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REPORTAJE

El amor en los tiempos de las bajas expectativas

Cuando te imponen la autosuficiencia desde la infancia, puede ser difícil cambiar tu forma de ser cuando eres adulto. (Brian Rea/The New York Times)

Cuando te imponen la autosuficiencia desde la infancia, puede ser difícil cambiar tu forma de ser cuando eres adulto. (Brian Rea/The New York Times)

Guardé el mensaje que me dejó en el buzón de voz cuando me llamó desde Texas, borracho, durante una cena de ensayo de boda.

“Te extraño”, decía. “Eres lo mejor que me ha pasado y tengo suerte de tenerte en mi vida. Gracias. Espero verte de nuevo pronto”.

Durante casi un año, habíamos estado pasando el rato un par de veces al mes. La comida y el sexo eran mejores que el promedio.

A veces compartíamos algunas cervezas artesanales en su terraza. Me contó sobre su infancia en el Medio Oeste del país, sus años punk en la universidad, la traición de su primera novia, su desafortunado historial laboral y el amargo divorcio de sus padres.

En otras ocasiones practicábamos senderismo y hablábamos de política. O caminábamos por las calles de la ciudad, comíamos en restaurantes oscuros, conversábamos sobre libros y pasábamos toda la noche en la cama del otro, acurrucados como gatitos. Por la mañana, preparaba café de comercio justo proveniente de continentes a los que había viajado y me cocinaba desayunos coloridos antes de salir corriendo al trabajo.

Lo consideraba mi amante, aunque jamás me dijo que me amaba. Cuando me sentía preocupada, le preguntaba qué estábamos haciendo, qué quería, adónde iba nuestra relación. A él le incomodaban ese tipo de preguntas pero, si yo era directa, me respondía.

No, no estaba viendo a nadie más. No, no estaba teniendo sexo con nadie más. No, no quería hacerlo.

Sin embargo, no me presentaba a nadie, ni siquiera cuando le pedí que lo hiciera. Y tampoco le contó a su familia sobre mí, aunque yo sabía todo sobre sus familiares.

Cuando tenía frío, me daba su chaqueta. Cuando bajaba de la acera y pisaba la calle mientras pasaban los autos, me tomaba de la mano y me jalaba de nuevo a la banqueta. Terminó por tomarme de la mano en otros lugares públicos, pero jamás me dijo que era su novia. No le gustaban los títulos. Decía que yo era su “amiguita”. Y él se hacía llamar “amigo formal”. Era más joven que yo, pero esa terminología lo hacía parecer muy viejo.

Estaba disfrutando mi carrera profesional, buena salud, largos paseos de sendero con mi pastor australiano, una vibrante vida social y los momentos silenciosos que se necesitan para leer un libro a la semana. Me gustaba que él no me necesitara ni me llamara solo para saber cómo estaba. No me enviaba mensajes de textos que decían “buenos días, hermosa” cuando necesitaba mi atención, ni me deseaba dulces sueños con emoticonos para ver si estaba en casa.

Cuando nos enviábamos mensajes de texto, era para intercambiar información sobre cuándo y dónde nos veríamos. Cuando le preguntaba cómo estaba, me respondía con una palabra o dos. Cuando estábamos juntos, a menudo me decía lo mucho que apreciaba mis bajas expectativas.

Yo me sentía agradecida de que no agregara sus problemas a mis hombros sobrecargados.

Había decenas de maneras en que no me recordaba a mi padre, pero a veces su presencia me hacía recordar cosas. Cuando mi padre me enseñó a conducir, me hizo demostrar que sabía cómo cambiar una llanta y el aceite y que pudiera nombrar cada parte del motor.

“Nunca dependas de un hombre”, me dijo. “Siempre te decepcionarán. Solo puedes depender de ti misma. Debes saber cómo funciona un motor”.

Tengo un pequeño círculo de amigas que dicen “te amo” fácilmente y con frecuencia, que me escriben tarjetas a mano y me dan flores o libros en las festividades. Quería que mi “amiguito” hiciera esas cosas, pero no las necesitaba.

Jamás escuché un “te amo” de nadie en mi familia de origen, y pasé años de mi adultez logrando méritos respetables para ganarme esas dos palabras. No iba a comenzar a comportarme como un hámster con su rueda de ejercicio solo para obligar a mi amante a que me ofreciera ese tipo de afirmaciones verbales.

Crecí en un aislado campamento religioso ubicado en una ladera californiana y era demasiado joven para entender el abandono que mis hermanos habían soportado, las veces que nos quedamos solos para velar por nosotros mismos, revisando los contenedores de donativos de sobrantes de comida subsidiados por el gobierno o rogándoles a personas casi extrañas para que pudiéramos quedarnos en sus casas.

Todos crecemos para darnos cuenta de que nuestros padres no pueden protegernos, sin importar cuánto queramos o necesitemos que lo hagan. Es solo que algunos lo aprendemos antes de depender de alguien. Cuando te imponen la autosuficiencia desde la infancia, puede ser difícil cambiar tu forma de ser cuando eres adulto.

Una noche, mientras mi “amiguito” y yo esperábamos a que nos sirvieran la comida en la terraza de un restaurante, me dijo: “Tengo que confesarte algo”.

Me encantaba su pasión por la comida, la manera en que le importaba dónde la habían cultivado, los colores, las texturas y los nutrientes. Era un placer sensual verlo cocinar. Y era un deleite no ver el menú. Pedirle que ordenara para ambos en los restaurantes era una extensión de eso. Cuando comía con él, sentía que me cuidaba.

Se veía nervioso pero serio. Me tomó de la mano y dijo: “Aquí me intoxiqué con la comida hace un par de años”.

Me reí.

“No es gracioso”, me dijo. “Me enfermé en serio”.

“Lo siento”, le dije. “Es solo que resulta extraño decírmelo después de que ordenaste. ¿Acabas de recordarlo? ¿Quieres irte?”.

“No sé cuándo estás bromeando”, me dijo.

Los hombres con frecuencia no pueden distinguir mis sonrisas de placer y autodefensa, por lo que estas últimas a menudo resultan efectivamente protectoras. Me disculpé de nuevo.

“Pero esa vez fue culpa de la carne”, me dijo. “Esta noche ordené un platillo vegetariano, así que estaremos bien. Solo creí que debías saberlo”.

“Gracias”, le dije, aunque no sabía por qué le estaba agradeciendo.

Mi madre es botánica autodidacta. Cuando éramos una familia joven en esa ladera, recogíamos bayas de sauco y ortigas, yuca y bellotas. Secábamos, hervíamos y horneábamos las plantas que nos mantendrían alimentados.

De todas las cosas de mi niñez que podrían describirse como privación, esa no está en la lista. La montaña estaba llena de vida. Nuestros padres a menudo se iban durante largos periodos, y jamás usaban la palabra amor, pero la montaña era fructífera y perdurable. Sabía cómo sobrevivir con lo que encontraba ahí.

Después de que mi “amiguito” y yo comimos sin intoxicarnos, regresamos a su casa. Sacó dos vasos de agua y me dijo que había decidido dejar de beber. Nunca vi que bebiera con frecuencia ni mucho, así que le pregunté por qué.

“Creo que es más sano”.

Estaba entrenando para su tercer maratón.

“Tiene sentido”, le dije. “No necesito beber cuando estamos juntos, si así es más fácil para ti”.

“Muy bien”, me dijo. “Como quieras”.

No estaba acostumbrada a pensar en lo que yo quería, y no sabía cómo preguntar, pero después de eso dejé de llevar cerveza a su casa y nuestras tardes en su terraza se terminaron.

En mi cumpleaños, me dio una botella de agua.

Unas semanas después de que dejó de beber, fue a mi casa con comida vegana y chocolate oscuro de la localidad.

Le dije que lo amaba. Se quedó callado durante mucho tiempo. Busqué pistas en su rostro. Él no sonrió ni hizo gesto alguno. Solo se quedó quieto.

“Solo pensé que debías saberlo”, le dije.

No me lo agradeció.

“¿Quieres dar un paseo?”, le pregunté.

“Sí”, respondió, así que eso hicimos.

Durante el paseo, me contó historias largas sobre casos en su oficina y las jerarquías y la política de sus estructuras de poder. Cuando regresamos a mi casa, buscó entre mis libros. “Tienes muchas mujeres en tus repisas”, dijo.

“No más que hombres”, le dije. “Solo te das cuenta de eso porque no hay mujeres en tu librero”.

Se quedó callado durante varios minutos, lo cual habría sido interminable, pero yo estaba en el sofá y ya había comenzado a leer, mientras esperaba a que terminara de ver mis libros. “Tienes razón”, dijo. “Jamás lo había pensado, pero no tengo libros escritos por mujeres”.

“Ya lo sé”, le dije. “Ya vi tus libros”.

Me dejó algunos mensajes de texto después de eso, diciéndome que estaba pensando en mí. A veces incluía el emoticono del corazón. A veces se lo enviaba de regreso. No le pedía verlo ni él a mí.

He regresado una y otra vez a la montaña de mi juventud, cada vez diciéndome que es la última vez. Podría pasar el resto de mi vida regresando ahí sin llegar realmente a ese lugar. Pero no regreso a él.

El mensaje que dejó borracho en mi buzón, desde Texas, tan solo un par de meses después de que dejamos de vernos, fue lo más cercano a un “te amo”.

Para algunos de nosotros —sin importar cuán autosuficientes seamos— eso no es suficiente.