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Los elefantes, amenazados desde hace tiempo por las multitudes tailandesas, recuperan un parque nacional

La cascada Haew Narok, donde varios elefantes cayeron y encontraron la muerte, en el Parque Nacional de Khao Yai, Tailandia, el 19 de noviembre de 2019 (Adam Dean/The New York Times).

La cascada Haew Narok, donde varios elefantes cayeron y encontraron la muerte, en el Parque Nacional de Khao Yai, Tailandia, el 19 de noviembre de 2019 (Adam Dean/The New York Times).

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The New York TimesKhao Yai, Tailandia

Desde que los elefantes tienen uso de memoria, y eso es mucho tiempo, el camino hacia el río serpenteaba por la ladera de la colina a través de una selva tan densa que una tropa de paquidermos podía desaparecer con facilidad.

Sin embargo, hace unos treinta años, los humanos decidieron que ellos también querían llegar al río, para contemplar las cascadas que caían hacia el interior del Parque Nacional de Khao Yai en el centro de Tailandia. Los humanos pavimentaron parte del sendero de los elefantes. Construyeron baños y quioscos de comida.

A pesar de ello, los elefantes aún necesitaban llegar al río. Trataron de apegarse lo más posible a la vieja ruta, la cual ha estado impresa desde hace generaciones en los cerebros de los paquidermos, pero no tanto como para que los excursionistas, que se sentaban a comer arroz pegajoso y cerdo asado, los vieran.

El atajo les costó la vida. El nuevo sendero pasaba por un acantilado y una zona propensa a inundaciones repentinas. Un elefante tras otro se ahogó. En octubre, una cría de elefante cayó en las aguas revueltas. Otros se lanzaron para salvar a la cría. En total, murieron once elefantes.

Desde que la pandemia de coronavirus se aceleró en marzo, Khao Yai, el parque nacional más antiguo de Tailandia, cerró sus puertas a los visitantes humanos por primera vez desde que abrió en 1962. Sin los jeeps ni las multitudes, los cerca de 300 elefantes del parque han podido deambular libremente, aventurándose a tomar caminos que antes estaban llenos de humanos. También han aparecido animales vistos en muy pocas ocasiones, como el oso negro asiático o el gaur, el bovino más grande del mundo.

“El parque ha podido restaurarse a sí mismo. Nos emociona ver que los animales están saliendo”, afirmó Chananya Kanchanasaka, veterinaria del departamento del parque nacional.

Los cierres derivados de la pandemia han dado a la naturaleza un respiro en todo el mundo, y ha llevado a los animales a lugares inesperados. Pumas recorrieron las calles desiertas de Santiago, la capital chilena. Jabalíes han paseado por las calles de Haifa, Israel. En las aguas de Vietnam los peces abundan de nuevo.

En Tailandia, la naturaleza también se recuperó con rapidez. A fines de abril, una manada de unos treinta dugones, un mamífero marino relativamente raro, apareció en un cabo que antes estaba lleno de barcos turísticos. Las tortugas laúd y los tiburones de punta negra también han regresado a otras costas vacacionales (sin embargo, en otros lugares, los elefantes y los monos que normalmente participan en el comercio turístico están sufriendo).

El respiro del que ha gozado la vida silvestre de Tailandia ha provocado un debate en un país donde el vínculo con la naturaleza se ha enmarcado durante mucho tiempo como uno de dominio, ya sea que la selva consuma a la gente o viceversa.

Más allá del saqueo de sus propias selvas tropicales, Tailandia es una estación de paso clave en las rutas mundiales de tráfico de vida silvestre, que incluye cuernos, colmillos y escamas provenientes de lugares tan lejanos como África que se dirigen a China.

A los elefantes silvestres de los bosques de la región se les atrapa y doblega mentalmente para que realicen trucos para los turistas. La caza furtiva y la tala de árboles son rampantes en Tailandia.

En 2018, se encontró a un magnate de la construcción tailandés en un santuario de vida silvestre al oeste de Khao Yai con una provisión de armas y los restos de un leopardo negro, un muntíaco y un faisán. En una olla de sopa, se encontró la cola de un leopardo.

A lo largo de los años, a medida que se ha enseñado a los visitantes del parque cómo acercarse a la naturaleza, su comportamiento ha mejorado, explicó Somporn Chaikarn, un guardabosques veterano de Khao Yai que ha trabajado aquí durante 33 años.

“Los turistas ya no conducen borrachos en el parque. Esa es una gran mejoría”, agregó.

Al principio de su carrera, Somporn, de 57 años, ayudó a construir el camino que lleva a la cascada Haew Narok para que los visitantes pudieran contemplar las aguas que caen casi 167 metros.

A lo largo de los años, los empleados del parque han tratado de desviar a los elefantes de su antiguo sendero, construyendo postes de hormigón y otras barreras. Han instalado puestos de control. Pero los elefantes siguen regresando porque muchas de las 108 especies de plantas que les gusta comer en el parque florecen allí.

“No puedes detener a un elefante si realmente quiere hacer algo”, comentó Somporn.

Se cree que Khao Yai, que abarca unos 401 kilómetros cuadrados y forma parte de un sitio más grande que es Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO, tiene la mayor población de elefantes silvestres de todos los parques nacionales de Tailandia.

Cuando se construyeron carreteras para atravesar el parque, a los elefantes les gustaba caminar sobre el asfalto cálido y comenzaron a usar como juguetes a los autos que circulaban por esas vías, recordó Kanchit Srinopawan, quien fue jefe del parque hasta marzo y ahora es director de la Oficina de Recursos Naturales y Medioambiente de la provincia de Prachin Buri.

“Les gustan particularmente los sedanes porque tienen un tamaño perfecto”, agregó Kanchit, y mostró una fotografía en su teléfono de un elefante macho montado sobre un Mercedes-Benz.

En octubre, apareció la primera señal de alerta cuando, en medio de los inusuales aguaceros monzónicos tardíos, resonó un bramido de pánico desde la cascada de Haew Narok, cuyo nombre significa “barranco del infierno”. Las inundaciones hicieron imposible llegar a la zona, pero algunos guardabosques tenían una corazonada sobre lo que había pasado. Cada año, uno o dos elefantes mueren en las feroces corrientes, dijeron. Y en 1992, un bebé se resbaló, y otros siete lo siguieron para tratar de rescatarlo. Los ocho murieron.

Esta vez, una cría de elefante, de unos 3 años, resbaló tratando de cruzar el río y se sumergió casi 60 metros en el segundo nivel de la cascada. Uno tras otro, los miembros de la manada trataron de salvar a la cría.

Los únicos elefantes del grupo que no saltaron fueron otra cría y su madre.

Los gritos de pánico finalmente se calmaron y las lluvias cesaron. Pero las aguas de la inundación siguieron impidiéndoles el paso a los guardabosques. Días después, encontraron seis cuerpos y, transcurridos algunos días, un dron ubicó cinco cuerpos más.

“La muerte de los once elefantes pudo haberse evitado, lo mismo que la mala gestión del parque“, afirmó Kemthong Morat, un destacado ecologista tailandés que inició una huelga de hambre para llamar la atención sobre la seguridad de los elefantes. “Parece que se les olvida que el propósito del parque nacional es la investigación y la conservación. Los grandes ingresos del turismo de Khao Yai les hicieron olvidar el propósito principal del parque”, afirmó el ecologista.

Kanchit, el exdirector del parque, no estuvo de acuerdo.

“Los grupos ecologistas dicen que nos centramos demasiado en los turistas, no en los elefantes, pero necesitamos equilibrio. También tenemos que cuidar a los amantes de la vida silvestre que quieren disfrutar de la naturaleza virgen”, comentó.

La cuenta oficial de Facebook del parque ha celebrado el hecho de que las nutrias han vuelto a tomar el sol en el río y las crías de ardilla retozan en las ramas de los árboles. El tímido capricornis, que podría decirse que es el eslabón perdido entre una cabra y un antílope, corre por los prados, al igual que el cuón, un ágil perro salvaje asiático.

Con pocos automóviles cerca, los elefantes, la especie que predomina en el parque, pasean por los caminos, masticando el follaje sin necesidad de retirarse a los peligrosos rincones del bosque donde los acantilados se encuentran con las cascadas.

“Debemos considerar si deberíamos cerrar el parque cada año. La naturaleza puede restaurarse a sí misma al máximo”, reflexionó Chananya, la veterinaria del parque nacional.