano. (El viernes 10 de julio, Trump conmutó la sentencia de Stone por siete delitos graves después de haber sido condenado el año pasado por obstruir una investigación del Congreso sobre la campaña de Trump 2016 y los posibles vínculos con Rusia).

Justo antes del “fin de semana de Billy Bush”, como lo llama Bannon (un guiño al presentador de Access Hollywood que salía en la cinta con Trump), tres de las denunciantes de Clinton habían estado en Washington para entrevistarse con Klein.

A medida que las súplicas republicanas por la destitución de Trump se multiplicaron, Bannon reconoció una oportunidad. Dijo que llamó a Klein, ahora asesor del primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, y le preguntó cómo se veía el material de Clinton. La respuesta lo complació. Se hicieron nuevos arreglos de viaje.

Al mismo tiempo, Trump buscó consuelo temporal en un bálsamo habitual: los aplausos.

A las 5 p.m. del sábado, sus partidarios se habían agrupado a lo largo de la Quinta Avenida, agitando carteles desde la acera. Trump bajó al vestíbulo de mármol, acompañado de su hijo mayor y de su gerente de campaña, Kellyanne Conway, y salió por la puerta de cristal.

Levantó su puño derecho, y escuchó los vítores. Sus fanáticos estiraron las manos para rozar la chaqueta de su traje.

Un reportero preguntó si se quedaría en la carrera. “Cien por ciento”, respondió Trump.

Y luego volvió a entrar, aplaudiendo en el camino.

Domingo

Trump parecía tener la última palabra.

“EXCLUSIVO” tuiteó el domingo por la mañana, y compartió un enlace a Breitbart. “Entrevista en video: Juanita Broaddrick, denunciante de Bill Clinton, revive violaciones brutales”.

Había pocas dudas de que Trump hablaría sobre las mujeres del pasado de los Clinton en St. Louis. Pero pocos conocían que cuatro mujeres estaban en camino: tres que habían acusado a Clinton de conducta sexual inapropiada —Broaddrick, Kathleen Willey y Paula Jones— y una cuarta, Kathy Shelton, quien durante su juventud dijo que fue violada por un hombre a quien Hillary Clinton representó como abogada defensora de oficio en la década de 1970.

Bill Clinton siempre ha negado haber actuado mal en estos tres casos; Hillary Clinton ha dicho que estaba disgustada con la decisión del tribunal de encargarla de la defensa en el caso Shelton, pero que no tenía más remedio que aceptarla.

Un par de horas antes del debate, dijo Broaddrick, fue llevada a un elevador de servicio del hotel para reunirse en privado con Trump, junto con Willey y Shelton. Jones llegó más tarde, a tiempo para la siguiente etapa.

“Fue encantador”, dijo Broaddrick. “Y luego, cuando comenzamos a irnos, Steve Bannon dice: ‘Pasemos por esta puerta aquí’”.

Las mujeres fueron conducidas a una habitación adyacente con una mesa larga, según Broaddrick, quien asumió que era inminente la llegada de la comida. Les pidieron que se sentaran en fila, hombro con hombro. Luego, Trump entró y se sentó entre ellas, con dos sillas a cada lado de él.

“Déjenlos entrar”, indicó el candidato.

Las puertas se abrieron al cuerpo de prensa itinerante de Trump, que la campaña había llevado al hotel. Los reporteros parecían confundidos. Bannon sonrió radiante.

“Estas cuatro mujeres muy valientes han pedido estar aquí”, dijo Trump a las cámaras, “y fue un honor ayudarlas. Y creo que cada una hará una corta declaración individual”.

Las invitadas se sucedieron en los elogios a Trump, a veces compartiendo detalles de sus acusaciones contra los Clinton. Trump asintió severamente. En tres minutos había terminado.

Cuando se deshizo la reunión, los reporteros le hicieron preguntas a Trump sobre el hecho de tocar a las mujeres sin su consentimiento. Jones intervino. “¿Por qué no le preguntas eso a Bill Clinton?”, dijo, mientras Trump miraba hacia adelante. “Adelante, también pregúntale a Hillary”.

El equipo de Trump se emocionó con la escena, en parte porque la campaña —a la que a menudo se le filtraban cosas— había logrado mantener un secreto. Las mujeres parecían asombradas pero agradecieron la oportunidad de hablar. “Oh, estaba tan emocionada”, dijo Jones en una entrevista. “Se sintió tan bien que tuve que decirlo”.

En el lugar del debate, los asistentes de Clinton asimilaron la producción con una mezcla de alarma y estoicismo performativo, aún más después de que la campaña de Trump intentó colocar a las mujeres en el área de descanso para las familias de los candidatos, antes de encontrar otro lugar para ellas en la sala de debate.

Tras bastidores, los asesores de Clinton le dijeron que Trump simplemente intentaba jugar con ella.

“Sí”, dijo Clinton. “Lo sé”.

“Lo mejor es que no funcionó”, recuerda Palmieri que respondió.

“No”, contestó Clinton. “No funcionó”.

El debate en sí, celebrado en un formato de asamblea popular, fue a la vez impresionante y para nada sorprendente en su hostilidad forjada a fuego lento. Los dos no se dieron la mano al principio. Ella lo llamó no apto para servir. Él sugirió que la encarcelarían si él ganaba y, a menudo, se acercaba ominosamente detrás de ella cuando Clinton hablaba.

Trump ha dicho que el debate le ganó las elecciones. Como mínimo, la noche pareció estabilizar una campaña que pareció susceptible a zozobrar durante 48 horas.

Dejó claro que no veía ninguna razón para hacerse a un lado o expresar más remordimiento público. La mayoría de sus partidarios tampoco veían razones para exigir tanto.

“Es una conversación de vestuario”, dijo Trump, y repitió el enunciado cinco veces sobre el escenario, “y es una de esas cosas”.

Cuando dejó St. Louis, el episodio que se suponía que lo condenaría, por consenso bipartidista, había comenzado a desvanecerse.

Pero la verdadera coda del fin de semana —y quizás la instantánea más pura de la psicología definitiva de Trump cuando se siente atacado— no llegó al debate. O al día siguiente. O incluso con su elección semanas después.

Llegó los meses que siguieron. Mientras se preparaba para asumir el cargo, Trump, validado por su triunfo de noviembre, comenzó a presentar en privado una curiosa teoría sobre la autenticidad de la cinta, una historia alternativa que prefería a la real.

No era él.