Venezuela

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El campo venezolano está colapsando. Pero la capital se mantiene, bajo las órdenes del presidente

Guillermo Loreto, de 19 años, trabaja en el campo de frijol de su abuela en Parmana, un pueblo pesquero del centro de Venezuela ubicado a orillas del río Orinoco, 3 de diciembre de 2019. (Adriana Loureiro Fernández/The New York Times)

The New York TimesParmana, Venezuela

Desde su palacio en Caracas, el presidente Nicolás Maduro proyecta una imagen de fortaleza, y su control sobre el poder parece seguro. Los habitantes tienen un suministro regular de electricidad y de gasolina. Las tiendas están a reventar de productos importados.

Sin embargo, más allá de la capital, esa fachada de orden se disipa de inmediato. Para conservar la calidad de vida de sus principales respaldos, las élites políticas y militar del país, el gobierno de Maduro ha vertido en Caracas los recursos menguantes del país y ha abandonado grandes sectores de Venezuela.

“Venezuela está rota como Estado, como país”, comentó Dimitris Pantoulas, un analista político de Caracas. “Los pocos recursos disponibles se invierten en la capital para proteger la sede del poder, creando un mini-Estado en medio del colapso”.

En buena parte del país, el gobierno ha abandonado sus funciones básicas, como la vigilancia, el mantenimiento de las vías, la atención médica y los servicios públicos.

En Parmana, un pueblo pesquero a orillas del río Orinoco, la única evidencia restante del Estado son los tres maestros que siguen en la escuela, la cual carece de alimentos, libros e incluso de un marcador para la pizarra.

El primero en irse de Parmana fue el cura. A medida que se profundizó la crisis económica, desertaron los trabajadores sociales, la policía, el médico comunitario y varios maestros de escuela.

Según los habitantes del pueblo, cuando se vieron rebasados por el crimen, recurrieron a las guerrillas colombianas en busca de protección.

“Estamos olvidados”, mencionó Herminia Martínez, de 83 años, al tiempo que dejó de blandir un machete que usa para cuidar un descuidado campo de frijol bajo el calor tropical. “Aquí no hay gobierno”.

Hace un año, por un momento dio la impresión de que los críticos de Maduro podían tener una oportunidad de expulsarlo. Un líder de la oposición, Juan Guaidó, había representado el mayor reto para el mandato de Maduro hasta la fecha al adjudicarse la presidencia y rápidamente obtener el respaldo de Estados Unidos y casi 60 países más.

Ahora, los adversarios de Maduro han perdido fuerza. El gobierno de Trump sigue respaldando a Guaidó: el 13 de enero, Estados Unidos emitió nuevas sanciones en contra de los aliados del gobierno que intenten bloquearlo en su intento por asumir el liderazgo de la Asamblea Nacional del país. A pesar de esta presión, Maduro pareciera haber garantizado su permanencia en el cargo, en parte debido a lo bien que sus políticas han mantenido a Caracas.

Sin embargo, la economía venezolana se caracteriza por una administración deficiente, la reducción en las exportaciones de petróleo y oro, así como las sanciones de Estados Unidos, por lo que está entrando en el séptimo año de una contracción devastadora.

Esta larga depresión, junto con la disminución del Estado, ha provocado que buena parte de la infraestructura haya quedado abandonada.

Asimismo, ha producido la fragmentación de Venezuela en economías localizadas que tienen vínculos con Caracas que son solo nominales. Cuando la inflación desbocada le quitó el valor al bolívar, la moneda del país, los dólares, los euros, el oro y las monedas de tres países vecinos comenzaron a circular en diferentes partes de Venezuela. El trueque es rampante.

“Cada lugar sobrevive por cuenta propia, lo mejor que puede”, comentó Armando Chacín, director de la federación de ganaderos de Venezuela. “Son economías completamente distintas”.

Fuera de Caracas, los ciudadanos de la que alguna vez fue la nación más rica de América Latina pueden estar relegados a sobrevivir en condiciones casi preindustriales.

Casi la mitad de los habitantes que viven en las siete ciudades más importantes de Venezuela está expuesta a apagones diarios y tres cuartas partes se las arreglan sin un suministro confiable de agua, según un estudio que realizó en septiembre el Observatorio Venezolano de Servicios Públicos, una organización sin fines de lucro.

En Parmana, las inundaciones del año pasado se llevaron el único camino que sale del pueblo, por lo tanto se quedaron sin la entrega regular de alimentos, combustible para la central eléctrica y gasolina. Para arreglárselas, los 450 residentes que quedan han recurrido a limpiar los campos con machetes, remar sus botes pesqueros y usar como moneda los frijoles que cultivan.

Después de décadas de gastar el petróleo de una manera fastuosa, el gobierno venezolano se está quedando sin dinero. El producto interno bruto del país se ha contraído un 73 por ciento desde que Maduro asumió la presidencia en 2013: uno de los declives más pronunciados en la historia moderna, de acuerdo con estimados del Congreso que controla la oposición, con base en estadísticas oficiales y datos del Fondo Monetario Internacional.

Al ser incapaz de pagar salarios significativos a los millones de empleados del Estado, el gobierno se ha hecho de la vista gorda al momento de recurrir a tejemanejes, tráfico de influencias y negocios complementarios para sobrevivir. El salario oficial del máximo general del ejército venezolano es de 13 dólares al mes, de acuerdo con Control Ciudadano, un grupo venezolano de investigación.

En Caracas, al sector privado —el cual ha sido difamado por el gobierno socialista de Maduro y por su predecesor, Hugo Chávez— se le ha permitido llenar algunas brechas en los productos al consumidor que generó la disminución de las importaciones del Estado.

En cuanto los sacrosantos controles económicos desaparecieron de la noche a la mañana, la capital se llenó de cientos de tiendas nuevas y salas de exhibición que ofrecen de todo, desde autos deportivos importados hasta frituras hechas de algas marinas producidas en Estados Unidos.

Y la carga del colapso del país ha caído principalmente en las provincias venezolanas, donde muchos habitantes han quedado totalmente aislados del gobierno central.

El colapso del Estado venezolano ha seguido su curso en Parmana, un pueblo de pescadores y agricultores que alguna vez prosperó en las planicies centrales de Venezuela.

Por falta de pago, la unidad de la policía local empacó sus cosas y se fue un día de 2018, seguida por los trabajadores públicos que estaban a cargo de los programas sociales. Poco tiempo después, los locales ahuyentaron al destacamento de la Guardia Nacional del pueblo por su ebriedad y sus extorsiones.

Para remplazar a los guardias, los líderes del pueblo decidieron viajar a la mina de oro más cercana, la cual está bajo el control de las guerrillas colombianas, con la intención de pedirles que montaran un puesto en Parmana.

Durante los últimos cuatro años, a fin de proteger sus líneas de suministro, las guerrillas aniquilaron a los piratas de río que habían aterrorizado a los pescadores de Parmana, robando sus lanchas de motor y asesinando a varias personas.

“Necesitamos una autoridad aquí”, denunció Gustavo Ledezma, un tendero y el alguacil de la comunidad.

Las guerrillas “traen orden”, mencionó. “No se andan con rodeos”.

El descenso de Parmana hacia la subsistencia sin ley es una caída pronunciada de sus días de gloria, cuando exportaba arroz, frijoles y algodón. Los humedales y los manantiales prístinos del pueblo atraían multitudes de turistas cada año.

“Parmana, Parmana, qué bonito contigo despertar”, decía una canción del legendario cantautor rural de Venezuela, Simón Díaz.

Chávez, el presidente fallecido, había visto el futuro de la economía venezolana en el potencial agrícola de la región. Hace una década, invirtió al menos 1000 millones de dólares en la construcción de un puente sobre el Orinoco para conectar la región con los mercados brasileños.

El puente, inconcluso, ahora está abandonado. Los manantiales de Parmana se secaron después de que un terrateniente con conexiones políticas desvió el agua hacia sus campos de algodón en 2013, y eso destruyó la industria turística.

En la actualidad, en las calles polvorientas del pueblo, los pescadores desesperados detienen a los choferes ocasionales que pasan de visita en busca de gasolina para los motores de sus botes.

Una familia sentada al lado de un montón de sandías de sus campos había intentado enviar un mensaje telefónico a un mayorista para que recogiera su cosecha, pero la torre celular llevaba dos semanas sin funcionar, y no estaban seguros de que fuera a llegar, o cuándo.

“Ahora dependemos el uno del otro, no del Estado”, comentó Ana Rengifo, la lideresa del consejo comunitario.