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Video: Moria, el horror que esconde Europa

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EFE | Óscar TomasiMoria (Lesbos)

Llovizna en el monte y comienza a refrescar. Cuatro personas duermen en una tienda de campaña para dos, y otras seis lo hacen en un diminuto habitáculo techado. Los primeros buscan una manta para evitar que el agua se cuele. Muchos se quejan, protestan por las condiciones. Cunde la indignación y elevan el tono. Safi, sin embargo, no.

"Nunca volveré a Somalia -asegura-. Esto es mejor que estar allí. Si puedo pasar aquí diez años, estaré bien. No quiero volver a escuchar el sonido de las balas y de los coches bomba. Quiero vivir".

UN CÓCTEL EXPLOSIVO

Sólo lleva unos días en suelo griego, pero sus ojos ya han visto lo que hay: verjas, alambradas, bolsas de basura amontonadas, peleas diarias, agresiones sexuales, intentos de suicidio y colas de tres horas para recibir un plato de comida. Bienvenido a Moria.

Ubicado en la isla de Lesbos, el campo, unas instalaciones militares preparadas para albergar a 3.000 soldados de forma temporal, acoge ya a cerca de 18.000. Está tan masificado que se extiende por dos laderas contiguas fuera del recinto. Y las llegadas no cesan.

La gravedad de la situación ha llevado al nuevo Gobierno griego, de signo conservador, a anunciar su cierre. ¿La solución? Construir varios Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE), uno de ellos en Lesbos, que sustituirán las deficientes instalaciones utilizadas ahora. El objetivo del Ejecutivo es restringir los movimientos de quienes piden asilo, que hasta hoy pueden moverse por la isla sin demasiados problemas.

"Moria está peor que nunca, vengo en 'shock'", cuenta Philippa Kempson, quien trabaja junto a su marido Eric en la ONG británica Hope Project. Llevan más de cuatro años en Lesbos.

La llegada de refugiados marca el día a día de esta región, una pequeña isla bañada por el mar Egeo con cierto desarrollo turístico donde viven unas 80.000 personas. Cerca de 35.000 lo hacen en su capital Mytiline, con sus casitas blancas, sus bares, sus pubs de moda y su puerto náutico. Refugiados, voluntarios, locales y turistas conforman un ecosistema de contrastes. Hay tensión en el ambiente. Si el campo de Moria y sus aledaños fuera un núcleo poblacional, sería el segundo municipio más importante de una isla.

Sólo en 2019 Lesbos ha recibido más de 27.000 nuevos solicitantes de asilo -en toda España, con una superficie 300 veces superior, se registraron 32.000-, según datos de la ONU, que reflejan cómo el flujo de pateras se disparó desde el verano hasta niveles que no se veían desde 2016.

GEOPOLÍTICA COMO TRASFONDO

Safi es somalí, una minoría dentro del campo. Lo contrario que Zainab Mohammadi, de 19 años, nacida en Afganistán como el 80 % de los "vecinos" de Moria. Llegó hace once días procedente de la costa turca, en patera. Desde entonces duerme al raso junto a otros miembros de su familia, a la espera de conseguir una tienda de campaña. Unas mantas colocadas en el suelo delimitan su espacio. Están fuera del campo, en las laderas de la montaña, como otras miles de personas.

"Vinimos en un bote, fue aterrador... Tengo miedo al agua. Fueron dos horas de viaje, junto a otras 35 ó 40 personas. Ahora mismo no sabemos dónde está nuestro padre, le perdimos el rastro en Turquía y no sabemos nada de él", relata.

La historia le suena. Es testigo cada noche. Se llama Edgar Garriga, tiene 29 años y es de Tarragona (España). Ingeniero informático, socorrista y patrón de barco. Colabora con la ONG Refugee Rescue, que rastrea a diario la costa en busca de pateras a las que guiar a tierra para que no encallen, como las que llevaron hasta allí a Zainab y Safi. En última instancia, se encargan de rescatar a quienes caen al agua.

No muy lejos de su cuartel general, en el norte de la isla, se encuentra el llamado "cementerio de chalecos", una suerte de vertedero con miles de estas prendas acumuladas junto a barcos y lanchas destrozados, ropas y restos. Erigido en un icono de la crisis humanitaria, incluso Google Maps señala el punto exacto donde se encuentra pese a la ausencia de indicaciones oficiales. Alejado de cualquier núcleo poblacional, sólo las cabras y algún curioso transitan el lugar.

“En el mar vemos cómo guardacostas turcos entran en aguas territoriales griegas, retienen las embarcaciones de los refugiados y las devuelven a Turquía. Es un acto ilegal, pero se sienten impunes por el tratado firmado con la UE", denuncia Garriga.

Aunque Safi y la mayoría de sus compañeros no sean conscientes, la geopolítica tiene mucho que ver en esta crisis. El acuerdo entre Bruselas y Ankara entró en vigor en 2016. Al país otomano llegan cientos de miles de sirios desplazados por la guerra, de acuerdo con estadísticas oficiales, pero también muchos afganos e iraquíes, entre otras nacionalidades. La UE aporta fondos a Turquía para ayudar a recibir a este contingente, a cambio de que no pase a su territorio. Las ONG coinciden al denunciar que las autoridades turcas regulan el flujo migratorio aus conveniencia, como mecanismo de presión.

"Moria está así porque es una forma de mandar un mensaje: no vengáis, permaneced lejos”, lamenta la líder de otra ONG bajo condición de anonimato.

"SIEMPRE HAY PELEAS"

"Campo de concentración", "peligroso" e "inseguro" son tres de los calificativos más repetidos por voluntarios y refugiados a la hora de definir Moria. "Siempre hay peleas. Siempre", repite como una letanía Mahmud, un niño palestino de 10 años.

Moria, controlado por las autoridades griegas y donde rara vez se permite la entrada a periodistas, tiene un perímetro delimitado por verjas y alambradas de espino. También dispone de una una prisión para los que van a ser deportados tras rechazar su petición de asilo. Pero su imagen de "fortín" se desvanece al dar la vuelta a una esquina, ya que en uno de sus lados hay varios agujeros en las vallas que dejan entrar y salir a todo aquel que quiere hacerlo sin pasar por la única puerta oficial y controlada. El trasiego por estas aberturas es constante, se produce incluso a la luz del día.

Contiguo se encuentra el llamado "olivar", una ladera donde se apiñan miles de personas. Se calcula que vive más gente fuera que dentro de las instalaciones. Las condiciones de unos y otros no difieren demasiado, salvo la existencia de partes techadas y cuartos de baño corrientes en el caso de los "afortunados" con hueco en Moria, frente a la intemperie y las duchas portátiles de quienes duermen fuera. El grado de masificación es tan elevado que, además del “olivar”, hay decenas de pequeños asentamientos en las inmediaciones del recinto. Safi es sólo un "inquilino" más en estos últimos.

La saturación tiene sus consecuencias en el reparto de comida, con esperas de hasta tres y cuatro horas para recibir un plato. "Cuando voy a la fila para conseguir alimento, siempre es muy larga y hay peleas porque no hay suficiente para todos. Además, la comida no es buena, hasta los médicos lo dicen (...) Vivir aquí es muy difícil”, dice Ahmad Fajim, afgano de 30 años, antes de salir corriendo para llegar a tiempo de lograr una ración, algo que no siempre consigue.

NIÑOS QUE SE AUTOLESIONAN

Dentro del campo, la salud de Safi y del resto de refugiados está directamente en manos de ONG, que cuentan con una especie de hospital de reducido tamaño en su interior en el que decenas de personas esperan a ser atendidas. Fuera, justo enfrente, Médicos Sin Fronteras (MSF) atiende sobre todo a mujeres y niños. En los casos más graves, una ambulancia del sistema sanitario griego llega y se lleva al paciente al hospital, donde los medios son escasos y no siempre hay intérpretes.

"Hay mucha gente con ataques de pánico, la mayoría de los problemas de salud que vemos son psicológicos. El resto se solucionarían con comer y dormir bien", explica una médico británica voluntaria en el centro. "Vemos cada tarde a cuatro o cinco chicos jóvenes con cortes en los brazos, nos llega mucha gente con tendencias suicidas", apunta otra colaboradora de la misma ONG.

Lo constata el coordinador de MSF en Lesbos, Marco Sandrone: "Los números son increíblemente altos, vemos muchos casos de intentos de suicidio, incluso en nuestra clínica pediátrica, donde recibimos cada vez más niños que se quieren autolesionar". En su opinión, presentan "traumas" relacionados con lo vivido en su país de origen y durante el viaje hasta Europa, pero las condiciones de Moria y su insalubridad agravan la situación.

La falta de seguridad también se traduce en agresiones sexuales, tanto dentro como en los aledaños del campo. No hay cifras oficiales pero se trata de un secreto a voces. Tanto, que la ONG ya lo ha denunciado públicamente.

EL ARDUO PROCESO BUROCRÁTICO

El estatus de refugiado es una figura reconocida en el Derecho Internacional. Para recibir asilo es condición "sine qua non" estar perseguido o que la vida del solicitante corra peligro. En Lesbos, en torno al 40% de las solicitudes son rechazadas. Y el “no” significa la deportación.

El proceso para lograr el estatus de refugiado arranca nada más tocar suelo griego, pero la saturación y la burocracia hacen que el recién llegado tarde meses en recibir su tarjeta de demandante de asilo. Es el caso de Safi, quien durante ese período no recibirá la ayuda de 90 euros al mes que la UE entrega a cada uno de ellos -a través de Acnur-. Los comienzos son duros.

La clave del procedimiento es una entrevista en la que se pregunta al solicitante los motivos que le han llevado a salir de su país y se le pide documentación para comprobarlo, tras lo que cual se toma una decisión. Actualmente se están concediendo citas para esta entrevista a casi dos años vista (para 2022), según denuncian desde la ONG Legal Centre Lesvos.

Para la mayoría, el mejor escenario es lograr la condición de refugiado en un plazo de entre dos y tres años. ¿Y después? Comienza a contar un plazo de seis meses, tras el cual se pierde el derecho de alojamiento y asignación mensual con la expectativa de que la persona encuentre trabajo y logre sus propios ingresos, algo extremadamente difícil en Grecia, con una de las tasas de paro más altas de la UE (hoy en torno al 17 %). Además, la documentación obtenida da derecho a residir en Grecia pero no a hacerlo en el resto de la UE.

"En Atenas ya se está viendo lo que provoca esta situación, con mucha gente viviendo en la calle, desesperada. Están atrapados, primero en Turquía, después en la isla de Lesbos y más tarde en Grecia (en la parte peninsular)", protesta Lorraine Leete, la responsable de Legal Centre Lesvos.

A la espera de la entrevista se encuentra Javad Emami, de 24 años, nacido en Afganistán. Pintor de profesión, colabora con una ONG como profesor de dibujo. Vive donde da clases, literalmente: cuenta con un pequeño camastro debajo de una especie de escenario que preside el espacio. El lugar está ambientado con centenares de cuadros hechos por refugiados que reflejan con crudeza la situación: barcos que encallan, verjas, cárceles, lágrimas.

Éste es su segundo intento. El primero le llevó como "ilegal" a Noruega, Alemania y Francia, entre 2015 y 2017, hasta que fue deportado a su país de origen. Ahora regresa. "Yo ya le dije a mi abogado que yo no quiero volver. Ahí no tengo nada".

VIVIR EN LA EDAD DE PIEDRA

Safi, el somalí de 32 años que no quiere volver, era camionero en su país natal. Acaba de llegar hace cinco días a Moria y ya ha sido víctima de un robo junto a varios de sus amigos, lo que les lleva a buscar cobijo fuera del campo "oficial". Con el cielo cubierto de nubes y las gotas de lluvia comenzando a caer, reconoce que no se esperaba una situación tan dantesca. Aún así, pone al mal tiempo buena cara: "Si no hay comida, puedo ser paciente. Si no hay agua, puedo ser paciente. Si no tengo un techo, puedo ser paciente. Aunque tenga que estar al raso, con conseguir unas mantas ya está bien. Gracias a Grecia, ahora soy libre. Vivir como en la Edad de Piedra no es el problema". Y suelta una carcajada.