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MIGRACIÓN

Muchos venezolanos que huyen de su país deciden irse sin sus hijos y las familias se dividen

Cuando por fin Emili Espinoza pudo hacerle una videollamada al hijo de 3 años que no había visto desde que ella huyó de Venezuela, el pequeño niño llamado Elvis no la reconoció.

“No”, le dijo él. “Mami durmiendo”.

Esa fría negativa le generó un escalofrío de tristeza en la espina dorsal. Ella le recordó los plátanos cubiertos de chocolate que solía comprarle, con la esperanza de hacerle recordar algo. Pero el joven cerebro del niño no pudo captar esos sucesos antiguos.

Su madre no era la mujer de 28 años de edad y ojos almendrados que lo miraba a través de la pantalla del celular, insistió él, sino la joven dama que lo cuidaba esa tarde y que tomaba una siesta a unos metros de allí.

Al igual que miles de otros migrantes venezolanos en el que las Naciones Unidas consideran el mayor éxodo de personas en la historia moderna de Sudamérica, Espinoza tomó la difícil decisión hace seis meses: irse sin sus tres hijos. No tenía el dinero para traerlos consigo ni sabía con qué dificultades podía toparse en Colombia, por lo que los dejó con su hermano con la esperanza de ganar el dinero suficiente para alimentarlos y, con el tiempo, reunirse otra vez con ellos.

Es un patrón similar al de otras migraciones en todo el mundo, incluidas Centroamérica, el Caribe y Asia: los jefes de los hogares están huyendo primero, con la esperanza _en ocasiones frustrada_ de que sus familias puedan alcanzarlos pronto. El resultado es una profunda alteración en la vida de las familias, y en ocasiones las consecuencias son devastadoras.

Sus compañeros de trabajo en el restaurante de alimentos saludables en Bogotá en el que Espinoza limpia mesas intentaron consolarla, diciéndole que el niño estaba confundido y probablemente relacionaba la palabra “madre” con cualquiera de las vecinas o parientes en Venezuela que ahora están ayudando a cuidarlo.

“Había otras personas allá en Venezuela que lo cuidaban y él las consideraba que eran su mamá, y no me consideraba a mí como tal pues”, afirmó Espinoza entre lágrimas.

Durante los últimos tres años unos 2,3 millones de venezolanos han huido de la hiperinflación de su país, así como de la escasez de alimentos y medicinas, según la ONU. Aproximadamente un millón han llegado a la vecina Colombia tras efectuar largos recorridos en autobús y a pie. En un sondeo efectuado por funcionarios colombianos, el 73% de las más de 250.000 familias migrantes interrogadas dijeron que habían dejado parientes en Venezuela.

Otro sondeo más pequeño efectuado por el Comité de Rescate Internacional (IRC, por sus siglas en inglés), un grupo de ayuda humanitaria, halló que el 52% de los 312 venezolanos que llegaron recientemente a Colombia reportaron haberse separado de al menos un niño con el que solían vivir.

“La tasa de separación familiar y de la separación de padres de sus hijos es simplemente asombrosa”, dijo Marianne Menjivar, directora del IRC para Venezuela y Colombia. “Estas son personas que tienen múltiples capas de traumas, y la separación de los hijos es una más”.

Los expertos que han estudiado a las familias migrantes dicen que los mismos factores suelen impulsar la decisión de huir sin los hijos, sin importar cuál sea el país de origen: la incertidumbre sobre el recorrido, las preocupaciones acerca de la perspectiva de hallar un empleo en un país nuevo, y una creencia de que la separación sólo será temporal. Un incremento en la migración de mujeres en las últimas décadas también ha derivado en que un amplio número de hijos sean separados de sus madres.

Tal vez el lugar donde el asunto ha sido más visible es la frontera entre México y Estados Unidos, donde las familias toman decisiones desgarradoras en torno a si llevarán a sus hijos en largos recorridos, con frecuencia de cientos de kilómetros y finalmente a través de desiertos solitarios y asfixiantemente cálidos. Incluso las familias que cruzan juntas hacia territorio estadounidense con frecuencia son separadas, ya sea por agentes en la frontera o por órdenes de deportación emitidas años o décadas después.

El impacto puede variar dependiendo de la edad del hijo y de qué tanto tiempo abarcó la separación, dijo Joanna Dreby, profesora adjunta de sociología en la Universidad de Albany, en la Universidad Estatal de Nueva York. Los bebés y los niños pequeños están en una edad en la que la unión con los padres es considerada crucial, y se conoce poco sobre los impactos de las separaciones a largo plazo.

Los hijos que ya van a la escuela secundaria tienden a sufrir las consecuencias más adversas. Tienen edad suficiente para captar qué está ocurriendo, pero podrían no entender del todo los argumentos de sus padres para elegir vivir separados.

“A medida que crecen podrían comprender los argumentos”, dijo Dreby. “Pero ello no cambia los sentimientos de resentimiento con los que luchan”.

Al igual que otros migrantes, posiblemente las familias venezolanas intenten reunirse lo más pronto posible, una tendencia que las autoridades colombianas creen que ya está sucediendo, lo que resultará en que el número de venezolanos que viven en el extranjero será aún mayor. El canciller colombiano Carlos Holmes Trujillo calculó recientemente que para el 2021 el número de venezolanos en Colombia podría alcanzar los cuatro millones.

En su encuesta a unas 250.000 familias migrantes venezolanas, las autoridades colombianas hallaron un promedio de sólo 1,7 personas por “familia”, lo que indica que la mayoría tenían parientes desperdigados a ambos lados de la frontera. El 72% afirmó que espera que en los próximos seis meses lleguen de uno a tres parientes.

“Hay todo un proceso de ruptura familiar al inicio, pero también hay un proceso de reunificación familiar que se está dando”, afirmó Felipe Muñoz, director en Colombia de asuntos en la frontera con Venezuela.

Espinoza, madre soltera, había trabajado en diversos empleos, uno de ellos en una compañía de entretenimiento infantil, vistiéndose como payaso y pintando rostros en fiestas. Dijo que en un principio sus hijos le rogaron que no se fuera. Pero luego empezaron a tener aún más hambre, incluso con dos o tres días sin comer nada. Aunque los médicos le dijeron que el peso de los pequeños era el adecuado, el hecho de ver cómo les sobresalían las costillas la perturbaba.

Cuando volvió a abordar el tema un mes después, su hijo mayor, ahora de 10 años, le dijo que podía irse. Les prometió enviar dinero suficiente para que ellos pudieran comer pizzas una vez por semana y preveía que recibirían regalos de Navidad.

Se fue primero a Colombia, donde encontró trabajo, pero el sueldo no era lo suficientemente bueno como para que sus hijos viajaran también a Bogotá. Así que se fue a Ecuador con la esperanza de ganar más. Terminó limpiando la casa en la playa de una familia acaudalada, donde dijo que pasaron tres meses antes de que le pagaran la minúscula cantidad de 180 dólares.

Mientras tanto, sus hijos se quedan con su hermano de 30 años, un enfermero que no tiene hijos, y con frecuencia pasan largas horas con una vecina de 62 años, María Cuaro, cuyos propios nietos ya se fueron del país.

En una tarde reciente, Cuaro condujo a los niños fuera de su casa color verde pálido e intentó captar una señal inalámbrica de internet en los alrededores para llamarle a su madre. Solgreidy, de 8 años, y su hermano Greider, de 10, se apiñaban cerca para intentar verla. El sol se reflejaba en la pantalla, lo cual les dificultaba ver claramente la amplia sonrisa de su madre y su cabello castaño.

“¡Te quiero!”, le gritó Solgreidy a su madre.

Elvis, el niño pequeño, caminaba por la acera, recolectando piedras de la calle.

Los dos hijos mayores recuerdan constantemente a su mamá.

“Le dije adiós, le dije chao y desde ese momento no la he vuelto a ver más”, afirmó Solgreidy, llorando mientras pensaba en el día en que su madre la llevó caminando a la escuela por última vez.

Espinoza dijo que, desde que regresó a trabajar a Colombia, ha ganado dinero suficiente para cuando menos asegurar que sus hijos coman todos los días. Ahora su meta es ahorrar lo necesario para que ellos puedan tomar un automóvil con su hermano y reunirse con ella en territorio colombiano antes de la Navidad.

Mientras tanto procura mantenerse en contacto por medio de breves videollamadas.

A través de la conexión borrosa, en la que en ocasiones se notan mucho los pixeles, Espinoza recibe destellos de esperanza de que la separación no les dejará a sus hijos una cicatriz permanente.

Tras la primera llamada en la que Elvis no reconoció a su mamá, el hermano de Espinoza comenzó a mostrarle al niño fotografías de ella.

Ahora cuando llama Elvis ya la reconoce.