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MANILA

Cementerios donde también descansan los vivos en Filipinas

La pobreza y la superpoblación unen a muertos y vivos en los cementerios de Manila, donde los más desesperados han encontrado residencia permanente en los lóbregos espacios que ceden las tumbas.

Sobre una de ellas, en el Cementerio Municipal de Pasay, malvive Michaela Sipalay. Con el consentimiento de la familia propietaria del nicho, esta mujer de 38 años -aunque aparenta un par de décadas más- construyó con tablas, plásticos y antiguos carteles su chabola de diez metros cuadrados a dos metros de altura.

Dos hijas de Michaela, una de 4 años y otra de 11 con discapacidad intelectual, juegan ruidosas sobre el cemento sin reparar en que su vecino de abajo descansa por la eternidad como uno de los 50.000 enterrados en esta necrópolis de Pasay.

Aquí los muertos superan en número a los vivos, que suman algo más de un millar de residentes agrupados en 300 familias, según datos del gobierno local.

"Me instalé en 2002 porque se puede vivir gratis sin pagar un alquiler, pero es muy difícil ganarse el pan. Me gustaría encontrar un sitio mejor porque sé que aquí mis hijas no van a tener oportunidades", explica a Efe la mujer.

En su juventud Michaela llegó a cursar dos años de universidad, pero finalmente abandonó los estudios apremiada por la pobreza y, tras perder un empleo previo, hoy recoge botellas de plástico que canjea cada día por algunas monedas con las que comprar arroz para la familia.

De una población de más de 100 millones de filipinos aproximadamente 22 millones viven bajo el umbral de la pobreza, según la Oficina Nacional de Estadística, y de ellos varias decenas de miles habitan en los 84 cementerios distribuidos por la metrópolis de Manila.

En este país de arraigada tradición católica producto de la colonización española, los camposantos presentan una actividad frenética en la víspera del Día de los Difuntos, al comenzar a movilizarse solo en la capital más de dos millones de personas para visitar las tumbas de sus seres queridos.

En la calle central del cementerio se agolpan hoy puestos de comerciantes que venden desde cirios, flores y lápidas personalizadas hasta todo tipo de abalorios, comida, música, ropa y pollitos vivos de colores para los niños.

Cuando se retiran las multitudes, cae la noche y reina el silencio, los espíritus de los difuntos se manifiestan en forma de susurros y apariciones. O al menos eso dicen los residentes más supersticiosos del cementerio.

"El otro día de madrugada vi dos sombras humanas pero no había nadie, y a veces hay ruidos y se mueven cosas. Son las almas de los muertos que salen al exterior a visitarnos. Antes me asustaba pero ya me he acostumbrado", relata Michaela.

Sin embargo, Rona Marie Marcelino, que vive aquí desde que nació hace 23 años, asegura entre risas que "no se escucha nada raro y no hay espíritus ni nada".

"No hagas caso, es todo palabrería", indica a Efe esta joven que vive con su novia en un espacio entre dos nichos familiares. Ambas se dedican a acondicionar 30 tumbas, lo que les reporta 36.000 pesos (611 euros, 710 dólares) anuales. Además, Rona Marie es limpiadora en una sucursal bancaria cercana.

Estos ingresos le permiten tener una "buena vida", afirma en el cementerio, donde disfruta largos ratos charlando y riendo con su grupo de amigos, rodeada de niños y animales.

Hoy está especialmente contenta porque se acerca el Día de los Difuntos y los propietarios de algunos nichos se acercarán a pagarle sus servicios.

"Soy muy feliz aquí y no pienso mudarme a otro sitio. Nací en el cementerio y moriré en él", sentencia la joven.

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